Mundialización, globalización y sistema capitalista

 

Fernando Soler

Departament de Filosofia

Universitat de València (*)

solerf@uv.es

 

a) Mundialización y globalización.

Cada cierto tiempo, como si de un producto comercial se tratara, y algo de eso también suele haber, surge un nuevo término o concepto que al poco tiempo se nos aparece por todas partes. En breve, una vez los gurús de los media han hecho suyo el término, y puesto que éstos, como es cada vez más evidente[1], no tienen el más mínimo interés en la comprensión de la realidad, resulta de buen tono y demostrativo del obligatorio aggiornamento  hacer un uso prolijo, casi promiscuo, del término en cuestión. Pero, con excesiva frecuencia, por el camino se pierde o se difumina cualquier apariencia de rigor terminológico. Transvanguardia, modernidad, racionalización, o, más recientemente, post-modernidad o “fin de la historia”, son claros ejemplos de lo que estamos diciendo. Ahora le toca el turno a “globalización”. Sin duda, se trata del término de moda, pero bastaría con que hiciéramos un repaso de las utilizaciones que del mismo se hacen para vernos sumidos en la más profunda confusión. Absolutamente todos los ámbitos de la realidad, la economía, las finanzas, la cultura, la comunicación, los media, el arte, el deporte, la sociedad en su conjunto, vienen adjetivados mediante los calificativos de global o globalizado. Todos estamos sometidos a la globalización, todos y todo estamos globalizados. Pero todos los términos que se ponen de moda suelen sufrir la misma suerte: cuanto mayor es la parte de la realidad que pretenden aclarar, mayor es la obscuridad en que terminan sumidos. Finalmente, acaban transformados en dogmas substraídos a toda crítica. Por tanto, lo que nos moverá en las líneas que siguen será el intento de contribuir a una modesta clarificación terminológica que nos permita saber y entender de qué estamos hablando, de qué nos hablan y, sobre todo, qué se oculta detrás de este, presuntamente nuevo, discurso.

La primera clarificación que querríamos hacer sería respecto a la utilización de los términos “globalización” y “mundialización”. En no pocas ocasiones se entienden como sinónimos estableciendo solamente un matiz en la consideración del primero como de origen anglosajón y del segundo como el preferido en los ámbitos europeos continentales, franceses sobre todo. No obstante, nos gustaría establecer una diferenciación, que puede resultarnos muy útil, entre ambos términos. Entendemos, en primer lugar, por “globalización” un fenómeno esencialmente económico que podría concretarse, en una primera aproximación, como el proceso de integración económica internacional que tiene como rasgos característicos la liberalización de los mercados, fundamentalmente, pero no sólo, el financiero y, en consecuencia, la profunda financiarización de la economía. Hasta tal punto esto es así que preferimos hablar de “globalización financiera”, término que designaría la transformación del sistema financiero internacional provocada por la supresión de las fronteras nacionales para los mercados de capitales, así como por la descompartimentación de los mercados financieros. Con independencia de ulteriores consideraciones, esta globalización financiera es un hecho incuestionable. Los años 90 han visto un extraordinario incremento de las denominadas inversiones extranjeras directas (IED) y de las inversiones financieras, centrado sobre todo en los fondos de pensiones y en los fondos de inversión norteamericanos. Durante los últimos diez años el volumen de títulos intercambiados mediante inversiones directas ha aumentado un 334%. El crecimiento de las inversiones financieras (acciones, obligaciones, productos derivados, opciones, inversiones en cartera, etcétera) ha sido espectacular y las inversiones institucionales (fondos de pensiones, compañías de seguros, sociedades de inversión) prácticamente han doblado su capacidad financiera en estos diez años. Otro dato absolutamente significativo  es la comparación entre las tasas de crecimiento de la producción y el comercio en los últimos años: en el decenio 84-94 la producción se ha incrementado un 2’1%, mientras que el comercio lo ha hecho en un 6’3% manteniéndose, pues, una ratio más de dos veces superior a la de decenios anteriores[2]. Pero, además, este incremento del comercio se concentra, fundamentalmente, en un puñado de grandes empresas, unas empresas, como rebosante de satisfacción señalaba hace algún tiempo la revista Fortune, que “han arrollado fronteras para hacerse con nuevos mercados y tragarse a los competidores locales. Cuantos más países, más beneficios. Las ganancias de las quinientas empresas más grandes del mundo han crecido un 15%, mientras que el crecimiento de sus rentas alcanzaba justo el 11%”[3]. Así, el porcentaje del capital transnacional sobre el PIB mundial pasó del 17% a mediados de los años 60 a más del 30% en el 95. Desde entonces este proceso ha seguido un curso ascendente marcado por los procesos de fusiones entre estas mismas grandes empresas, unas fusiones mediante las cuales “estamos escribiendo un nuevo capítulo en la historia mundial del comercio”[4].

Pero este “nuevo capítulo” tiene otro componente esencial, el cada vez mayor peso que sobre el mismo tienen las transacciones financieras frente a las estrictamente productivas. De hecho, se calcula que el monto total de las operaciones efectuadas en las principales plazas financieras alcanzaría 1 billón 300 mil millones de dólares diarios, frente a los entre 10 y 20 mil millones de hace 25 años. El volumen de las operaciones de cambio es 50 veces más importante que el del comercio mundial de bienes y servicios. Por otro lado, realizadas buscando beneficios inmediatos de capital, las transacciones especulativas representan el 95% del total de la actividad de los mercados de cambios. Destaquemos por último, y por no abrumar con cifras, que en los EE. UU. de Norteamérica nada menos que el 40% de las rentas de los ciudadanos provienen de las rentas financieras. Podemos, pues, resumir este proceso que hemos denominado “globalización financiera” citando de nuevo a Eynde: “una producción mundial que languidece…; un comercio mundial con un crecimiento que dobla y triplica el de la producción…; una inversión directa de capitales extranjeros con un ritmo de aumento quizá triple al del comercio…; y una inversión especulativa que dobla a la productiva”[5].

En todo caso, resulta obvio que este tipo de cuestiones económicas que hemos enmarcado dentro de la globalización financiera no se producen de manera aislada, sino en una relación recíproca de causas y efectos. Está claro, por ejemplo, que la financiarización de la economía mantiene una relación directa con los avances técnicos en el ámbito de la comunicación, ya que éstos han permitido una vertiginosa rapidez y una casi total inmediatez en los intercambios financieros. La revolución tecnológica, en general, y por ende en el mundo de la comunicación, en particular, las enormes posibilidades que ofrece la Internet, y el carácter mundial que adquiere esta misma comunicación, han sido elementos fundamentales en el propio proceso de financiarización de la economía. La revolución en el campo de la comunicación ha favorecido, sin duda, el surgimiento de un entramado, de una red financiera global, que mantiene en continua relación las principales plazas económicas del planeta. De manera clara y contundente Theodor Levitt, director de la Harvard Bussiness Review nos dice: “los científicos y las tecnologías han conseguido lo que hace mucho tiempo intentaban, sin éxito, los militares y los hombres de estado: el imperio global… Los mercados de capitales, productos y servicios, gestión y técnicas de fabricación, son ya, todos ellos, globales por naturaleza. Es el global marketplace. Esta nueva realidad aparece en el mismo momento en que las técnicas avanzadas transformaron la información y la comunicación”.

Pero esta financiarización de la economía exige, a su vez, que se adopten medidas en el campo de la política que permitan la eliminación de cualesquiera trabas que se interpongan en el episodio de ese “nuevo capítulo” de la economía financiera. El término, casi místico, que se utiliza para describir esta exigencia política es el de “liberalización”. Liberalizarlo todo, el comercio, las finanzas, el trabajo, las comunicaciones, etcétera, es no ya una sugerencia sino una absoluta y total obligación que debe asumir con respeto y sumisión reverenciales todo aquél que defienda una concepción “moderna” de la política, alejada por tanto de planteamientos trasnochados y visionarios. Por supuesto, el orden político que de aquí surge es un orden unificado, mundial, en el cual, se dice, el Estado-nación que hasta ahora habíamos conocido sufre importantes mutaciones, hasta el punto de que estaría abocado a su misma desaparición. Es decir, sin la generalización de las políticas de liberalización, sin la continua desreglamentación y los masivos procesos de privatizaciones y sin la imposición de políticas supranacionales establecidas por organismos independientes de los propios estados, la globalización financiera no habría podido llegar a concretarse en los niveles en que lo ha hecho.

Así pues, la liberalización, disfrazada demasiado a menudo de modernización o racionalización, se convierte en la coartada y en el pretexto de un proceso de uniformización mundial. Un estilo de vida semejante se impone de una punta a otra del planeta, difundido inmisericordemente por los media y prescrito machaconamente por la industria de la cultura, por la “cultura de masas”. Contemplamos atónitos como por todo el mundo nos encontramos con los mismos productos: las mismas películas, las mismas series televisivas, las mismas informaciones, las mismas canciones, los mismos ídolos, la misma publicidad, las mismas mercancías, los mismos vestidos, los mismos coches,... En este sentido podemos remitir a otro término que también ha adquirido cierta notoriedad como es el de “Mcdonalización de la sociedad”, término mediante el cual se quiere describir el proceso de extensión a todos los ámbitos sociales de las características básicas de las factorías de comida rápida, es decir, eficacia, cálculo, predicción e … irracionalidad de la racionalización[6]. Podríamos incluso considerar como francamente significativa la conversión definitiva del fútbol en el deporte mundial por excelencia, una vez ha arraigado durante los últimos años y con enorme fuerza en aquellos continentes, Africa y Asia-Oceanía, donde todavía no lo había hecho[7].

En definitiva, todo este cúmulo de acontecimientos es lo que englobamos bajo el término genérico de mundialización, un concepto, pues, más amplio que el de globalización el cual quedaría circunscrito, si queremos expresarlo así, al ámbito económico, sin que ello nos lleve a obviar, sino todo lo contrario, las evidentes y esenciales imbricaciones entre ambos conceptos.

Resumiendo lo dicho hasta ahora podríamos decir que, a la vista de lo expuesto, la mundialización no es, estrictamente hablando, como atinadamente afirma Denis Collin[8], un concepto ni una categoría de la ciencia social definida por una construcción analítica. De momento todavía es una de esas nociones confusas que dan y van a dar que pensar. En todo caso, tal y como hemos planteado, se pueden definir varias dimensiones diferentes a las que reenvía el término “mundialización”. En primer lugar, hablamos de un fenómeno económico, cuya antigüedad se discute, en el que habría que distinguir dos aspectos fundamentales: el desarrollo de intercambios y de la división mundial del trabajo, por una lado, y la globalización financiera, por otro. En segundo lugar, la puesta en cuestión de un Estado-nación que se mostraría impotente ante flujos que no puede controlar y, por último, una mundialización de la comunicación que desembocaría en la formación de una cultura mundial global ante la que parece imposible resistirse a la vista del poder y la capacidad de atracción de los grandes conglomerados mediáticos.

Bien, hasta aquí hemos tratado de ser meramente descriptivos. Hora será, pues, de entrar a desarrollar la cuestión de manera más detenida, tratando de desentrañar causas y consecuencias, de bucear en lo que hay detrás de estas palabras, globalización y mundialización, utilizadas de manera automática, convertidas en fórmula mágica, en la clave de todo cuanto nos rodea.

 

b) El evangelio de la mundialización

Para algunos la mundialización es el medio para alcanzar la felicidad, para otros es la causa de todas nuestras desgracias, pero para casi todos la mundialización es, en todo caso, el destino inevitable de nuestro mundo, un proceso irreversible. Pero hay más. Si hemos de creer a los apologistas de la mundialización, es decir, a la mayoría de aquellos que tenemos la suerte, o la desgracia, de oír o leer en los diversos media, de otra manera, si hemos de aceptar la versión dominante, la mundialización es natural, irreversible, beneficiosa para el consumidor y acorde con los ideales de la libertad. Estos argumentos podemos encontrarlos desarrollados todos los días en los diferentes media, variando exclusivamente el grado de enmascaramiento en función, y por ejemplo, de a cuál de las “dos derechas” pertenezca el individuo o el medio en cuestión[9]. A veces, en su empeño evangelizador por convertirnos a todos a la religión del Dios-mercado, se alcanzan niveles patéticos. En un debate entre periodistas de Le Monde Diplomatique y el Financial Times un redactor de este último venía a sostener que la mundialización es, nada más y nada menos, que “una obligación moral” y rechazarla implicaría “la represión de los deseos naturales de los individuos” y “una puesta en cuestión fundamental de los derechos democráticos”. Unos derechos democráticos que, aunque pueda parecer mentira, quedan ejemplificados en la posibilidad de elegir entre un vasto surtido de cereales para el desayuno[10]. La puesta en cuestión de la representatividad popular o que los pueblos se vean obligados a padecer un destino que se les escapa, es algo que no parece importarle al demócrata “mundialista”, porque la democracia consiste en elegir, no ya entre una derecha y una izquierda puesto que esta segunda ha comprendido al fin que la única política “natural” es la de la primera, sino entre cereales Kellog’s, Nestlé o Pascual. Habría que preguntarle a tan eximio personaje no sólo a qué quedará reducida la democracia cuando esas tres firmas se fusionen en una sola, sino, y mucho más importante, qué supone la democracia para esas cuatro quintas partes de la humanidad que no pueden permitirse ni siquiera desayunar. Pero esto no le importa, y no le importa porque su concepción neoliberal de la democracia queda reducida a un sofisma tan burdo como peligroso, tan ideológico como torticero[11]. Premisa mayor: “toda intervención del estado es peligrosa para la democracia”; premisa menor: “rechazar la mundialización es pedir mayor intervención del estado”; conclusión: “rechazar la mundialización es peligroso para la democracia”. Por supuesto, las posibilidades de reemplazar la premisa menor por otras de carácter parecido son ilimitadas (por ejemplo: “asegurar la educación, o la sanidad, o las pensiones, o el trabajo, o tantas otras cosas, exige la intervención del estado”, por lo cual hacerlo es nefasto para la democracia). Quizá podría pensarse que hemos escogido un ejemplo especialmente exagerado, pero la mayor parte de las declaraciones de los “campeones de la mundialización”, desde la arrogancia que les concede su convicción de pensamiento victorioso y único, son del mismo tipo. En otro artículo recogido en la misma revista leemos cómo otro de estos demócratas sostiene que los que se oponen a la mundialización lo hacen porque tienen miedo a los mercados y a los extranjeros, por tanto no hay que escucharles. Es decir, esta argumentación, sibilina y falaz, viene a identificar la oposición a la deificación del mercado con el racismo y la xenofobia. Curiosa inversión de los problemas que ignora que el racismo es precisamente uno de los pilares ideológicos, cierto que  no el único, del capitalismo[12].

