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Abril 2018

Doble pena de muerte: la derrotada posición chilena ante La Haya


Daniel M. Giménez

Rebelión

Terminaron los alegatos en la Corte Internacional de Justicia de La Haya (CIJ) por la demanda de Bolivia contra Chile. Y la respuesta de Chile en la CIJ sólo cabe augurar una derrota para el ex-Hotel Carrera. Su nuevo anfitrión, el autoproclamado “novelista” Roberto Ampuero, experto en relaciones internacionales, según propia confesión, “por la vida misma”, en sus pocos días de canciller no ha hecho otra cosa que ser el vocero de la cantaleta con la que Felipe Bulnes abrió los fuegos de la posición chilena ante la misma CIJ en mayo de 2015, cuando quiso impugnar, fracasadamente, la competencia de dicha corte para conocer la demanda boliviana.

En condiciones de autoestima colectiva normales, la derrota por goleada recibida por la impugnación chilena (14 a 2) debió haber alertado al ex-hotel Carrera de cuánto estaba equivocando Chile su estrategia de argumentación. Pero no. Al contrario. Desde el fallo de la propia CIJ respecto a la demanda marítima peruana, pero con especial énfasis desde el rechazo a la impugnación por la demanda boliviana, en Chile se ha impuesto la soberbia y la prepotencia, el ninguneo al Pacto de Bogotá, a la Corte de La Haya, a todo el sistema universal de resolución pacífica de controversias y a los planteamientos de expertos/as en derecho internacional respecto a los “pacta de contrahendo”. Chile perdió no uno, sino dos alegatos seguidos en la Corte Internacional (contra Perú y contra Bolivia), pero, ¡oh hybris desatada!, las elites y líderes de opinión concluyen de eso que el equivocado es el mundo, no la cantaleta que el Estado chileno repitió como muñeco de ventrílocuo en ambas derrotas. He ahí lo que se llama “tener la media perso”.

De la insistencia de Chile con la misma cantaleta en su respuesta a los alegatos de Bolivia, sólo cabe esperar una nueva derrota en La Haya ¿Por qué? Básicamente porque formula una argumentación errada e insostenible, fácilmente refutable con sólo invocar el derecho internacional y hacer evidente el comportamiento del Estado chileno y sus autoridades. La cantaleta sostiene que debe desestimarse la demanda boliviana (o cualquier otra que se le formule a Chile) porque todas las controversias que pudieran suscitarse con el país han sido resueltas en tratados bilaterales. Y dado que Chile es un Estado profundamente respetuoso del derecho internacional, se atiene a cumplir con lo que establecen dichos tratados, así que no hay nada más que discutir respecto a las reclamaciones de otros Estados.

Permítaseme usar esta columna para explicar en cetáceo cómo y por qué Chile, con semejantes planteamientos, no puede sino perder ante un tribunal internacional, pero sobre todo ante la demanda boliviana. Las razones de la inminente derrota son dos. Primero, la insistencia chilena en que todos los temas con Bolivia fueron resueltos en el tratado de 1904 supone no entender “la litis” fijada por la demanda presentada por el Palacio Quemado y, por ello, termina aportando argumentos que, en lugar de refutar la posición boliviana, la fortalecen. Segundo, pocas cosas tan fácilmente demostrables como que Chile no es ni ha sido un país respetuoso del derecho internacional, sino que, al contrario, lo ha pisoteado antes, durante y después de la Guerra del Pacífico y lo continúa pisoteando hoy. Por lo tanto, argumentar que la demanda boliviana no procede debido a que el derecho internacional debe respetarse como lo hace Chile es dispararse en los pies.

Partamos por la primera razón de la inminente derrota. El cliché que Chile manosea ante cualquier reclamación internacional es el milenario principio del derecho romano que dice que pacta sunt servanda: si las partes han acordado y pactado algo de buena fe, se obligan a cumplir y respetar eso que han acordado y pactado. De acuerdo a la convicción reinante en el ex-Hotel Carrera, basta con la invocación de este añoso principio jurídico para desactivar cualquier diferendo con otros Estados. Y quien no lo reconozca de la misma forma que Chile, se pone “creativo” (sic) y al margen del derecho internacional. De ahí que, para la posición chilena, nada de lo que alegue Bolivia tiene validez. Dado que existe el tratado de 1904, entonces pacta sunt servanda.

