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LA AGONÍA PLANETARIA

Edgar Morin y Anne B. Kern
(Trad. Foro de Economia Política-Red Vértice)

En el transcurso del siglo XX, la economía, la demografía, el desarrollo y la ecología se han convertido en problemas que afectan a todas las naciones y civilizaciones, es decir, a todo el planeta.

Algunos de estos problemas son evidentes hoy en día. Comentémoslos rápidamente, antes de mencionar otros, a veces menos notorios, que llamaremos `de segunda evidencia', y cuyo entrelazamiento constituye el problema de los problemas.

PROBLEMAS DE PRIMERA EVIDENCIA
El desajuste económico mundial

El mercado mundial puede ser considerado como un sistema autoorganizador que produce por sí mismo sus propias regulaciones, pese y gracias a evidentes e inevitables desórdenes. Así, se puede suponer que, utilizando algunas instancias internacionales de control, podría calmar sus impulsos, reabsorber sus depresiones y, tarde o temprano, resolver e inhibir sus crisis.

Pero todo sistema autoorganizador es, de hecho, auto-eco- organizador, es decir, autónomo/dependiente con respecto a su(s) ecosistema(s). La economía no se puede considerar como una entidad cerrada. Es una instancia autónoma/dependiente de otras instancias (sociológica, cultural, política) también autónomas/dependientes unas de otras. Así, la economía de mercado supone un conjunto coherente de instituciones y este conjunto coherente hace falta a escala planetaria.

A la ciencia económica le hace falta la relación con lo no económico. Es una ciencia donde la matematización y la formalización son cada vez más rigurosas y refinadas; pero esas cualidades padecen el defecto de abstraer el contexto (social, cultural, político); esta ciencia logra su precisión formal olvidando la complejidad de su situación real, es decir, olvidando que la economía depende de lo que depende de ella. Por ello, el saber economicista que se encierra en lo económico se vuelve incapaz de prever las perturbaciones y el devenir, y se vuelve ciego para lo económico mismo.

La economía mundial parece oscilar entre crisis y no crisis, entre desajustes y reajustes. Profundamente desajustada, restablece incesantes ajustes parciales, con frecuencia a costa de destrucciones (de los excedentes, por ejemplo, para mantener el valor monetario de los productos) y estragos humanos, culturales, morales y sociales en cadena (desempleo, aumento de las plantaciones para producir droga). Desde el siglo XIX, el crecimiento económico ha sido no sólo el motor sino también el regulador de la economía, aumentando la demanda junto con la oferta. Pero al mismo tiempo ha destruido irremediablemente las civilizaciones rurales y las culturas tradicionales. Ha aportado mejoras considerables al nivel de vida y ha provocado perturbaciones en el modo de vida.

De todos modos, vemos que en el mercado mundial se instalan y se manifiestan:

- el desorden en la cotización de las materias primas con sus desastrosas consecuencias en cadena;

- el carácter artificial y precario de las regulaciones monetarias (intervenciones de los bancos centrales para regular el tipo de cambio e impedir, por ejemplo, la caída del dólar);

- la incapacidad para encontrar regulaciones económicas para los problemas monetarios (como la enorme deuda de los países en desarrollo, de cientos de miles de millones de dólares) y regulaciones monetarias para los problemas económicos (eliminar o restablecer la libertad del precio del pan o del cuscús) que son, a la vez, problemas sociales y políticos;

- la gangrena de las mafias que se generaliza en todos los continentes;

- la fragilidad ante las perturbaciones no estrictamente económicas (cierre de fronteras, bloqueos, guerras);

- la competencia en el mercado mundial, que lleva a la especialización de las economías locales o nacionales; eso provoca una solidarización cada vez más vital entre todos y cada uno, pero al mismo tiempo, en caso de crisis o de trastornos sociales y políticos, la destrucción de estas solidaridades sería mortal para todos y cada uno.

Además, el crecimiento produce nuevos desajustes. Su carácter exponencial ocasiona no sólo un proceso multiforme de degradación de la biosfera sino también un proceso multiforme de degradación de la psicoesfera, es decir, de nuestras vidas mentales, afectivas, morales, y esto genera consecuencias en cadena y en circuito.

Los efectos civilizadores de la mercantilización de todas las cosas --acertadamente anunciada por Marx: después del agua, el mar y el sol, los órganos del cuerpo humano, la sangre, el esperma, el óvulo y el tejido fetal también se volvieron mercancías-- son la extinción de la donación, de lo gratuito, del ofrecimiento, del favor y la casi desaparición de lo no monetario, que erosionan los valores diferentes del afán de lucro, el interés financiero y el ansia de riquezas.

En suma, se ha puesto en marcha una máquina infernal; como dice René Passet: "Una competencia internacional insensata obliga a buscar, a cualquier precio, excedentes de productividad que, en vez de repartirse entre consumidores, trabajadores e inversionistas, se dedican básicamente a comprimir costos para obtener nuevos excedentes de productividad que, así mismo, etcétera" [Les Echos, mayo de 1992]. En esta competencia, el desarrollo tecnológico se usa para obtener productividad y rentabilidad, creando y aumentando el desempleo,1 y alterando los ritmos humanos.