Lo que ocurre es que cualquier argumento es bueno para difundir el evangelio de la mundialización: los mercados son eficientes por sí mismos y, por tanto, los estados son innecesarios, las cosas funcionan mejor cuando se elimina cualquier tipo de intervención externa, y ricos y pobres, poseedores y desposeídos, explotadores y explotados no mantienen intereses contrapuestos. El cielo que nos prometen es el del desarrollo económico, el de la generación ilimitada de riqueza, y lo alcanzaremos si aceptamos y cumplimos su nuevo evangelio manteniendo la fe en la privatización, en la desregulación y en la apertura de los mercados de capitales, mientras que los gobiernos deberán limitar sus actividades a equilibrar los presupuestos y luchar contra la inflación: “la mundialización del comercio y de las inversiones ha reducido la independencia de los gobiernos… Los que quieren poner barreras para intentar reencontrar la independencia de otros tiempos confunden la causa y el efecto… Hemos creado este mundo nuevo de los mercados mundiales y de la comunicación instantánea que ha ganado en eficacia y en competitividad sobrepasando los poderes de los gobiernos”[13]. Es preciso, pues, romper cualquier posible resistencia. “El mundo de los negocios puede sacar a la economía de la crisis. La ‘globofobia’ debe ser combatida. Es preciso mejorar la comprensión de la mundialización y su verdadero impacto sobre el trabajo y las riquezas”[14]. Y este combate es una pugna por completo desigual, puesto que uno de los bandos posee todos los medios y los utiliza sin miramientos. Últimamente, además ha recibido el importante apoyo de los “socialconformistas”[15], los cuales, con la furia del converso, del Saulo camino de Damasco que tiene que purgar sus pecadillos de juventud, se han lanzado a una tan pueril como patética carrera de “yo más” frente a la derecha populista que antes mencionábamos. Todo aquél que no acepta una carrera en estos términos es inmediatamente denunciado como un iluminado, visionario y trasnochado que no ha comprendido que la historia ha finalizado puesto que hemos asistido en este último decenio del siglo al definitivo triunfo de la democracia liberal. La preponderancia absoluta del mercado, la hegemonía del juego oferta-demanda en la economía mundial proceden, como es sabido, de un proyecto de desregulación. En este sentido, toda intervención o toda regla destinada a atemperar la brutalidad del mercado es considerada obsoleta. La nueva utopía en marcha, pero en realidad tan vieja como el propio capitalismo, es la de un mercado químicamente puro, desembarazado de todo elemento extra-económico. Todas las antiguas formas de regulación son o eliminadas o reinterpretadas en provecho único y exclusivo del mercado.

Pero, precisamente por esto último, ese combate que hemos mencionado es también tremendamente despiadado, ya que el otro bando está poniendo en juego incluso su propia subsistencia física. Porque, en definitiva, ¿de qué estamos hablando?. Desde luego, no de abstracciones. Estamos hablando de procesos y actuaciones que tienen consecuencias muy concretas y específicas. Estamos hablando de Política, pero no entendida como la actividad tantas veces miserable y mezquina con que todos los días se nos obsequia, sino entendida de una manera tan simple como clarificadora: “la verdad es que la gente necesita comer todos los días. Las políticas que garantizan que puedan hacerlo regularmente con dietas adecuadas, y garantizan la vivienda, la salud u otras condiciones materiales de vida durante largos períodos de tiempo, son buenas políticas. Las políticas que favorecen la inestabilidad directa o indirectamente, que impiden comer a los más pobres en nombre de la eficacia y el liberalismo o incluso en nombre de la libertad, no son buenas políticas. Y es posible distinguir las políticas que cumplen esas normas mínimas de las que no lo hacen. La ofensiva de la competitividad, la desregulación, la privatización y la apertura de los mercados de capitales ha socavado las perspectivas económicas de muchos millones de entre las personas más pobres del mundo. Por tanto, no se trata de una cruzada ingenua y equivocada. En la medida en que socava la estabilidad de la provisión diaria de pan, es peligrosa para la seguridad y estabilidad del mundo. El mayor peligro en este momento está en Rusia, un catastrófico ejemplo del fracaso de la doctrina del libre mercado. Pero serios peligros han surgido en Asia y América latina y no van a desaparecer pronto”[16].

 

c) Los datos de la mundialización.

Muchas veces hemos oído o leído cifras y datos absolutamente escalofriantes a propósito de las desigualdades entre las distintas sociedades y, no lo olvidemos, personas, que poblamos el planeta. Sin pretender ser exhaustivos, podemos recordar algunas de ellas, quizá conocidas, tratando de entender lo que significan, reflexionando sobre ellas, pues parece que la mera repetición sin más de este tipo de datos acaba por insensibilizarnos. Si hablamos de alimentación habrá que recordar que, según la FAO, la ración alimentaria mínima por persona sería de 2.345 calorías diarias. Pues bien, en 1998 cuarenta y cinco países se encuentran oficialmente por debajo de esta norma diaria. Es decir, mil millones de personas sufren hambre, y un tercio de ellas de manera severa. En EE. UU. de Norteamérica la media de calorías diarias es de 3.500, en el África subsahariana de 1.700. Quizá por eso de los dos mil millones de personas que sufren de anemia en el mundo, sólo un 0’4% viven en países industrializados. Pero esta situación ha ido empeorando con el paso de los años, y esto es lo que más nos interesa destacar aquí. Continuamente nos están repitiendo los ideólogos de la globalización y la mundialización, sus secuaces disfrazados de políticos y sus voceros de los media, que la demostración más evidente del triunfo del neoliberalismo es el ingente crecimiento que ha conocido en los últimos años la generación de riqueza. No dudamos de que efectivamente esto sea cierto, pero precisamente el serlo convierte en todavía más repugnante el hecho de que no sólo no haya disminuido el número de personas que en el mundo sufren una infra-alimentación severa, sino que, por el contrario, se haya incrementado desde los 103 millones de 1970 a los 215 de 1990 para alcanzar los casi 300 millones en 1998[17]. Empieza, pues, a asaltarnos la duda de si no estaremos asistiendo, perplejos pero un tanto aliviados por la parte que nos toca, más que a la creación espectacular de riqueza a un escandaloso proceso de confiscación de riquezas.

Pues bien, al seguir considerando otros factores la duda adquiere visos de certeza. Si hacemos referencia a la desigualdad de renta, el primer dato que salta a la vista es que el 20% de la población mundial acumula un 86% de la renta total mundial mientras que el 40% de ésta no se beneficia más que de un 3’3% del Producto Mundial Bruto. Más: el 20% de la población mundial, es decir, unos 1.200 millones de personas, se situaban en 1998 por debajo del nivel de pobreza, un nivel de pobreza fijado, arbitrariamente, en unos ingresos de unas 50.000 pesetas al año, pero las 225 personas más ricas del mundo tienen unas rentas equivalentes a las de los 47 países más pobres del mundo. Sólo el 4% de la fortuna de estas 225 personas bastaría para financiar las necesidades esenciales de los países en vías de desarrollo: alimentación, agua potable, infraestructuras sanitarias y educativas, etc., unas necesidades estimadas en unos 800 mil millones de dólares. Si nos quedamos sólo con las 3 personas más ricas del mundo, éstas poseen activos que valen más que el Producto Interior Bruto de los 48 países más pobres del mundo, poblados por unos 600 millones de personas. Pero, y hay que insistir en ello, esta situación se va agravando conforme avanzan los procesos de liberalización del mercado. Desde 1980, 60 países han sufrido un constante proceso de empobrecimiento. Así, mientras que en 1960 el 20% de la población mundial correspondiente a los países más ricos gozaba de una renta 30 veces superior al 20% de la población de los países más pobres, en 1995 esta renta se había convertido en 84 veces superior, esto es, en poco más de treinta años casi se ha triplicado la diferencia entre el quinto de la población más rico y el quinto de la población más pobre. Si lo que comparamos es el incremento de la renta anual media por habitante entre 1965 y 1980, éste ha sido de 900 dólares por habitante en los países del norte por sólo 3 dólares en los países del sur, exceptuados los miembros de la O.P.E.P. Incluso, no pocos países han visto descender sus índices hasta niveles de pesadilla. En Brasil, país en el que en 1990 el 48% de sus 160 millones de habitantes vivía en la pobreza, a pesar de ser el séptimo entre los países más industrializado del mundo, el índice de malnutrición infantil se ha incrementado en los últimos años desde el 12’7 al 30’3%. En México, con también casi un 50% de la población por debajo de los niveles de pobreza, el poder adquisitivo del salario mínimo ha disminuido un 66% entre 1982 y 1991. Se calcula que, en este país, a mediados de los noventa se necesitaban 4’8 salarios mínimos para que una familia de cuatro miembros cubriera sus necesidades esenciales, pero un 80% de los cabezas de familia ganaba el equivalente a 2’5 salarios mínimos o menos.

Por si alguien puede pensar que se trata de datos sesgados, o que estamos hablando de determinados países que pueden haber sufrido crisis económicas coyunturales, es en última instancia el propio Banco Mundial quien viene a ratificar la idea de que la profundización en los procesos de liberalización está provocando un agravamiento de las desigualdades en el planeta: sólo en el último año la cifra de pobres, es decir, tal y como decíamos en el párrafo anterior, de aquellos que viven, que malviven, con menos de un dólar diario, ha sufrido un incremento estimado en unos 400 millones de personas, pasando de los 1.200 millones del 98 a 1.600 en el presente año. Se alcanza, pues, prácticamente el 30% de la población mundial. Paradójicamente, la ayuda internacional al desarrollo, a pesar de los repetidos anuncios de incrementos espectaculares de la riqueza en los países desarrollados, se ha reducido en el último año a una cuarta parte de la transferida en los anteriores doce meses.

Veamos ahora algunos datos sobre las desigualdades en el terreno industrial y de las comunicaciones. En 1998, las 200 mayores empresas multinacionales controlaban el 80% de toda la producción agrícola e industrial mundial, así como el 70% de los servicios e intercambios comerciales. Las diez principales empresas de telecomunicaciones controlan el 86% del mercado. Entre diez compañías dominan el 85% del mercado mundial de plaguicidas y otras diez son, por ejemplo, las dueñas del 70% del negocio de productos de uso veterinario. Por lo que respecta a lo que solemos denominar como nuevas tecnologías, la situación no es precisamente halagüeña, pues el 20% más rico de la población acapara, por ejemplo, el 93’3% de los accesos a Internet. Pero todavía más grave, y más peligrosa, se presenta la cuestión por lo que respecta a la biotecnología. Según el propio informe de la ONU, la biotecnología se ha beneficiado enormemente del proceso de mundialización. La reducción presupuestaria de los diferentes Estados, ha dejado la investigación en manos de las empresas privadas, lo que implica importantes consecuencias. El 96% de las patentes del mundo están en manos de los países industrializados lo que supone un obvio encarecimiento del acceso a los productos para aquellos que no poseen dichas patentes y, además, un enorme peligro para aquellos que no tiene posibilidad de acceso a ellas: lo que empieza a estar en juego es el establecimiento de patentes sobre los propios seres vivos