A la luz del derecho internacional contemporáneo, sin embargo, hacer descansar en este principio, como lo hace Chile, todas las relaciones internacionales con los vecinos es simplista, reduccionista, completamente extemporáneo, infantilmente inflexible y peligrosamente poco amistoso. La doctrina y las propias normas del derecho internacional han evolucionado un tantito (nada más que un poquito) desde 1904. El viejo principio del pacta sunt servanda sigue vigente, pero la “intangibilidad” de los tratados ha sido matizada en los últimos 100 años. En la actualidad ya no se consideran dogmas inmodificables e inmortalizados en mármol por los siglos de los siglos. La doctrina contemporánea establece que no sólo pueden, sino que deben revisarse, modificarse y hasta extinguirse cuando sea necesario ajustarse a la evolución del derecho internacional o garantizar la paz. Así lo manifestó, hace más de 35 años ya, el experto chileno en derecho internacional Emilio Sahurie:

«Dentro del sistema actualmente imperante… planteamos la revisión de los tratados como una de las formas eficaces de lograr una evolución constante hacia la formulación del derecho. En efecto, las relaciones Interestatales muestran situaciones en las cuales los Estados, implícitamente, exigen un cambio del derecho en vigor […] E. Vargas señala que "por revisar un tratado, se entiende volver a someterlo a examen a fin de modificarlo". Nosotros, siguiendo a J. Leca, le damos una acepción más amplia. No es solamente la modificación de un instrumento original que permanece en vigor; es también su extinción, su suspensión, poner un estatuto provisorio en provecho de algún otro instrumento. La revisión recobra todas las hipótesis donde el Estado se somete a obligaciones diferentes de las primitivamente previstas por la convención» ( Emilio Sahurie Luer, “La Revisión de los Tratados” en Revista de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, N° 6, 1982, pp. 447 – 449).

En conformidad a esta evolución en la doctrina, las propias normas del derecho internacional contemporáneo posibilitan la revisión, modificación y hasta suspensión de los tratados internacionales. Los artículos 39 y 41 de la Convención de Viena de Derecho de los Tratados de 1969, ratificada por Chile en 1981, establece que los tratados pueden enmendarse. Y el artículo 62 establece que, dadas ciertas condiciones, el “cambio de circunstancias” puede alegarse para dar por terminado un tratado que no sea de límites.

La Convención de Viena no tiene efecto retroactivo y, por tanto, no se puede aplicar al tratado de 1904. Pero el punto es otro: en el marco del derecho internacional contemporáneo no basta alegar la existencia de un tratado para que, por arte de magia, se desactive, desaparezca y se archive un diferendo. Los tratados pueden vulnerar el derecho internacional, a muchas de cuyas normas aplica el principio de ius cogens. En consecuencia, los tratados no son intocables y no sólo pueden, sino que deben revisarse para asegurarse de que no entran en contradicción con el desarrollo del derecho internacional y, de ser necesario, para ajustarse a circunstancias cambiantes. En este marco, lo único contrario al derecho internacional contemporáneo es alegar que un tratado es intocable.

Pero la gran limitación de la apelación chilena al tratado de 1904 no está en su arcaica y extemporánea comprensión del papel de los tratados internacionales. La gran limitación está en que se trata de una falacia de non sequitur. La demanda boliviana no plantea ni exige la revisión o extinción del tratado de 1904. Por lo tanto, la estrategia chilena de invocarlo hasta la saciedad y las arcadas no tiene efecto argumentativo alguno. Es sólo un voladero de luces. Es como si Bolivia hubiera acusado a Chile de robar gallinas y Chile alegara inocencia por ser una larga y angosta faja de tierra. La apelación al tratado para responder a los alegatos bolivianos simplemente no se sigue de los planteamientos de la demanda. Y, por eso mismo, no los refuta. Al contrario. Cada vez que Chile plantea que no hay nada pendiente con Bolivia debido a que el tratado en cuestión lo ha zanjado todo, sólo fortalece la posición argumentativa boliviana.

La demanda boliviana plantea que Chile se ha comprometido en al menos 8 ocasiones a dar respuesta al requerimiento de una salida soberana al océano pacífico: en 1884, 1895, 1920, 1929, 1950, 1961, 1975 y en la famosa “agenda de los 13 puntos sin exclusiones” de Bachelet. En todo derecho, los compromisos e incluso las declaraciones unilaterales constituyen pactos “de contrahendo” y, por lo tanto, generan obligaciones. En consecuencia, si las autoridades chilenas han actuado de buena fe en sus declaraciones y compromisos, se han obligado a lo comprometido. Pero si han actuado de mala fe e hicieron esos compromisos y esas declaraciones sin la intención de cumplirlos, entonces han atentado contra el núcleo mismo del derecho internacional, que es, precisamente, la buena fe. En ese caso, la única forma de restituir el imperio del derecho internacional es cumpliendo con las obligaciones como si hubieran sido contraídas de buena fe. Es decir, sólo negociando hasta alcanzar un acuerdo con Bolivia.

¿Qué implica, en este escenario, el planteamiento chileno de que siempre ha tenido una única posición de Estado, a saber, que no existe obligación ni tema de acceso soberano al mar pendiente con Bolivia debido a que todo habría sido zanjado con el tratado de 1904? Y bueno, genera un efecto contraproducente. Si el Estado de Chile considera que no hay tema pendiente en esta materia, entonces cuando el gobierno de Bachelet planteó y firmó “la agenda de los 13 puntos sin exclusiones” actuó de mala fe, pues el sexto punto de la agenda consiste precisamente en avanzar en las conversaciones para una solución a la demanda de acceso soberano al mar de Bolivia. Y actuar de mala fe atenta contra los fundamentos del derecho internacional.

Y esto nos pone frente a la segunda razón de por qué la posición que Chile quiere presentar en La Haya es no sólo insostenible, sino abiertamente risible. En efecto, la apelación al tratado de 1904 va acompañada del cliché de que Chile siempre ha sido “un Estado sobrio que respeta los tratados y el derecho internacional” (sic). Y aquí no cabe sino una carcajada a mandíbula batiente. Chile no sólo no es un Estado respetuoso del derecho internacional sino que se pasa por el fundillo sus fundamentos cada vez que puede. Todo el comportamiento chileno entre 1842 y el estallido de la Guerra del Pacífico se encuentra plagado de actos de autotutela y mala fe completamente aberrantes desde el punto de vista del derecho internacional contemporáneo, pero abiertamente contrarios incluso al bastante más precario derecho internacional de la época.

Para empezar, hasta 1842 Chile reconoció tácitamente la soberanía boliviana desde el paralelo 25 hacia el norte. Pero cuando ese año se confirmó la elevada cantidad y calidad del guano de Mejillones, el gobierno chileno inició incursiones navales y militares para ejercer soberanía sobre un territorio que antes reconocía ajeno. He ahí una primera violación flagrante al derecho internacional.

¿Qué hizo Bolivia ante estos eventos? Envió a Santiago, uno tras otro, a cuatro ministros plenipotenciarios para intentar una resolución pacífica del diferendo a través de la celebración de un tratado de límites, que es lo que mandata desde la era antigua el derecho internacional para garantizar la paz. Pero Chile, en otro acto de mala fe y, por esto mismo, cometiendo una segunda vulneración al derecho internacional, dilató la firma de dicho tratado por más de 20 años, hasta 1866. La falta de dicho tratado tensionó tanto las relaciones que en 1863 el congreso boliviano autorizó al gobierno a declararle la guerra a Chile, lo que finalmente no se concretó gracias al inicio de la guerra contra España.

Una vez firmado el tratado de límites de 1866, Chile y Bolivia por igual incumplieron sus cláusulas cada vez que pudieron. Como a todas luces se trataba de un instrumento ineficaz, intentaron corregirlo, sin éxito, con el protocolo de Corral-Lindsey de 1872. Finalmente terminaron firmando un nuevo tratado en 1874.

Se aduce en Chile que el incumplimiento boliviano de una cláusula de este último tratado inició la Guerra del Pacífico. Pero claro, lo que ni Claudio Grossman ni las demás autoridades mencionan es que la boliviana no alcanza ni a falta venial, y que, al contrario, fue la respuesta de Chile la que constituye una grave vulneración al derecho internacional. En efecto, de acuerdo a las normas consuetudinarias de derecho internacional vigentes en 1879 –y desde tiempos muy antiguos–, las medidas de fuerza sólo podían seguir a una previa declaración de guerra o a un ultimátum. Así lo estableció el primerísimo de los artículos de una de las convenciones de La Haya de 1907 (La Haya III, “ Convención relativa al rompimiento de hostilidades ”) que sistematizaba y positivaba el derecho internacional consuetudinario vigente hasta entonces y en cuya negociación y aprobación participó Chile:

Las Potencias contratantes reconocen que las hostilidades entre ellas no deben comenzar sin un aviso previo e inequívoco, que contendrá, sea la forma de una declaración de guerra motivada, sea la de un ultimátum con declaración de guerra condicional.