El problema es de tal calibre que lo que está ya en juego es la posibilidad de patentar la propiedad sobre los seres vivos. En un documento presentado por Kenya al Consejo General de la OMC en nombre del Grupo Africano (WT/GC/W/302, con fecha 6 de Agosto de 1999),para su incorporación al proceso de preparación de la Conferencia Ministerial de la OMC en Seattle en relación con la revisión del Acuerdo TRIPs, Artículo 27.3(b), que se refiere a las patentes sobre seres vivos y obtenciones vegetales, documento que ha recibido el apoyo de una declaración conjunta de ONGs, podemos leer: "El proceso de revisión (de este Artículo) debería clarificar que las plantas y animales así como los microorganismos y todos los organismos vivos y sus partes no pueden ser objeto de patente, y que los proceso naturales que producen plantas, animales y otros organismos vivos no deberían tampoco ser patentables". El documento también señala que el Artículo 27.3b de TRIPs, al establecer que es obligatorio conceder patentes sobre los micro-organismos (que son seres vivos naturales) y sobre los procesos microbiológicos (que son procesos naturales), contraviene los preceptos básicos de la legislación de patentes: que las sustancias y procesos que se dan en la naturaleza son un descubrimiento y no una invención, y por tanto no son patentables. Y añade: "Es más, al permitir a los Miembros la opción de excluir o no excluir del ámbito de las patentes las plantas y los animales, el Artículo 27.3b permite que las formas de vida sean patentadas”. No creemos que a nadie se le escape la enorme importancia de estas cuestiones. El documento del Grupo Africano también determina con claridad la orientación que debería darse a la revisión de la parte del Artículo 27.3b que establece que los Miembros han de otorgar protección a las obtenciones vegetales mediante patentes o mediante un sistema sui generis eficaz. El documento afirma que la revisión debería aclarar que los países en desarrollo pueden optar por establecer una legislación sui generis que proteja las innovaciones de las comunidades indígenas y campesinas locales (de acuerdo con el Convenio sobre Diversidad Biológica y con el Compromiso Internacional sobre Recursos Fitogenéticos de la FAO); que permita el mantenimiento de las prácticas agrícolas tradicionales, incluyendo el derecho a guardar y a intercambiar semillas y a vender las cosechas; y que impida la concesión de derechos y prácticas anti-competitivas que amenazan la soberanía alimentaria de los pueblos en los países en desarrollo. Añade que el proceso de revisión debería armonizar el Artículo 27.3b con los requerimientos del CDB y del Compromiso Internacional sobre Recursos Fitogenéticos de la FAO, en los que la conservación y el uso sostenible de la diversidad biológica, la protección de los derechos y del saber de las comunidades indígenas y locales, y el desarrollo de los derechos de los agricultores son tenidos en cuenta debidamente. De hecho, estos puntos responden a lo que la sociedad civil y organizaciones agrarias de todo el mundo vienen reclamando: que no se permita la concesión de patentes sobre obtenciones vegetales, y que un sistema adecuado de protección de los conocimientos sobre la utilización de los recursos biológicos debería proteger el saber de las comunidades locales y debería impedir la apropiación de estos conocimientos por la compañías privadas Esto es lo que se conoce como biopiratería, y ha empezado a prevalecer a medida que se conceden derechos de patente sobre plantas y sobre otros recursos biológicos así como sobre sus usos y sus funciones, conocidos en el saber tradicional, a un número cada vez mayor de compañías multinacionales[18]

 El caso de la investigación y la industria farmacéuticas no es ni menos doloroso, ni menos flagrante. El mencionado informe de la ONU señala que sólo el 0’2% del presupuesto de estas últimas se destina a la investigación de enfermedades como la neumonía, la tuberculosis o distintas enfermedades diarreicas a pesar de que afectan al 18% de la población mundial[19]. Sin entrar a valorar el gasto en investigación orientada a la industria cosmética, no sería justo dejar de mencionar la monstruosa disparidad que existe entre el gasto en investigación de dos enfermedades como son el paludismo y el SIDA en favor de esta última. Por supuesto, no se trata de criticar la investigación sobre el SIDA[20]. Se trata, sobre todo desde una perspectiva comparativa, de hacer notar la casi nula investigación referida al paludismo, aunque esta enfermedad provoque la escalofriante cifra de tres millones de muertos al año, es decir, cada diez segundos muere una persona en el mundo a causa del paludismo. No será éste el momento de entrar más a fondo en la cuestión[21], pero resulta de todo punto obvio que no es rentable invertir en el desarrollo de medicamentos para curar enfermedades que no sólo se localizan casi en exclusiva en países subdesarrollados, por lo que en el primer mundo permanecemos a salvo de las mismas, sino que además, por tratarse de países pobres, no garantizan la obtención de pingües beneficios por parte de la industria farmacéutica.

Y de nuevo hay que insistir en que todos estos procesos siguen agravándose conforme se profundiza en la liberalización de mercados. En 1970 los países del tercer mundo representaban el 40% del comercio internacional. En 1990 esta cifra había caído al 25%. El peso del tercer mundo respecto de la tríada América del Norte–U.E.–Japón no ha parado de disminuir en un comercio mundial que se realiza en un 75% entre los propios países ricos. A este ritmo, el tercer mundo podría no representar en el año 2020 más que un ridículo 5% del comercio internacional.

Ahora bien, de lo dicho podría desprenderse que la mundialización y la globalización financiera estarían provocando “sólo” un incremento en la desigualdad entre países ricos y pobres. Pero el propio Secretario general de la ONU reconocía no hace mucho que el número de pobres se ha duplicado desde 1974 porque “la pobreza no deja de aumentar tanto en los países ricos como en los pobres”. Asistimos a lo que algunos sociólogos anglosajones han definido como la “tercermundización” de las sociedades desarrolladas. En nuestros ricos países se suman a las desigualdades fácilmente cuantificables unas cada vez mayores desigualdades cualitativas. Las clases dirigentes no son ya las mismas, ha nacido una hiperburguesía internacional que vive rodeada de un lujo cada vez mayor y suplanta a la elite vinculada al Estado y a las industrias de base nacional. Los detentadores del poder son ahora los agentes de los propietarios de las acciones. Una burguesía inversora reemplaza a la antigua burguesía productiva y controla cada vez más los media, forzando las tomas de decisión e instaurando un control social casi omnímodo. En consecuencia, las elites económicas y políticas tradicionales se tornan extremadamente sensibles a la corrupción: la “…corrupción política es, en sociedades donde lo electoral sólo puede ser regido desde empresas mediáticas y publicitarias mastodónticas, un puro pleonasmo, una sosa redundancia…La cara oculta del gran espectáculo democrático de las tres últimas décadas del siglo XX es la estricta ilegalidad financiera sobre cuyos cimientos se alzan todos sus agentes. Si, además de ello, algunos de los administradores (en los países del sur, sobre todo) se embolsan personales comisiones, eso no hace más que añadir un apéndice menor al pleonasmo. La corrupción no es Roldán, ni los saqueadores de Hacienda con el carné del PP o del PSOE. La corrupción es el coste real de las gigantescas campañas publicitarias a las cuales ha quedado reducido el juego representativo. Corrupción es política. A quien no le guste eso, que no juegue”[22].

Asistimos, pues, al surgimiento de un nuevo sistema de valores, de otra cultura basada, nos dicen, en la “modernidad”, es decir, en la competencia exacerbada, el individualismo y la negación de los vínculos sociales. Esta hiperburguesía desvaloriza la cultura cívica puesto que los dirigentes de las multinacionales desprecian las consecuencias sociales y políticas de las actuaciones de sus empresas. Para ellos el valor supremo se localiza exclusivamente en la cuenta de resultados finales, en su capacidad de acumulación de capital, es decir, en su capacidad para arruinar a los demás. Ya hemos visto, por ejemplo, cómo el proceso de liberalización ha centrado últimamente sus movimientos tácticos en las fusiones. Pues bien, hace sólo un par de meses podíamos leer en la prensa cómo esos procesos de fusiones habrían provocado un récord de supresiones de empleo en los EE. UU. de Norteamérica, destacando las operaciones de unión en el sector bancario y financiero como los que más empleo han recortado. Casi la misma semana encontramos en otro diario dos noticias una junto a la otra. En la primera se comenta que el beneficio neto consolidado de la banca que opera en España durante el primer trimestre del 1999 ha sido de casi 140 mil millones de pesetas, es decir, un 20’7% más que en el mismo trimestre del año anterior. En la segunda se nos dice que la banca Barclays ha despedido a 6.000 empleados, el 10% de su plantilla en el Reino Unido, y, significativamente, el presidente y director del banco señala como causa “el impacto de la mundialización”.

Así pues, a pesar del indudable progreso económico, a pesar de las buenas cifras que nos ofrecen los parámetros macro-económicos, y que los autodenominados políticos y los media que los sustentan repiten incansables, como si por ello fuéramos a ser todos más felices, la brecha social sigue incrementándose también en el seno de los países del primer mundo.

Nada indica, además, que vaya a producirse una variación en la tendencia. Desde los poderes económicos y financieros se insta a una mayor profundización en los procesos de liberalización de mercados, de flexibilización de la legislación laboral y de destrucción, en última instancia, del Estado del bienestar. Las consecuencias de esto son obvias. Veamos nuevos datos. Si analizamos, como hicimos respecto de los países ricos y pobres, la distribución del ingreso familiar y establecemos la ratio entre el 10% de la población más rica y el 10% de la población más pobre en los países del primer mundo, y a pesar de las dificultades para cuantificar tales extremos[23], veremos claramente cómo queda plasmada la desigualdad social en unas cifras que oscilan entre el 2’72 y el 2’85 de Suecia y Holanda al 5’94 de los EE. UU. de Norteamérica. Si aumentamos el porcentaje de población del 10 al 20%, la ratio oscilaría entre el 4’3 de Japón y el 4’4 de España al 9’6 de Gran Bretaña y Australia y el 9 de los EE. UU. de Norteamérica[24]. Si hablamos de porcentajes de pobreza en diversos países industrializados, encontramos de nuevo a los EE. UU. de Norteamérica como el que posee una cifra más alta de pobreza, un 13’3% sobre el total de la población, siendo, además, el que posee también un mayor porcentaje de familias que han estado en la pobreza por más de tres años, nada menos que un 14’4% (frente, por ejemplo, al 0’4 de Holanda), con el agravante de que si diferenciamos en dichas familias entre caucasianas y afroamericanas, el porcentaje entre las primeras que han permanecido más de tres años en la pobreza desciende al 9’5% pero asciende a un escalofriante 41’5% de las familias afroamericanas[25].

Por tanto, y sin necesidad de seguir recurriendo a cifras, dos conclusiones pueden extraerse sin mayores dificultades. La primera es que las bolsas de pobreza existentes en las sociedades desarrolladas, lejos de disminuir, siguen aumentando. La segunda es que este hecho se relaciona, sin duda alguna, con esa exacerbación del neoliberalismo que denominamos mundialización. No por casualidad los índices de desigualdad se disparan en aquellos países, EE. UU. de Norteamérica y Gran Bretaña, que se convirtieron ya a principios de los 80 en abanderados de la consigna “todo el poder al mercado”. Dos datos más extraídos de la prensa reciente. Primero: según estudios de organismos oficiales norteamericanos, una de cada diez familias de ese país, pasa hambre. Segundo: según un estudio realizado por la London School of Economics, cuatro millones de niños del Reino Unido, es decir, un tercio de los menores de 18 año residentes en uno de los siete países más ricos del mundos,  viven por debajo del umbral de pobreza, y lo que es más importante, esa cifra se ha triplicado en los últimos 20 años. Al hilo de esto nos gustaría comentar ese tan extendido mito que, como suele ocurrir, de tan repetido se llega a asumir como una verdad incontrovertible. Se sostiene que esos dos países, EE. UU. de Norteamérica y Gran Bretaña, son, precisamente por su aplicación estricta de los dogmas neoliberales, auténticos modelos en materia de creación de empleo. No será cuestión de comentar aquí en detalle semejante afirmación. Nos contentaremos exclusivamente con presentar algunos datos que serán suficientes para constatar la tremenda falsedad que se oculta bajo la misma. No haremos, pues, consideraciones cualitativas, que habría muchas que hacer (flexibilidad extrema, indefensión, inseguridad, temporalidad, etcétera) sino meramente cuantitativas. En Gran Bretaña, por ejemplo, la ley que establece la manera como se realiza el cálculo de la tasas de paro ha sido modificada en los últimos tiempos nada menos que 32 veces. Huelga decir que ninguna de esas modificaciones ha tenido como objetivo introducir criterios que pudieran suponer un incremento del número de personas susceptibles de ser incluidas en las listas de parados, sino la búsqueda de subterfugios para, alegando como siempre la necesidad de racionalización de los criterios, reducir las cifras de parados y así, olvidando que no hablamos de cifras sino de personas, cuadrar las magnitudes macroeconómicas y alegar que todo marcha viento en popa[26]. Sin estas modificaciones, o groseras manipulaciones, la tasa de desempleo en Gran Bretaña sobrepasaría el 14%, casi el doble de la tasa oficial y sólo superada en la Unión Europea por España. Por lo que respecta a los EE. UU. de Norteamérica, es cierto que mantienen, como en el caso anterior, una baja tasa oficial de paro, inferior al 5%. Pero no es menos cierto que, sin entrar tampoco aquí en consideraciones cualitativas, existen otros datos que obligan a matizar esa baja tasa de paro. Quizá el más significativo de ellos sea que en dicho país unos dos millones de personas, y entre ellos el 2% de la población masculina en edad de trabajar, está en la cárcel. Alguien dijo, sin duda con exagerada ironía, que en ese país el problema del paro se soluciona metiendo en prisión a los candidatos a parados. Exageraciones a parte, si queremos percatarnos de la magnitud del problema y del poder que está adquiriendo el “complejo industrial carcelario”[27], sólo tenemos que compararlo con datos referidos a España. Hace algunas fechas el Consejo General del Poder Judicial calificaba de insostenible la situación de las cárceles españolas por el importante aumento en el número de reclusos, aumento derivado de la reforma del Código Penal aprobada por el último gobierno de los autodenominados socialistas. La población reclusa en España sería a mediados del presente año 1999 de unas 44.000 personas, es decir, poco más del 0’1% de la población total del país. Pues bien, si extrapolamos los datos tomando en consideración sólo la población activa masculina en España, poco menos de diez millones, nos encontraríamos con que el equivalente en nuestro país a los porcentajes de presos en EE. UU. de Norteamérica nos situaría en 200.000 reclusos, cinco veces más de los realmente existentes. Evidentemente, se trata sólo de un dato, pero si a éste, como decíamos más arriba, añadimos algunos otros más, nos encontramos con una tasa de desempleo en EE. UU. superior al 15%[28].

Pero será ya el momento de concretar un poco más el tema fundamental que nos ocupa. Hasta aquí hemos tratado de explicar las consecuencias de la mundialización, pero sus consecuencias reales, sin dejarnos obnubilar por los cantos de sirena de los que sólo ven una cara de la moneda, la del incremento en la generación de la riqueza, pero que no se molestan en girar la moneda, en preguntarse quién genera y cómo se reparte esa riqueza. Ahora tendremos que preguntarnos qué es la mundialización, cuál su fundamento, su génesis y sus premisas.

 

d) Liberalismo y mercado: Karl Polanyi.

Pues bien, la respuesta acorde con el pensamiento dominante, en la línea de la “obligación moral” mencionada líneas arriba, incidiría en el carácter natural de la mundialización en su conjunto y de la globalización económica y financiera en particular. Según esta concepción, el desarrollo de los intercambios internacionales sería la prolongación natural del crecimiento de las economías nacionales. La historia económica sería, pues, la historia de un movimiento progresivo de integración de los mercados, desde una base local hasta el mercado planetario actual, pasando por los mercados regionales, nacionales e internacionales. La expansión del comercio internacional traduciría la extensión del principio de división del trabajo a escala mundial. Por tanto, todo el proceso seguiría siendo perfectamente natural. En tal sentido, esta concepción de un movimiento económico que se desarrollaría del interior hacia el exterior se apoyaría fácilmente, en primera instancia, sobre las teorías de Adam Smith. Para éste, el fundamento psicológico del análisis económico reside en la propensión natural del hombre “a trocar, cambiar y ceder una cosa por otra”[29]. Esta inclinación natural del hombre exige, en tanto que tal, no ser impedida por alguna prohibición arbitraria por parte de las autoridades políticas o morales, siendo dicha naturaleza humana lo que hace posible la división del trabajo y, por tanto, la eficacia de la producción, base de la riqueza de las naciones (se dice “de las naciones”, no de las personas, lo cual no es sino una sutil manera de enmascarar que se trata de la riqueza de una minoría generada sobre la miseria de la mayoría). En suma, la internacionalización de las economías que concretamos bajo el término “globalización”, no sería más que la continuación natural de un proceso orgánico de crecimiento iniciado a nivel local y del cual la división del trabajo sería su elemento esencial. Según esta concepción tradicional, naturalista podríamos decir, la secuencia de encadenamientos que habría conducido a la formación de una economía internacional podría resumirse esquemáticamente así: en un principio las unidades económicas de base (familias, clanes, pueblos) viven replegadas sobre sí mismas y consumen lo esencial de su producción. La organización autárquica de la producción posibilita, sin embargo, un espacio para el intercambio en el caso de aparición de excedentes. Así se forman los mercados, lugar de circulación de excedentes y a partir de aquí aparecerá pronto la moneda, substituyendo progresivamente al trueque y multiplicando las posibilidades de intercambio. La existencia de los mercados y la difusión de la moneda hacen estallar progresivamente el marco autárquico de la producción doméstica y favorecen la especialización de las actividades, volcándose ahora la producción hacia el mercado y siendo estimulada por el natural afán de beneficio y el no menor egoísmo natural de los hombres. Recuérdese la famosa afirmación de Adam Smith: “No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos proporciona nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad sino a su egoísmo, y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de su conveniencia”[30]. A partir de ahí, la división del trabajo no deja de profundizarse y extiende su red más allá de las fronteras hasta formar un solo mercado planetario.

Ahora bien, esta representación de la génesis de la economía de mercado y de su ineluctable globalización puede resultar muy seductora, aunque sólo sea por su simplicidad aparente. Sin duda es también una explicación muy normalizada. Pero desgraciadamente para los ideólogos del neoliberalismo, no concuerda con lo que se concluye de la investigación histórica y antropológica. Una presentación clara y contundente de ello podemos encontrarla en los trabajos de Karl Polanyi, el cual, ya en 1944, mostraba cómo hasta la revolución industrial la institución del mercado, aunque en sí misma antigua, no jugaba más que un papel secundario en la vida económica de las diferentes civilizaciones. Lo propio de las sociedades precapitalistas desde el punto de vista de la organización económica es que la economía no existe en tanto que esfera autónoma sino que se encuentra sistemáticamente incrustada en las relaciones sociales. De otra manera, el sistema económico, en sus dimensiones de producción y distribución, es administrado no en función de una racionalidad individual fundada sobre la búsqueda del beneficio, sino en función de móviles no económicos entre los que destacan las relaciones de parentesco y las representaciones religiosas. Entenderemos mejor este argumento si nos remitimos a la diferenciación que establece Polanyi entre economía sustantiva y economía formal[31]. Aspecto fundamental en el trabajo de Polanyi fue el análisis del lugar de la economía en la sociedad, es decir, de la relación entre la ordenación de la producción y la adquisición de bienes, por un lado, y el parentesco, la religión y otras formas de organización y cultura, por otro. Como el estudio de estas relaciones trasciende la teoría económica moderna, Polanyi sugirió que se las designara como “economía sustantiva” para distinguirla de la “economía formal”. Así, la palabra “económico” se utiliza en dos sentidos muy diferentes, que habrá que tener en cuenta para evitar caer en el tan común error de pensar que todas las economías, especialmente las primitivas, son simples variaciones de la economía de mercado moderna. Cuando hablamos de economía sustantiva, utilizamos “económico” como sinónimo de “material”. En este sentido, hablar de los aspectos económicos de determinada sociedad es hacer referencia al ordenamiento de la adquisición, producción o uso de bienes materiales o servicios para fines individuales o comunitarios. Por tanto, de seguir este criterio, todas las sociedades serían “económicas” en tanto en cuanto están dotadas de un ordenamiento que rige el aprovisionamiento de los medios materiales de existencia. En sentido formal, por “económico” se entendería “economizar” o “ser económico”, es decir, elegir entre diferentes alternativas que tendrían como objetivo optimizar la producción, el beneficio o la ganancia en el intercambio, o minimizar los costes de producción. El problema es que en la economía capitalista, integrada en el mercado, y en la teoría económica que la legitima, se funden los dos significados de la palabra “económico”. En el capitalismo las instituciones del mercado sirven tanto para proporcionar los medios materiales de existencia como para llevar a cabo las actividades “economizantes” de los que participan en ellas: para ganarse la vida, en sentido estricto, hay que someterse a las reglas del mercado. La economía de mercado es un sistema económico regido, regulado y orientado únicamente por los mercados. Y en el que la tarea de asegurar el orden en la producción y la distribución de bienes es confiada a ese mecanismo regulador, al mercado. En consecuencia, lo que se espera es que los seres humanos se guíen preferentemente por su egoísmo y su ambición con la pretensión de ganar el máximo dinero posible. Así, la verdadera crítica que se puede formular a la sociedad capitalista de mercado no es que se funde en lo económico, puesto que en el sentido que se acaba de indicar toda sociedad, cualquier sociedad lo hace, sino que su economía repose en lo fundamental sobre el interés personal[32].

Pero la economía de mercado es, como decíamos, un caso muy particular desde una perspectiva histórica y antropológica. Semejante organización de “la vida económica es completamente no natural, en el sentido estrictamente empírico de que es excepcional. Los pensadores del XIX suponían que… en su actividad económica el hombre debía tender a adaptarse a lo que ellos describían como una racionalidad económica, y que los comportamientos contrarios a esta racionalidad provenían de una intervención exterior. De aquí se deducía que los mercados eran instituciones naturales, susceptibles de surgir espontáneamente con tal de que se dejase libertad de acción a los hombres”[33]. Las sociedades preindustriales suelen tener economías en las que el modo estructurado de proporcionar los medios de existencia no consiste en instituciones “economizantes”. Y ello porque, contrariamente a las afirmaciones de Smith, en lugar de una predisposición natural al intercambio, en la mayor parte de las civilizaciones nos encontramos con una marcada aversión frente a los actos abiertamente fundados sobre el interés. Si bien no ignoran el mercado, los primeros imperios de la antigüedad y las sociedades primitivas que los precedieron estaban organizados generalmente según principios diferentes, fundados sobre la reciprocidad, la redistribución y la autarquía[34]. De esta manera, la organización del trabajo colectivo testimonia durante largo tiempo la existencia de una división del trabajo totalmente desconectada del surgimiento de una economía de mercado. La formación de excedentes que permite esta división del trabajo no desemboca en el desarrollo de una esfera mercantil sino en la realización de grandes trabajos de infraestructuras y grandes obras arquitectónicas, sobre todo religiosas. En cuanto al desarrollo del comercio, no se puede inferir desde una evolución de los intercambios vecinales y de los mercados locales que se habrían ido interconectando progresivamente ya que no se ha observado históricamente ninguna tendencia de este tipo ni en Europa ni en ningún otro lugar. Por tanto, y siguiendo los trabajos antropológicos de Malinowski y los estudios sobre la economía de la Europa medieval de Henri Pirenne y Max Weber, Polanyi llega a la conclusión de que la institución de una verdadera economía de mercado no fue algo que sucediera de manera natural sino que, muy al contrario, resulta ser obra directa del Estado. Son las monarquías centralizadas de Europa occidental, sobre todo Inglaterra y Francia, las que, a partir del XVII realizaron la unión entre los múltiples mercados locales y el comercio exterior creando progresivamente un mercado interior unificado e integrado. Hasta entonces, una estricta separación existía entre los dos tipos de comercio. En las ciudades los comerciantes internacionales no podían participar del comercio al por menor ya que éste estaba sometido a una estricta reglamentación que protegía los intereses de los productores. Esta reglamentación estaba establecida por las corporaciones conforme a las prescripciones morales de la Iglesia, en particular las que se referían al precio y salario justos. Pero, insiste Polanyi, si el comercio local estaba estrictamente reglamentado, la producción destinada a la exportación no dependía más que formalmente de las corporaciones. La industria exportadora dominante en la época, el comercio de tejidos, estaba de hecho organizada sobre la base capitalista del trabajo asalariado. La reacción de la vida urbana, del comercio local, ante el capital móvil generado por esa industria exportadora no fue intentar controlar el comercio de larga distancia producido por ésta, sino aplicar una forma política de exclusión y protección. De ahí que tenga que ser el Estado el que, a lo largo de los siglos XV y XVI, impusiera el sistema mercantil al encarnizado proteccionismo de ciudades y principados. “El mercantilismo destruyó el particularismo superado del comercio local e intermunicipal haciendo saltar las barreras que separaban estos dos tipos de comercio no concurrencial, dejando así el camino libre a un mercado nacional que ignoraba cada vez más la distinción entre la ciudad y el campo, así como la distinción entre las diversas ciudades y provincias”[35]. Por tanto, el mercantilismo, reducido generalmente en los manuales de economía a una doctrina proteccionista que asimilaba la riqueza a la acumulación de metales preciosos, fue ante todo un vasto movimiento de liberalización del comercio interior impuesto por los Estados-nación surgidos del régimen feudal con el objetivo de poner fin al sistema de protección económica y social de las ciudades. El Estado respondía así a las demandas de los comerciantes internacionales que querían desarrollar sus actividades sobre el conjunto del mercado interior. De esta alianza entre los comerciantes y los Estados nacería el sistema concurrencial de la economía de mercado.