Cuando el 14 de febrero de 1879 Chile toma militarmente la ciudad de Antofagasta sin declaración de guerra ni ultimátum, pisoteó una de las prácticas más antiguas y fundamentales del derecho internacional consuetudinario.

Pero la práctica chilena de pisotear el derecho internacional se elevó a niveles de barbarie con la ocupación de Lima. En 1879 el gobierno publicó y distribuyó entre la oficialidad un documento titulado El derecho de la guerra según los últimos progresos de la civilización para que las fuerzas chilenas no actuaran al margen del derecho internacional en uso. En otras palabras, se obligó voluntariamente a respetarlo.

El documento compendiaba y presentaba en un único volumen cuatro instrumentos fundamentales del derecho de guerra de la época:

1. El llamado Código Lieber de 1863, promulgado por el gobierno de Abraham Lincoln;

2. Declaración de Bruselas de 1874;

3. Declaración de San Petersburgo de 1868; y

4. Declaración de la convención internacional de Ginebra de 1864.

Los cuatro instrumentos, tácita o explícitamente, consagran el principio del derecho internacional de guerra conocido como “necesidad militar” (en el derecho humanitario actual llamado “principio de distinción”). Este principio establece que toda acción de guerra debe tener el propósito de derrotar militarmente al adversario. Por lo tanto, las fuerzas en combate sólo pueden atacar objetivos militares. No pueden atacar objetivos civiles ni dañar la propiedad civil. Cualquier daño colateral a civiles o propiedad no militar debe ser razonablemente proporcional a la persecución del propósito militar. Además, el Código Liber (art. 44) y la Declaración de Bruselas (arts. 12 y 13, lit. g) prohíben expresamente el saqueo, el pillaje y la destrucción de propiedad por parte de los ejércitos de ocupación.

¿Y qué hizo Chile en Lima? Exactamente lo contrario a lo que estos instrumentos del derecho internacional de guerra mandataban. En enero de 1881 el ejército chileno cometió una carnicería en Chorrillos asesinando a mansalva a ciudadanos desarmados. Tras matarlos, violaron a sus esposas e hijas.

Durante los dos años siguientes, saqueó no sólo haciendas de civiles, sino también la Biblioteca Nacional y el Archivo Nacional de Lima, la Escuela de Artes y Oficios, el Observatorio Astronómico, la Casa de Moneda y la imprenta estatal. En un decreto militar, Patricio Lynch, general en jefe del ejército de ocupación chileno en Lima, ordenó tomar todas las obras de arte de valor del Palacio de la Exposición y enviarlas a Chile para adornar plazas y paseos. En suma, toda la barbarie chilena cometida durante la ocupación de Lima fue una abierta y descarada violación al derecho internacional de guerra. Y también un incumplimiento de la propia voluntad chilena de ceñirse a sus normas .

En cualquier caso, no es necesario ir hasta la Guerra del Pacífico para corroborar la completa falta de vocación de respeto por los tratados y el derecho internacional de parte de Chile. Basta ver los actos de sus autoridades y representantes actuales. En enero de este 2018, cinco diputados del gobernante partido UDI solicitaron al entonces presidente electo Sebastián Piñera que, al asumir el gobierno, convocase un plebiscito para someter a votación popular el restablecimiento de la pena de muerte en el país. Eso, sin embargo, es un abierto llamado a no respetar la obligación internacional suscrita por Chile al firmar en 1969 y ratificar en 1990 la Convención Americana de Derechos Humanos. En efecto, el artículo 4, numeral 3 de dicha Convención, que protege el derecho humano a la vida, establece que “No se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido”. Ergo, los parlamentarios del gobernante partido UDI hacen un abierto llamado a desconocer un tratado internacional de derechos humanos firmado y ratificado por Chile.

La solicitud de reinstaurar la pena de muerte condena definitivamente a muerte al planteamiento de que Chile es un Estado que respeta los tratados y el derecho internacional. La posición chilena en La Haya es simplemente insostenible.


Sociólogo. Investigador del Centro de Estudios para la Igualdad y la Democracia – CEID (Santiago, Chile). Twitter: twitter.com/ego_ipse



http://www.rebelion.org/noticia.php?id=239658







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