En definitiva, al mito clásico de una extensión espacial de la esfera de intercambio, Polanyi opone una secuencia prácticamente inversa en la cual el mercado como institución gobernante del conjunto de la vida económica y social se origina en el comercio internacional. Desconectado inicialmente de las estructuras económicas internas, el comercio internacional había permitido una acumulación y una concentración de riquezas tales que su movilización por parte de los Estados-nación se convirtió en un asunto fundamental de poder. La conjunción de intereses entre los comerciantes y los príncipes hará posible la formación de mercados interiores sobre los que se gestaría la revolución industrial. A su vez, la introducción de máquinas en la esfera de la producción implicaría la constitución de mercados para los diferentes factores de producción (trabajo, tierra, moneda) cuya continua disponibilidad era indispensable para la rentabilidad de las inversiones. De otra manera, la autorregulación implica que toda la producción esté destinada a la venta en el mercado y que todos los ingresos provengan de ello. Así, existirán mercados para todos los elementos de la industria, para los bienes pero también para el trabajo, la tierra y el dinero cuyos precios serán denominados, respectivamente, precios de mercancías, salario, renta e interés. Mas estos mismos términos indican que los precios forman los ingresos: el interés es el precio de la utilización del dinero y constituye los ingresos de quienes están en condiciones de ofrecerlo; el arriendo es el precio de la utilización de la tierra y constituye los ingresos de quienes la arriendan; el salario es el precio de la utilización de la fuerza de trabajo y constituye los ingresos de quienes la venden; en fin, los precios de las mercancías o de los productos hacen posibles los ingresos de quienes los venden, siendo el beneficio en realidad la renta resultante de dos conjuntos de precios: el de los bienes producidos y, por otra parte, su coste, es decir, el precio de los bienes necesarios para su producción[36]. Pero no sólo deben existir mercados para todos los elementos de la industria, sino que también debe lograrse que no se arbitre ningún tipo de medida o de política que pueda suponer un obstáculo para el buen funcionamiento del mercado. Las únicas medidas, las únicas políticas aceptables serán aquellas que contribuyan a asegurar y a reforzar la autorregulación del mercado, a crear, consolidar y desarrollar las condiciones que hagan del mercado el único poder organizador en materia económica y, por extensión, de todo el resto de materias de la vida social e intelectual que componen la existencia humana. A partir de aquí, los últimos residuos de la sociedad tradicional se rompen y la propia sociedad se convierte en un apéndice del sistema económico quedando a expensas de los designios de un mercado que se entiende autorregulado y autorregulador,

Un mercado autorregulador, sostiene pues Polanyi, exige nada menos que la división institucional de la sociedad en una esfera económica y en una esfera política. Esta dicotomía no es, de hecho, más que la simple reafirmación, desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto, de la existencia de un mercado autorregulador. Se nos quiere hacer creer, mediante la afirmación del carácter natural de ese mercado autorregulador, que esta separación en dos esferas ha existido siempre, en todas las épocas y en todas las sociedades. Pero esta afirmación es manifiestamente falsa. Ni en la historia ni en la etnografía encontramos la más mínima evidencia de ninguna otra economía anterior a la capitalista que estuviera dirigida y regulada por el mercado. Sin duda por ello y porque, añade con ironía Polanyi, los datos que aportaban tales disciplinas en el XIX apuntarían a que la psicología del hombre primitivo parecía ser definida más adecuadamente como comunista que como capitalista, los especialistas del pasado siglo en historia económica ignoraron la economía anterior al momento en que el trueque y el intercambio alcanzaron una amplitud considerable: “la misma prevención que empujó a la generación de Adam Smith a considerar al hombre primitivo como un ser inclinado al trueque y al pago en especie, ha incitado a sus sucesores a desinteresarse totalmente del primer hombre, pues se sabía que éste no se había dedicado a estas loables pasiones. La tradición de los economistas clásicos, que intentaron fundar la ley del mercado en pretendidas tendencias inscritas en el hombre en estado de naturaleza, fue sustituida por una ausencia total de interés por las culturas del hombre no civilizado”[37].

Pero lo que realmente le interesa destacar a Polanyi no es la falsedad de este carácter natural del mercado, sino las consecuencias que tiene para la sociedad su sometimiento a las leyes del mercado, qué transformaciones se producen en la sociedad y, todavía más importante, cómo unas y otras operan sobre las mentalidades de los hombres tras asumir que las leyes del mercado “son las leyes de la naturaleza y, por, consiguiente, las leyes de Dios”. Y en este sentido, el punto más importante que habría que destacar es que el mecanismo del mercado se articula, necesariamente, en torno al concepto de mercancía: el mercado exige la conversión en mercancía de todos los diferentes elementos de la vida industrial así como la existencia de un mercado para cada uno de esos elementos. Por tanto, y con independencia de que no sean en sí mismos mercancías, elementos esenciales como son el trabajo, la tierra y el dinero pasan a ser considerados como mercancías. “Esta ficción, sin embargo, permite organizar en la realidad los mercados de trabajo, de tierra y de capital. Estos son de hecho comprados y vendidos en el mercado, y su oferta y demanda poseen magnitudes reales hasta el punto de que, cualquier medida, cualquier política, que impidiese la formación de estos mercados, pondría ipso facto en peligro la autorregulación del sistema. La ficción de la mercancía proporciona por consiguiente un principio de organización de importancia vital que concierne el conjunto de la sociedad y que afecta a casi todas sus instituciones del modo más diverso. Este principio obliga a prohibir cualquier disposición o comportamiento que pueda obstaculizar el funcionamiento efectivo del mecanismo del mercado, construido sobre la ficción de la mercancía”[38].

El problema es que lo que esto ratifica es el hecho de que la sociedad en su conjunto queda sometida a las exigencias del mercado. Y las consecuencias que de ello se derivan son, sin duda, gravísimas para la sociedad, es decir, para las personas que la configuran. Cuando Polanyi plantea la relación entre economía y sociedad, cuando analiza esa cuestión desde las nuevas características que impone a la sociedad la economía capitalista de mercado surgida de la revolución industrial inglesa, no puede menos que constatar que “una riqueza inaudita iba acompañada inseparablemente de una pobreza también insólita. Los eruditos proclamaban al unísono que se había descubierto una nueva ciencia que no dejaba ninguna duda acerca de las leyes que gobernaban el mundo de los hombres. Y en nombre de la autoridad de estas leyes, desapareció de los corazones la compasión, y una determinación estoica a renunciar a la solidaridad humana, en nombre de la mayor felicidad del mayor número posible de hombres, adquirió el rango de religión secular. El mecanismo del mercado se fortalecía y reclamaba a grandes voces la necesidad de alcanzar su culmen: era necesario que el trabajo de los hombres se convirtiese en una mercancía… los hombres se precipitaron ciegamente hacia el refugio de una utópica economía de mercado”[39]. Pero este “utópica economía de mercado”, esta economía capitalista, plasmada en la revolución industrial, que indudablemente multiplicó la riqueza del hombre, también amenaza seriamente la estructura de la sociedad, radicando esa amenaza precisamente no ya en su carácter industrial sino en el hecho de que sea una sociedad regulada por el mercado. “Nada… más normal (sostienen los teóricos del liberalismo) que un sistema económico constituido por mercados gobernados únicamente por los precios, y una sociedad humana fundada en ellos que aparecía como el objetivo del progreso. Lo importante no era tanto si esta sociedad era o no deseable desde el punto de vista moral, cuanto si era realizable en la práctica por considerar que estaba fundada en características inherentes al género humano”[40].  Pero lo que sí se puede constatar de manera clara es que, en la medida en que el mercado asume el control del sistema económico y la sociedad pasa a ser considerada exclusivamente en tanto que auxiliar del mercado, los efectos sobre la organización de la sociedad en su conjunto son devastadores. En lugar de supeditarse la economía a las relaciones sociales, son  éstas las que deben adecuarse al sistema económico, al mercado. El factor económico excluye cualquier otro tipo de consideración puesto que una vez el sistema económico se articula en instituciones separadas, fundadas sobre móviles determinados y dotadas de un estatuto especial, la sociedad se ve en la obligación de asumir un modo de acción específico que posibilite el funcionamiento del sistema siguiendo sus propias leyes e impida, así mismo, la aparición o la efectividad de todo aquello que pueda suponer un obstáculo para el desarrollo efectivo de dichas leyes. De aquí que sea “justamente en este sentido en el que debe ser entendida la conocida afirmación de que una economía de mercado únicamente puede funcionar en una sociedad de mercado”[41].

 

e) Capitalismo realmente existente.

Asistimos, pues, a la imposición al conjunto de la sociedad de criterios específicamente mercantiles y, en primer lugar y como condición necesaria aunque no suficiente, a la obligada conversión del trabajo del hombre en mercancía. Pero, en este orden de cosas, una economía capitalista de mercado no es socialmente viable. “Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural, e incluso que de hecho decida acerca del nivel y de la utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad. Y esto es así porque la pretendida mercancía denominada “fuerza de trabajo” no puede ser zarandeada, utilizada sin ton ni son, o incluso ser inutilizada, sin que se vean inevitablemente afectados los individuos humanos portadores de esta mercancía peculiar”[42].

Considera, pues, Polanyi que una economía capitalista de mercado con un sistema estricto de laissez-faire, es decir, sin ningún tipo de mecanismo corrector de los graves problemas que ocasiona cuando se le deja actuar con total impunidad, es socialmente inviable. Recordemos que la economía capitalista, y la sociedad capitalista que genera a su imagen y semejanza, se fundamenta sobre la consideración de la búsqueda del máximo beneficio posible y, mediante la conversión del trabajo en mercancía, del miedo al hambre, como criterios rectores de todas sus actividades. A este respecto, no podemos resistir la tentación de reproducir un texto recogido por Polanyi en el que, con la misma pasión que luego se ha tratado y se trata de ocultar, se nos muestra con toda nitidez cómo la intervención externa sobre los mecanismos del mercado es altamente contraproducente pues elimina la coerción económica básica del capitalismo, esa coerción que puede resumirse de manera esquemática así: o tú, que no posees nada excepto tu fuerza de trabajo, la vendes en las condiciones que marca el mercado, o, por supuesto haciendo uso de tu libertad la cual deberá ser siempre protegida, te mueres de hambre. Sólo diez años después de Adam Smith, William Townsend escribía lo siguiente: “El hambre domesticará a los animales más feroces, enseñará a los más perversos la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción. En general, únicamente el hambre puede espolear y aguijonear (a los pobres) para obligarlos a trabajar; y, pese a ello, nuestras leyes, hay que reconocerlo han dispuesto también que hay que obligarlos a trabajar. Pero la fuerza de la ley encuentra numerosos obstáculos, violencia y alboroto; mientras que la fuerza engendra mala voluntad y no inspira nunca un buen y aceptable servicio, el hambre no es sólo un medio de presión pacífico, silencioso e incesante, sino también el móvil más natural para la asiduidad y el trabajo; el hambre hace posibles los más poderosos esfuerzos, y cuando se sacia, gracias a la liberalidad de alguien, consigue fundamentar de un modo durable y seguro la buena voluntad y la gratitud. El esclavo debe ser forzado a trabajar, pero el hombre libre debe ser dejado a su propio arbitrio y a su discreción, debe ser protegido en el pleno disfrute de sus bienes, sean éstos grandes o pequeños, y castigado cuando invade la propiedad de su vecino”[43]. Comprobamos así cómo este sistema capitalista de mercado, que mantiene unas pretensiones de universalidad sin precedentes desde el principio del cristianismo, implica las más altas cotas de perversión y crueldad, una perversión y una crueldad que “radicaban precisamente en emancipar al trabajador, con la explícita intención de convertir en una amenaza real la posibilidad de morir de hambre”[44]. En otras palabras, a lo que conduce dicho sistema capitalista no puede ser más que a la escisión social y a la destrucción del hombre. De ahí que debamos entender todas las grandes convulsiones de este siglo, en particular las de las décadas de los años veinte y treinta, pero también, aunque desde una perspectiva opuesta, las de las postrimerías del siglo, como intentos de responder de una u otra manera a las amenazas reales de destrucción que comporta el capitalismo realmente existente.

No creemos que resulte en exceso esquemático el entender dichas convulsiones como el intento de responder a la pregunta de cómo puede la sociedad recuperar el control de las fuerzas de la economía, un control que fue entregado de manera total y absoluta al mercado autorregulador durante la revolución industrial y la consolidación del modo de producción capitalista. En este sentido, las revoluciones socialistas supusieron un intento de ruptura con este auténtico chantaje al que el mercado tiene sometida a la sociedad en su conjunto –lo que probablemente provocó tanto una consideración dogmática del mercado como mal absoluto, como una incapacidad real para diferenciar el mercado tradicional y el mercado financiero, dos entidades equiparables sólo nominalmente, errores ambos que provocaron consecuencias de todos conocidas–. Ahora bien, también en el seno del propio campo capitalista se produjeron transformaciones de emergencia en unas sociedades capitalistas de mercado que se habían convertido en absolutamente intolerables desde el punto de vista económico y social. Surgen, así, el fascismo y el nazismo, como respuestas del propio sistema capitalista a una situación de crisis aguda del mismo que provoca su abierta puesta en cuestión e, incluso, hace peligrar su propia existencia. En este sentido, es por completo ridícula la afirmación de Fukuyama[45], y de tantos otros voceros del autoproclamado pensamiento único triunfante, según la cual la victoria del modelo neoliberal se fundamenta sobre la derrota de los dos modelos que se le planteaban como alternativos: el comunismo y el fascismo. Estos han desaparecido, dicen, como alternativas sistemáticas viables al capitalismo liberal occidental. La derrota militar del fascismo en la Guerra Mundial y la derrota política y económica del comunismo representada por la caída del muro de Berlín hace ahora diez años, supondrían, pues, el “fin de la historia” en tanto que historia de las ideas y el conocimiento, donde la victoria sería completa, sin prisioneros ni heridos. El triunfo de la democracia capitalista, liberal y de mercado, sobre sus sistemas antagónicos, comunismo y fascismo, es incuestionable, sostiene Fukuyama.

Sin embargo, habrá que hacer algunas matizaciones importantes frente a semejante argumentación. En primer lugar, no deja de ser curioso que se liquide al fascismo con su derrota en la 2ª Guerra. Esto implica, evidentemente, la no consideración del fascismo posterior al 45 no ya sólo como permanente substrato en las “democracias liberales”, pedirle eso a Fukuyama sería excesivo, sino ni siquiera en sus más criminales actuaciones a lo largo y ancho del planeta, desde América central y del sur hasta Sudáfrica o Indonesia. La razón probable de este olvido sería, por lo que respecta a esos últimos casos, que estaríamos hablando del “patio trasero”, de la periferia, de esos países cuyos acontecimientos no interfieren en la democracia liberal occidental, aunque sea ésta la que los propicia y se beneficia de ellos. Por lo que atañe al substrato fascista en las propias democracias, esto nos llevaría al segundo, y más importante, matiz antes señalado. Si se dice que el comunismo ha fracasado sería en tanto que él mismo se presentaba como sistema económico alternativo al capitalismo. Pero presentar al fascismo como modelo alternativo al sistema capitalista de mercado es una burla sangrante, es seguir queriendo hacernos comulgar con ruedas de molino. El fascismo no es un sistema económico alternativo al capitalismo, sino la respuesta política, económica y cultural del capitalismo en tiempos de crisis. Es la respuesta violenta del capital ante su radical puesta en cuestión. Fascismo y democracia liberal son dos caras de una misma moneda, de un mismo sistema, no dos sistemas antagónicos. Con independencia de lo que podrían ser declaraciones programáticas, es históricamente indudable que el fascismo implica la toma directa y sin mediaciones del poder, a todos sus niveles, por parte del capital, ese capital que se ve en peligro y reacciona defendiéndose de manera abiertamente criminal. Y cuando el peligro desaparece, la situación se normaliza, se democratiza: podemos volver a codificar la violencia. Se trata, por tanto, de dos caras de una misma moneda que se enseñan de forma alternativa según convenga, es decir, según lo exijan en cada momento concreto las condiciones para una óptima acumulación de capital.

Es cierto que, en esta fase de subsunción real del trabajo en capital en la que ya no es precisa la violencia de la acumulación originaria, la acumulación de capital alcanza su grado óptimo en condiciones de “democracia-liberal”, donde la violencia queda enmascarada bajo formas puramente ideológicas y la alienación alcanza cotas de pesadilla: “…en esta fase formalizada de la norma-capital, en la que ninguna violencia exterior es ya ontológicamente necesaria, es el propio proletario quien, cada noche, dará cuerda al despertador que lo pondrá en pie para volver, cada mañana, a la puerta de la misma fábrica. Esa es la verdadera dictadura de la burguesía. Lo demás es anécdota. Él sólo marcará los gestos de su muerte cotidiana, las condiciones materiales de su servidumbre incuestionada a la relación que, bajo la forma mistificadora del salario, lo mantiene en vida y reproduce su identidad. Con un poco de suerte, hasta se sentirá feliz de poder hacerlo. Y, si no, para eso están los psiquiatras”[46]. En esta coyuntura hasta se permiten el alarde de amenazar con la prisión a aquellos que utilizaron en su momento para llevar a cabo el trabajo sucio de eliminar a los que ponían en peligro el proceso de expolio que exige la acumulación de capital. No obstante, también es cierto que si las circunstancias lo exigen, si, por ejemplo, reaparecen con fuerza esos planteamientos colectivistas que se dan, a Dios gracias, por finiquitados o si, otro ejemplo, aquellos que sólo padecen las consecuencias del expolio pero no disfrutan de las ventajas del proceso de acumulación no comprenden que esta situación es inherente al propio proceso de acumulación y, por el contrario, se obcecan en pretender entrar a formar parte del primer mundo, sin duda volverá a surgir del armario —¿no lo está haciendo ya?— la otra cara, la cara más crudamente salvaje del capital, el fascismo.

Comunismo y fascismo no han sido, en todo caso, las únicas transformaciones de emergencia ante la implacable lógica del mercado autorregulador. Sin duda el “New Deal”, el keynesianismo, la socialdemocracia de postguerra, serían intentos de introducir determinados factores de intervención sobre los mecanismos del mercado, intentos de construir un “capitalismo con rostro humano”, de conseguir liberar a los hombres de su esclavitud del proceso económico. Durante demasiado tiempo se habrían considerado las cuestiones económicas como cuestiones finales y habría llegado ya el momento de retrotraer la economía al estatuto de un medio para fines humanos verdaderos, unos fines que son sociales y no económicos. Es de esta manera que se habla de “democracia capitalista”, o de “capitalismo democrático”, y se la considera como la única forma de organización social, como el único sistema económico y político, que puede hacer compatibles las exigencias “naturales” del mercado, con su corolario de riqueza y progreso técnico y material, y la libertad y la felicidad de los hombres. No obstante, no estaremos afirmando nada novedoso si recordamos que en esa expresión, “democracia capitalista”, pervive una contradicción en los términos ya que incluye dos sistemas opuestos[47]. Hablamos en primer lugar, aunque con excesiva frecuencia se recurra a todo tipo de eufemismos, de capitalismo, y éste es, se quiera ocultar o no, un sistema que exige, que tiene como condición ontológica, la existencia de una clase relativamente pequeña de gente que posea y controle los medios de la actividad industrial, comercial y financiera, así como la mayor parte de los medios de comunicación, por no decir todos. Por tanto, esta gente ejerce una influencia por completo desproporcionada sobre la política y la sociedad, tanto en sus respectivos países como allende sus fronteras. Por otro lado, hablamos de democracia, la cual se basaría en la negación de esa supremacía y requeriría, por tanto, una igualdad de condiciones que el capitalismo repudia por su propia naturaleza, por su propia definición. Dominación y explotación son palabras desagradables que no suelen entrar en el vocabulario habitual de nuestros políticos o nuestros media, pero que están en el centro de la democracia capitalista liberal e inextricablemente vinculadas a ella: forman parte de su propia esencia.

A excepción de algunos iluminados trasnochados, no suele recordarse, probablemente no sea de buen tono ni políticamente correcto, que el capitalismo es un sistema basado en el trabajo asalariado. Éste se definiría, de manera simple, como el trabajo efectuado por un asalariado en beneficio de un empleador privado el cual estaría facultado, por el mero hecho de poseer y controlar los medios de producción, para apropiarse y disponer de cualquier excedente que produzca el trabajador. Los empleadores, los empresarios, están constreñidos, en condiciones de democracia liberal, por diferentes presiones que limitan su libertad para tratar con los trabajadores como quieran o para disponer de los excedentes que extraen. Pero estas limitaciones simplemente cualifican su derecho a extraer un excedente y a disponer de él, un derecho que no es, como decíamos, casi nunca cuestionado puesto que se considera un derecho natural, de la misma manera que, en su momento, se consideró natural el trabajo esclavista.

Por supuesto, el trabajo asalariado no es el trabajo del esclavo, pero implica, dice Miliband, una relación social que desde una perspectiva socialista, igualitaria si se quiere, es moralmente aberrante: nadie debería trabajar para el enriquecimiento privado de otro, sobre todo cuando ese trabajo se realiza  sobre la conversión en amenaza real de “la posibilidad de morir de hambre”. Los países del socialismo real y su experiencia “comunista”, demostraron que la propiedad pública de los medios de producción no es garantía suficiente para la eliminación de la explotación y que, desde luego, no hay ni de lejos una desaparición automática de la misma. Pero la explotación bajo propiedad pública es una deformación puesto que un sistema basado sobre la propiedad pública de los medios de producción ni descansa sobre la explotación, ni la exige. Bajo condiciones de un control democrático, social, proporciona las bases para la asociación libre y cooperativa de los productores. Por contra, bajo condiciones de propiedad privada de los medios de producción, el objetivo fundamental de la actividad económica es la explotación. En dichas condiciones, una actividad económica que no desembocara en el enriquecimiento privado de los detentadores del poder ecónomico, y por extensión político, carecería por completo de sentido.

Tenemos que ser perfectamente conscientes de esto, porque si no, los árboles, y numerosos jardineros hay cuya función es precisamente ésa, no nos dejarán ver el bosque. Es desolador leer cómo responde una prestigiosa ONG frente a la inquietud de un miembro de la misma ante la posibilidad de que las prendas de vestir que la organización vende como promoción y para obtener algunos ingresos extras fueran “fabricadas en el Tercer Mundo y, seguramente, a través de la explotación de mano de obra infantil” –llama la atención que al preocupado comprador le asalte esta duda porque las prendas “no son de buena calidad”– La ONG contestaba en su revista mensual que, asumiendo dicha preocupación, habían firmado un convenio con la empresa que garantiza que los productos han sido fabricados en España e incluye además “una cláusula en la que la empresa se compromete a la no explotación (en cualquiera de sus formas) de los trabajadores”. ¿Ignorancia o ingenuidad?. Dominación y explotación, insistiremos, son consustanciales a la empresa capitalista. Podrán ser salvajes o solapadas, brutales o moderadas mediante argucias ideológicas, utilizar mano de obra infantil y en condiciones de semi-esclavitud o permitir la actuación de sindicatos de clase, pero son inherentes al capitalismo, inseparables de un sistema capitalista que exige, que tiene como condición necesaria, aunque ni siquiera suficiente[48], la conversión del trabajo humano en mercancía, esto es, la consideración mercantilista de la satisfacción de la más básica de las necesidades de los seres humanos: el derecho a subsistir[49].

En definitiva, la democracia capitalista implica una limitación de la propia democracia, puesto que no va a cuestionar seriamente el poder, la propiedad, los privilegios, de los detentadores del poder económico y político. El hecho cierto es que en los regímenes democrático-capitalistas, los procedimientos democráticos están manipulados por las elites y por los aparatos políticos y medios de comunicación que controlan.  En estos regímenes los procedimientos democráticos son un simulacro de una democracia por completo viciada a consecuencia del contexto capitalista en que funciona. A este respecto, y en el ya citado artículo, Miliband menciona un trabajo en el que se definen las elecciones como ”una válvula de escape, un interludio en el que los humildes podían sentir un poder que en otros momentos les era negado, un poder que era sólo ilusorio. Y era también un ritual legitimador, un rito mediante el cual el populacho renovaba su consentimiento a una estructura oligárquica del poder”[50]. Se nos aclara que se está hablando de la América colonial, pero ¿sería alguien capaz de negar la absoluta y total pertinencia de esta descripción  por lo que respecta a la situación en la que nos encontramos en los albores del nuevo siglo?.

 

f) Mundialización, globalización y capitalismo.

Pero la prueba más evidente de la contradicción que venimos destacando respecto de la democracia liberal la encontramos precisamente en los propios procesos de mundialización y globalización. Tal y como ya hemos planteado, lo que dichos procesos implican no es más que el abandono de los intentos por conseguir esa cuadratura del círculo que es un capitalismo con rostro humano. Tras la aplastante victoria obtenida hasta el momento por el capital en el campo económico, político y, sobre todo, ideológico, ya no son precisos maquillajes. Y si de muestra vale un botón, tonto pero significativo, podemos traer a colación en este punto lo sucedido con Oskar Lafontaine. Éste, a la sazón ministro de economía alemán y representante del sector “izquierdista” del partido socialdemócrata de su país, se vio en la necesidad de dimitir de su cargo ministerial y como presidente del partido ante la profunda desconfianza y hostilidad que provocaban sus planteamientos, unos planteamientos que, en el mejor de los casos, podían ser calificados como keynesianos. Lo que ocurre es que, hoy por hoy, incluso el keynesianismo es considerado un grave peligro por el neoliberalismo triunfante, un pensamiento vetusto, obsoleto e inaplicable. Quizá por eso, hasta el diario El País expresaba en sendas editoriales su indisimulada alegría ante la desaparición política de un personaje “anacrónico” y la “rectificación a tiempo” efectuada por el canciller alemán[51]. La exigencia de liberalización ya no admite más trabas que las meramente propagandísticas cuando llega la hora de la farsa mediático-electoral. Ya lo dicen hasta esa especie de reedición de pareja cómico-dramática, tipo el gordo y el flaco pero en versión el sonrisas y el serio, que son Blair y Schröeder, los cuales inician ese patético ejercicio espiritual de “Padre-perdónanos-nuestros-pecados“ denominado Tercera vía, con la máxima: “Menos regulación y más flexibilidad. La regulación es el enemigo de nuestro éxito. Hay que empequeñecer el Estado, hay que disminuir el gasto público, hay que reducir drásticamente los impuestos, esos impuestos cuyo sentido primordial era el de redistribuir la riqueza, hay que liberalizar más aún el mercado de trabajo eliminando todas aquellas medidas que tenían como objetivo la defensa de la parte, por definición, más débil. En suma, hay que liquidar aquello que se denominó Estado del bienestar, el cual, ahora se demuestra con total nitidez, no era un elemento natural en la evolución del proceso de acumulación de capital, del capitalismo, sino una argucia táctica de respuesta frente a la existencia de un sistema alternativo al capitalista que se erigía, quizá de manera más nominal que real, sobre los excesos, injusticias y peligros de ese mercado autorregulador denunciado por Polanyi. Los límites a la dominación y la explotación que significaba el Estado del bienestar en el primer mundo, fueron el resultado de una incansable lucha, de una incesante presión desde abajo para ampliar los derechos políticos, cívicos y sociales limitando el carácter hegemónico y depredador del mercado autorregulador, frente a los esfuerzos hechos desde arriba para erosionar tales derechos al considerarlos como trabas intolerables al desarrollo natural del mercado. Así pues, desaparecida la alternativa, desaparecen los tapujos: dejémonos de regulación, vía libre a la flexibilidad.

Ahora bien, es rigurosamente cierto que, desde esta perspectiva, la mundialización no designa nada nuevo, nada particular, nada específico. Desde sus orígenes la mundialización es la dimensión esencial del propio modo de producción capitalista. Ya en el Manifiesto Comunista, Marx y Engels avanzaban un diagnóstico de la mundialización capitalista[52]. El capitalismo, decían entonces, está desarrollando todo un proceso de unificación no sólo económica sino también cultural del mundo para remodelar éste en función de sus propios intereses: “mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía dio un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran pesar de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional (…) En lugar del antiguo aislamiento de las regiones y naciones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material, como a la producción intelectual[53]”. Tengamos muy presente esta frase. Marx y Engels no se están refiriendo únicamente a la imposición de una forma específica de organización económica, ni a unos meros procesos de desarrollo de la acumulación de capital, es decir, de lo que hemos denominado globalización. Están mencionando también los procesos de dominación cultural e ideológica que desarrolla ese determinado modo organizar la sociedad en su conjunto que es el capitalismo. Y son perfectamente conscientes de los medios que la dominación hace suyos en su propio provecho: “Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación (la burguesía) obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza”[54]

Por tanto, es la misma dinámica de la acumulación capitalista la que conduce a la mundialización. En otros escritos posteriores y analizando la tendencia histórica de la acumulación capitalista a la vez que tratando de explicar su génesis histórica, Marx, tras considerar el vandalismo de la acumulación originaria del capital, continúa diciendo: ”No bien ese proceso de transformación ha descompuesto suficientemente, en profundidad y en extensión, la vieja sociedad; no bien los trabajadores se han convertido en proletarios y sus condiciones de trabajo en capital; no bien el modo de producción capitalista pueda andar ya sin andaderas, asumen una nueva forma la socialización ulterior del trabajo y la transformación ulterior de la tierra y de otros medios de producción en medios de producción socialmente explotados, y por ende en medios de producción colectivos, y asume también una nueva forma, por consiguiente, la expropiación ulterior de los propietarios privados. El que debe ahora ser expropiado no es ya el trabajador que labora por su propia cuenta, sino el capitalista que explota a muchos trabajadores. Esta expropiación se lleva a cabo por medio de la acción de las propias leyes inmanentes de la producción capitalista, por medio de la concentración de capitales. Cada capitalista liquida a otros muchos. Paralelamente a esa concentración, o a la expropiación de muchos capitalistas por pocos, se desarrollan en escala cada vez más amplia…el entrelazamiento de todos los pueblos en la red del mercado mundial, y, con ello el carácter internacional del régimen capitalista. Con la disminución constante en el número de los magnates capitalistas que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de trastocamiento, se acrecienta la masa de la miseria, de la opresión, de la servidumbre, de la degeneración, de la explotación”[55]. En efecto, y de nuevo Marx,: “La tendencia a crear el mercado mundial viene dada inmediatamente en el concepto de capital. Todo límite se presenta como un límite a superar. Ante todo, el capital tiene la tendencia a someter todo momento de la producción al cambio y a negar la producción de valores de uso inmediatos, que no entran en el cambio, es decir, tiene la tendencia a colocar precisamente la producción basada sobre el capital en lugar de modos de producción anteriores y, desde su punto de vista, primitivos. El comercio ya no se presenta aquí como una función que tiene lugar entre producciones independientes para el cambio de su excedente, sino como un presupuesto esencial omnicomprensivo y como un momento de la producción misma”[56]. El carácter mundial del modo de producción y del intercambio capitalista queda, pues, afirmado sin ambages. Y el mercado mundial no es concebido como una yuxtaposición de mercados nacionales, sino como la dimensión propia del régimen capitalista. De ahí que sea del propio concepto de capital que se deriven lógicamente dos características. En primer lugar la tendencia a hacer saltar todos los obstáculos que puedan oponerse a la expansión ilimitada del modo de producción capitalista. En segundo lugar, la necesidad de proceder a la liquidación de todo aquello que pueda haber todavía de arcaico en la sociedad dominada por las relaciones capitalistas.

Podemos, pues, concluir que el modo de producción capitalista es mundial, y lo es no como resultado de una determinada evolución o de una determinada coyuntura, sino desde su mismo origen. Más claro: la mundialización es el modo de producción capitalista puro. Así, lo que se llama mundialización no tiene sentido más que si por ella entendemos la aniquilación de los últimos sectores que todavía escapaban a la dominación del capital. En este sentido, lo que caracterizaría el momento actual no sería el alcance mundial del capital, sino la manera concreta en que se impone. Asistimos a un recrudecimiento de los conflictos de clase, de manera más clara y descarnada en el seno de los países subdesarrollados o en vías de desarrollo y, a un nivel más general, entre éstos y los países del primer mundo. Pero este mismo recrudecimiento lo encontramos también en estos últimos países, concretado en la disminución de los beneficios sociales que se establecieron, fruto de la presión social, a la sombra de ese capitalismo con rostro humano asociado al Estado del bienestar Y, a pesar de los ímprobos esfuerzos que se hacen en contrario, la percepción del hecho es cada vez mayor. Una muestra significativa: unos años, en diciembre de 1997, el Frankfurter Allgemeine Zeitung, diario poco sospechoso de no ser adepto al régimen neoliberal, publicaba una encuesta y contrastaba los datos con los obtenidos en 1980. En ambas ocasiones se instaba a los alemanes a que escogieran entre las dos afirmaciones siguientes: “Hoy por hoy la lucha de clases está superada. Empresarios y trabajadores deben entenderse como socios” y “Es justo hablar de lucha de clases. Empresarios y trabajadores tienen en el fondo intereses por completo incompatibles”. Pues bien, en 1980 el 58% de los ciudadanos de los ciudadanos de la entonces RFA optaron por la primera afirmación y sólo un 25% se inclinaron por la segunda. En 1997, transcurridos 7 años desde que cayera el muro y fuera decretado el fin de la historia, las tornas se han invertido: si bien el 41% seguían considerando superada la lucha de clases, un 44% opinaba ahora que la lucha de clases está a la orden del día. Y en los estados de la antigua RDA los partidarios de la lucha de clases ascendían al 56% frente al 26%[57]..

Es cierto que la situación actual podría resumirse brevemente así: “lo que está sucediendo a la mayoría de las economías y países capitalistas de todo el mundo es comparable a los procesos que tuvieron lugar a mediados del siglo XIX: un crecimiento a gran escala del capital acompañado por un aumento del desempleo, la pobreza, el crimen y el sufrimiento humano en general”[58]. Quizá por eso, y frente a aquellos que quieren arrinconarlo en el vertedero de la historia, el pensamiento marxista, como hace 150 años, se presenta hoy como de todo punto pertinente a la hora de entender los procesos referidos de globalización y mundialización, demuestra su pertinencia a la hora de tratar de analizar y, por tanto, entender la realidad que se nos impone. Y ello no sólo por lo que sin duda fueron auténticas anticipaciones, por parte de Marx y Engels, de la tendencia futura del proceso de acumulación capitalista, sino también por la larga lista de autores que supo ver con posterioridad a éstos la dinámica interna que llevaba al capitalismo a la mundialización. Por ejemplo, como afirma Vidal Villa, “los nombres de R. Hilferding, K. Kautsky, Rosa Luxemburgo, N. Bujarin y Lenin, están indisolublemente unidos a esta premonición del futuro capitalista mundial. Sus aportaciones, efectuadas en agria polémica entre sí –por ejemplo, Lenin y Bujarin contra Kautsky; Lenin contra Rosa Luxemburgo–, siguiendo la tónica polemizadora de la época…mantienen hoy una vigencia considerable, con una agudeza y lucidez imposible de encontrar en ninguno de los economistas burgueses contemporáneos de ellos”[59].

Pero es obvio que no podemos contentarnos con mantener una postura del tipo ya-lo-decía-yo. No basta con remitir la situación actual a la de hace un siglo y afirmar que no hay nada nuevo bajo el sol, que, en definitiva, se trata de capitalismo, del capitalismo realmente existente, con sus secuelas de explotación, dominio y miseria de los más en beneficio exclusivo de unos pocos. Y no basta porque la situación actual es real y potencialmente más grave que la de hace un siglo. Alguien dijo hace unos años que cuando, tras la caída del muro, los trabajadores de los países del este de Europa se manifestaron enarbolando pancartas en las que se leía “proletarios de todos los países, perdonadnos”, y a pesar de lo loable que podía ser la proclama en sí misma, no eran en absoluto conscientes de las consecuencias que la desaparición de la única alternativa, real o ficticia, al capitalismo iba a tener para los proletarios de todo el mundo, incluidos ellos. En este punto, no podemos resistirnos a mencionar el informe elaborado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo respecto del coste que ha tenido el proceso de transición, aunque el propio informe reconoce que semejante término de “transición” es un mero eufemismo para ocultar un mero proceso de depresión económica, sobre los países del que fuera llamado socialismo real, sobre todo en la antigua Unión Soviética. El informe de la ONU establece siete apartados en los que concreta el coste humano de esa presunta transición: la caída en picado de la esperanza de vida, que entre la población masculina de Rusia pasó de 62 a 58 años; el incremento de la tasa de mortalidad, debido a la extensión de enfermedades como el SIDA y la sífilis, cuya incidencia se ha multiplicado por 15 en los últimos años y a la reaparición de otras enfermedades antes erradicadas; el empobrecimiento de la población, Rusia es hoy un 42% más pobre que en 1990, Tayikistán un 67’3% y, en conjunto, el porcentaje de población bajo el umbral de la pobreza pasó del 4% de 1989 al 32% en 1994, es decir, en sólo 15 años la población bajo el umbral de pobreza pasó de 13’6 millones a 119’2 millones en sólo 5 años; el impresionante aumento de las desigualdades entre ricos y pobres y entre hombres y mujeres; la destrucción del sistema educativo, con unos presupuestos hoy 50% inferiores a los de URSS, el espectacular aumento del desempleo y una pérdida de poder adquisitivo que implica que, por ejemplo en Moldavia, la capacidad de compra de un salario medio equivaldría al que tenía en 1967. El resultado final de todo esto queda establecido en el informe de la ONU en lo que se denomina “la desaparición en las estadísticas de población de 9’7 millones de personas que hubieran sobrevivido si no se hubiera producido una deserción política del Estado”[60]. En otras palabras, y para que entendamos correctamente lo que se nos quiere indicar mediante un nuevo eufemismo: casi 10 millones de personas han muerto en los países que componían la URSS a consecuencia del proceso de transición al capitalismo. No importa. Son sólo unas pocas víctimas más que agregar al Libro negro del liberalismo.

Pero la situación, tal y como ya hemos reiterado más arriba, no se circunscribe tan sólo a estos países. Es una situación global, mundial, que corre el riesgo de agravarse cada vez más. “En efecto, jamás el capital ha tenido tanto éxito como hoy, a finales del siglo XX, en ejercer un poder tan completo, absoluto, integral, universal e ilimitado sobre el mundo entero. Jamás en el pasado había podido, como actualmente, imponer sus reglas, sus políticas, sus dogmas y sus intereses a todas la naciones del globo. El capital financiero internacional y las empresas multinacionales nunca antes habían escapado al control de los estados y las poblaciones concernidas. Jamás hasta ahora había existido tan densa red de instituciones internacionales –como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Internacional del Comercio– consagradas a controlar, gobernar y administrar la vida de la humanidad según las estrictas reglas del libre comercio capitalista y del libre beneficio capitalista. En fin, jamás, en ninguna época, todas las esferas de la vida humana –relaciones sociales, cultura, arte, política, sexualidad, salud, educación, deporte, diversión– habían sido, como hoy, tan completamente sometidas al capital y tan profundamente inmersas en las ‘glaciales aguas del cálculo egoísta’”[61].

Es urgente, pues, articular una respuesta; es preciso elaborar alternativas ya que no basta con constatar los problemas. Aunque esta constatación tenga que ser un paso previo fundamental para poder echar a andar, en la medida en que sólo el análisis adecuado de los problemas y de su raíz puede ofrecernos la posibilidad de su superación real más allá de meros retoques cosméticos. Mientras tanto, sin duda, hay cosas que hacer. “Para hacer frente de manera efectiva al proceso de globalización, deben construirse urgentemente puentes de solidaridad obrera internacional y es preciso contemplar al Estado como la palanca que posibilitará el cambio. Los movimientos sociales que trabajan a favor de un cambio radical deben rechazar la distinción entre Estado y sociedad civil, puesto que dicha distinción ya no existe: el capitalismo prospera a costa de explotar al estado…La ideología de la ‘política de identidad’ y la política multicultural (fenómenos más emparentados con el capitalismo contemporáneo que con la subversión) debe combinarse con una política de clase. Además, la economía nacional ha de ser considerada como el punto de partida de todo enfrentamiento político contra la globalización del capital. La retórica de la globalización, que sirve para reducir los salarios hasta los niveles más bajos al tiempo que promueve la importación de productos manufacturados por mano de obra barata, debe contrarrestarse mediante una estrategia que impida la transferencia de los beneficios locales hacia el exterior. Medidas que abarcan desde el control de los capitales hasta la expropiación rotunda pueden ser las piezas clave para la reconstrucción de una mano de obra que esté en condiciones de luchar en un campo de batalla igualado. Nos parece obligatorio que todas las fuerzas progresistas y la clase trabajadora protagonicen esta clase de respuestas”[62]. Pues bien, aunque haya a quien le resulte difícil de creer, no son pocos los grupos, los colectivos, las personas que trabajan en el día a día por avanzar en la articulación de respuestas, de alternativas. Podemos decir, como hiciera antaño Galileo y aunque ahora como entonces parezca tan sorprendente como alejado de una realidad que se nos vende como inamovible y definitiva, “…y sin embargo se mueve”.



[1]  Cfr. Ignacio Ramonet  La tiranía de la comunicación  Ed. Debate: Madrid, 1999.

[2]  A. Van den Eynde  Globalització. La dictadura mundial de 200 empreses   Edicions de 1984: Barcelona, 1999  pág. 14  datos extraídos del Informe de la Organización Mundial del Comercio, 1995

[3]  Fortune   New York, 5 de agosto de 1996. Recogido en F. Clairmont  Doscientas sociedades controlan el mundo en I. Ramonet (ed)  Pensamiento crítico versus pensamiento único Ed. Debate: Madrid, 1998  pág. 41

[4]  Declaraciones de Daniel Bernard, presidente director-general de Carrefour comentando la última, sin duda ya la penúltima, fusión entre dos grandes empresas, en este caso en el ámbito de las grandes superficies comerciales.

[5]  A. Van den Eynde  op. cit. pág. 21

[6] Cfr. George Ritzer  La Mcdonalización de la sociedad : un análisis de la racionalización en la vida cotidiana Ed. Ariel: Barcelona, 1996

[7] La única excepción significativa a este fenómeno son, junto con algunos pequeños países del Caribe, los EE. UU. de Norteamérica donde durante largo tiempo se despreció el fútbol mientras se intentaba imponer al resto del planeta sus propios deportes, o mejor, sus versiones “Mcdonalizadas” de algunos deportes. No lo consiguieron y, por el contrario, hay algunos datos que indican un cierto cambio de tendencia aunque quizá ésta deba entenderse desde el cada vez mayor peso de la creciente presencia hispana en ese país. En todo caso, para un análisis pormenorizado del fenómeno del fútbol en general y una mejor comprensión de las tesis que vinculan esa conversión del fútbol en deporte mundial con el declive de los EE. UU. de Norteamérica como potencia hegemónica mundial, pueden consultarse los números 30 y 39 de la revista Manière de voir titulados Le sport c’est la guerre y Football et passions politiques

[8] Seguimos aquí el razonamiento de Denis Collin en La fin du travail et la mondialisation  Ed L’Harmattan: Paris, 1998. Se trata, en nuestra opinión, de un excelente texto del que somos deudores en no pocos aspectos.

[9]  Hacemos referencia al libro del mismo título de Marco Revelli (Turín, 1996) donde se plantea la existencia de dos derechas que dominan casi por completo el panorama político, fundamentalmente el “democrático-liberal-occidental”. Una intenta hacerse pasar y presentarse a sí misma, con la pertinente complicidad de los media, como izquierda pero, en realidad, se trata de una derecha tecnocrática, mientras que la otra es simplemente una derecha populista. Ahora bien, no se derive del hecho de que la parte más significativa, cualitativamente hablando, de la izquierda política se haya rendido sin ambages frente a la derecha social y económica, que hayan desaparecido las diferencias reales entre ambas perspectivas, entre ambas concepciones del mundo. Pueden consultarse Norberto Bobbio Derecha e izquierda  (Ed. Taurus: Madrid, 1998), sobre el mantenimiento de la pertinencia de las denominaciones de “derecha” e “izquierda” e Ignacio Ramonet (ed) Pensamiento crítico versus pensamiento único Ed. Debate: Madrid, 1998 sobre la posibilidad de un pensamiento crítico frente a la uniformidad del pensamiento único.

[10]  Peter Martin “Una obligación moral” Le Monde Diplomatique junio 1997

[11] Cfr. Denis Collin  op. cit. pág. 111-112

[12] Cfr. Immanuel Wallerstein  El capitalismo histórico  Ed. Siglo XXI: Madrid, 1988 y E. Balibar e I. Wallerstein Raza, nación y clase Ed. Iepala: Santander, 1991

[13] Peter Sutherland  Presidente de Goldman Sachs International (banco de negocios) y ex-director del GATT, Le Monde, 7 de agosto de 1998

[14] Helmut O. Mancher  Presidente general de Nestlé y Presidente de la Cámara de Comercio Internacional hasta octubre de 1998

[15]  Cfr. Ignacio Ramonet “Socialconformismo” Le Monde Diplomatique (edición española) abril 1999

[16] James K. Galbraith “The Crisis of Globalization” Dissent, summer 1999  pág. 13

[17] Cfr. Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), 1998

[18]  Un claro ejemplo de las actitudes de la grandes multinacionales agroalimentarias a este respecto lo tenemos en la última arma que han desarrollado y a la que han denominado “Terminator”, nombre bastante explícito. Se trata de unas semillas modificadas genéticamente para esterilizarlas y así obligar a los agricultores a renovar su stock cada año.. No obstante, y a la vista de las airadas protestas de consumidores y agricultores, la multinacional Monsanto, líder mundial de las biotecnologías vegetales, anunciaba el 4 de octubre pasado su decisión de renunciar a la venta de semillas esterilizadas por modificación genética. Cfr. Catherine Vincent “Terminator, la nouvelle arme des multinationales agroalimentaires”  Le Monde. Dossiers & Documents  nº281 noviembre de 1999

[19] Cfr. Frederic Moser “Recrudescence des épidemies et contrainte extèrieures. Une inquiétante régression du droit à la santé dans le tiers-monde” Le Monde Diplomatique noviembre 1993, pág. 24-25.

[20] Aunque no son pocos los que opinan que también aquí priman criterios mercantiles y de competencia entre laboratorios farmacéuticos antes que la propia salud de los enfermos.

[21] Cfr. Mohamed Larbi Bouguerra “Pays et peuples du Sud en quête de leurs droits. Grandes manoeuvres à propos d’un vaccin” Le Monde Diplomatique julio, 1994  pág. 26-28.

[22]    Gabriel Albiac El Mundo  8 de noviembre de 1999.

[23] Cfr. Vicenç Navarro  “Calidad de vida y desigualdad social” El País, 3 de septiembre de 1999. Las cifras que siguen han sido extraídas del libro del mismo autor Neoliberalismo y estado del bienestar  Ed. Ariel: Barcelona, 1997.

[24] Estas últimas cifras corresponden al ya mencionado PNUD del año 98. Como señala V. Navarro en el artículo citado en la referencia anterior, este informe no puede ser calificado precisamente de alarmista sino de todo lo contrario. Si a alguien le sorprende esa aparente situación de privilegio de España, la sorpresa puede trocarse en indignada carcajada cuando se percata de que, para la ONU, el promedio de renta de los ricos españoles es de 3.700.000 pesetas anuales. La explicación de esta sangrante burla radica, como plantea Navarro, en que, como siempre, se reflejan mucho mejor las rentas del trabajo que las rentas del capital, unas rentas del capital que son en España de las más altas de la OCDE

[25] T. M. Sweeding “Why the U.S. Antipoverty System doesn’t Work Very Well” Challenge vol. 35, nº1 en V. Navarro  op. cit

[26]  Por supuesto, este comportamiento es la norma, no la excepción -también en España se han modificado en varias ocasiones los mencionados criterios, o los del cálculo de la tasa de inflación- , pero, desde luego, en ningún país estas modificaciones han sido tan notables como en el Reino Unido.

[27]  Cfr. Avery F. Gordon “Globalism and the prision industrial complex: an interview with Angela Davis”  y Ruth Wilson Gilmore  “Globalization and US prision growth: from military keynesianism to postkeynesian militarism” Ambos artículos en Race & Class  vol. 40  nº 2/3  1998/9   The Threat of globalism   pág. 145-157 y 171-188

[28] Cfr. El supuesto milagro de EE. UU. en crear empleo  en Vicenç Navarro Neoliberalismo y estado del bienestar Ed. Ariel: Barcelona, 1997  pág. 82-90

[29] Puede seguirse el razonamiento completo de Smith en su obra La riqueza de las naciones  Alianza Editorial: Madrid, 1994 y más concretamente en su capítulo segundo  “Del principio que da lugar a la división del trabajo”  pág. 44 y ss.

[30] Ibíd., pág. 46

[31] Cfr. Karl Polanyi “El lugar de la economía en la sociedad” en  El sustento del hombre Ed. Mondadori: Barcelona, 1994

[32]  A nadie se le escapará la indudable similitud de este planteamiento con el de Max Weber cuando éste establece una diferenciación respecto de la acción económica entre racionalidad material o sustantiva y racionalidad formal: “Llamamos racionalidad formal de una gestión económica al grado de cálculo que le es técnicamente posible y que aplica realmente. Al contrario, llamamos racionalidad material al grado en que el establecimiento de bienes dentro de un grupo de hombres…tenga lugar por medio de una acción social de carácter económico orientada por determinados postulados de valor (cualquiera que sea su clase), de suerte que aquella acción fue completada, lo será o puede serlo, desde la perspectiva de tales postulados de valor. Éstos son extremo diversos” (Economía y sociedad  Ed. F. C. E. : Madrid, 1993, pág. 64)

[33] Karl Polanyi La gran transformación. Crítica del liberalismo económico  Ed. La Piqueta: Madrid, 1997  pág. 390.

[34] Ibíd., pág. 90 y ss.

[35] Ibíd., pág. 116

[36] Ibíd., pág. 122-123

[37] Ibíd., pág. 86

[38] Ibíd., pág. 128

[39] Ibíd., pág.  173

[40] Ibíd., pág. 390

[41] Ibíd., pág. 105

[42]  Ibíd., pág. 128-129

[43] William Townsend  Dissertation on the Poor Laws  en  K. Polanyi  La gran transformación  pág. 190-191

[44]  K. Polanyi  ibíd. Pág. 355

[45] Cfr. Francis Fukuyama “¿El fin de la historia?”  El País  24 de septiembre de 1989; El fin de la historia y el último hombre  Ed. Planeta: Barcelona, 1992 y “Pensando sobre el fin de la historia diez años después”  El País  17 de junio de 1999

[46] G. Albiac “Introducción” en Toni Negri Fin de siglo Ed. Paidós: Barcelona, 1992, pp. 19-20

[47] Cfr. por ejemplo: Ralph Miliband “Fukuyama and the Socialist Alternative”  New Left Review 193, 1992, pp. 108-113, cuya exposición seguimos.

[48] “La mercancía no puede ser comprendida en su esencia auténtica sino como categoría universal del ser social total. Sólo en este contexto la reificación surgida de la relación mercantil adquiere una significación decisiva, tanto para la evolución objetiva de la sociedad como para la actitud de los hombres hacia ella, para la sumisión de su conciencia a las formas en que esa reificación se expresa…Esta sumisión se acrecienta aún por el hecho de que cuanto más aumentan la racionalización y mecanización del proceso productivo, más pierde la actividad del trabajador su carácter de actividad, para convertirse en actitud contemplativa” György Lukács  Historia y conciencia de clase  Ed. Grijalbo: Barcelona, 1975

[49] ¿Cómo puede hablarse entonces, en el capitalismo, de ética de la empresa?. Incluso remontándonos a sus clásicos, si aceptamos esa formulación del imperativo categórico kantiano que establece la necesidad de tratar a la humanidad, tanto en la persona propia como en la persona de todos los otros, siempre como un fin y nunca simplemente como un medio; si el fin en sí significa que la persona es un fin para todos y no sólo para ella misma, por lo que ninguna persona puede ser considerada como un medio de otra porque eso significaría tratarla como a una cosa, es decir, la cosificación, la reificación de las relaciones humanas; si, en consecuencia, la persona no tiene un precio sino un valor; si todo ello le lleva al propio Kant a rechazar como profundamente inmorales actividades como la prostitución o la esclavitud en la medida que en ellas se relega a la persona al rango de medio, se le fija un precio y se la trata como a una cosa, ¿cómo podremos aceptar moralmente un sistema económico y social que todo él se fundamenta sobre la conversión del trabajo humano y, por extensión del hombre y de todas sus actividades y relaciones humanas, en mera mercancía?

[50] Edmund Morgan  Inventing People: The Rise of Popular Sovereignity in England and America  London, 1988  en Ralph Miliband  op. cit.

[51] Cfr. El País 11 y 12 de mayo de 1999

[52]  Cfr. los excelentes artículos del dossier “La actualidad del Manifiesto Comunista” en Papeles de la Fundación de Investigaciones Marxistas. nº 11  1998

[53]  Karl Marx y Friedrich Engels “Manifiesto del Partido Comunista”  en Obras escogidas T.I Ed. Akal: Madrid, 1975  pp. 25-26

[54]  Ibid. pág. 26

[55]  Karl Marx El capital  libro I, secc. VII, cap. XXIV “La llamada acumulación originaria” Ed. Siglo XXI: Madrid, 1975, pp. 952-953

[56]  Karl Marx Líneas fundamentales de la crítica de la economía política (Grundrisse)  T. I Ed. Crítica: Barcelona, 1977 pp. 358

[57] Brigitte Pätzold  “Heurs et malheurs de l’unification allemande. Schwedt, ancienne cité modèle de la RDA entre nostalgie et optimisme”  Le Monde Diplomatique, janvier 1998 pág. 8  Por alguna razón, el recuadro donde se comentan estos datos no fue publicado en la edición española de la revista

[58]  James Petras y Chronis Polychronion “El mito de la globalización”  Ajoblanco nº 105, pp. 21-29

[59]  José María Vidal Villa  Mundialización Ed. Icaria: Barcelona, 1996  pp. 9-10 Tras esta frase, el autor reproduce toda una serie de textos de los mencionados pensadores que avalan ampliamente su tesis.

[60]  Cfr. Luis Prados “Del imperio al caos”  El País 12 de septiembre de 1999

[61]  Michael Löwy  “Mundialización e internacionalismo: actualidad del Manifiesto Comunista” Papeles de la Fundación de Investigaciones Marxistas nº11  1998 pág. 26.

[62] James Petras y Chronis Polychronion op. cit. pág.  29

(*) El primer apartado de este trabajo fue publicado anteriormente, con el título "Mundialización y globalización: una clarificación conceptual", en Egipán de vidrio. Revista de Filosofía http://artea.com.ar/egipan/