Es cierto que la competencia sigue siendo a la vez el gran estímulo y el regulador de la economía, y sus desajustes, como la formación de monopolios, pueden combatirse con leyes antitrust; pero lo nuevo es que la competencia internacional impone una aceleración a la que se sacrifican la convivencia y las posibilidades de reforma, y que, si no hay desaceleración, nos conduce hacia... ¿una explosión?, ¿una desintegración?, ¿una mutación?

El desajuste demográfico mundial

En 1800 había mil millones de seres humanos, hoy hay seis mil millones. Se prevén diez mil millones para el año 2050.

Los progresos de la higiene y de la medicina en los países pobres llevan a reducir la mortalidad infantil sin que baje la natalidad. El bienestar y las transformaciones civilizadoras que le acompañan disminuyen la natalidad en los países ricos. El crecimiento del mundo pobre, más poblado que el mundo rico, supera la disminución de éste. ¿Hasta cuándo? Previsiones catastróficas anuncian el rebasamiento de las posibilidades de subsistencia, la generalización de las hambrunas y el desbordamiento migratorio de los miserables hacia Occidente. Pero hay factores de desaceleración, como las políticas antinatales (India, China), la tendencia a la reducción del número de hijos con el avance del bienestar y la modernización de las costumbres.

Así, el proceso demográfico no debe considerarse en forma aislada, sino que debe enmarcarse dentro del conjunto de cambios sociales, culturales y políticos.

La evolución demográfica sigue siendo imprevisible. Hasta hoy, las grandes modificaciones en el crecimiento y la reducción de las poblaciones europeas han sido inesperadas. Así, en 1940 aparece un impulso demográfico imprevisto que se desarrolla en la posguerra; luego, a finales de los años cincuenta, se inicia en Berlín una brutal reducción que se generalizará en casi toda Europa. Por tanto, no es seguro que el actual crecimiento mundial prosiga necesariamente en forma exponencial.

La crisis ecológica

El aspecto metanacional y planetario del peligro ecológico apareció con el anuncio de la muerte del océano hecho por Ehrlich en 1969 y el informe Meadows encargado por el Club de Roma en 1972.

Tras las profecías apocalípticas mundiales de 1969-1972, hubo un período en que se multiplicaron las degradaciones ecológicas locales: campos, bosques, lagos, ríos y aglomeraciones urbanas contaminadas. Sólo en los años ochenta surgieron:

1. Las grandes catástrofes locales con amplias consecuencias: Seveso, Bhopal, Three Mile Island, Chernobyl, desecación del mar de Aral, contaminación del lago Baikal, ciudades al borde de la asfixia (México, Atenas). Se advierte que la amenaza ecológica ignora las fronteras nacionales: la contaminación del Rin afecta a Suiza, Francia, Alemania, los Países Bajos y el mar del Norte. Chernobyl invadió y luego desbordó el continente europeo.

2. Los problemas más generales. En los países industrializados: contaminación de las aguas, incluidas las capas freáticas; envenenamiento de los suelos por el exceso de pesticidas y fertilizantes; urbanización masiva de regiones ecológicamente frágiles (como las zonas costeras); lluvias ácidas; almacenamiento de desechos nocivos. En los países no industrializados: desertización, deforestación, erosión y salinización de los suelos, inundaciones, urbanización salvaje de megalópolis envenenadas por el dióxido de azufre (que favorece el asma), el monóxido de carbono (que produce trastornos cerebrales y cardíacos) y el bióxido de nitrógeno (inmunodepresor).

3. Los problemas globales que afectan al planeta en su conjunto: emisiones de CO2 que intensifican el efecto invernadero, envenenando los microorganismos que hacen la limpieza, alterando importantes ciclos vitales; lenta destrucción de la capa estratosférica de ozono, agujero de ozono en el Antártico, exceso de ozono en la troposfera (parte más baja de la atmósfera).

Desde entonces, la conciencia ecológica se ha convertido en una toma de conciencia del problema global y del peligro global que amenazan al planeta. Como afirma Jean-Marie Pelt: "El hombre destruye uno a uno los sistemas de defensa del organismo planetario".

Primero, las reacciones ante los peligros fueron ante todo locales y técnicas. Luego se multiplicaron las asociaciones y los partidos ecológicos, y se crearon ministerios del medio ambiente en setenta países; la Conferencia de Estocolmo en 1972 creó organismos internacionales encargados del medio ambiente; se pusieron en marcha programas internacionales de investigación y de acción (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, programas sobre el hombre y la biosfera de la Unesco). Finalmente, la Conferencia de Río reunió a ciento setenta y cinco Estados en 1992. Se trata de conciliar las necesidades de protección ecológica y las necesidades de desarrollo económico del Tercer Mundo. La idea de `desarrollo sostenible' lleva a poner en dialógica la idea de desarrollo, que implica el aumento de la contaminación, con la idea de medio ambiente, que exige limitar la contaminación:

Sin embargo, la idea de desarrollo aún continúa trágicamente subdesarrollada (como veremos más adelante); todavía no se ha repensado realmente, ni siquiera en la idea de `desarrollo sostenible'.

La Conferencia de Río adoptó una declaración sobre los bosques, una convención sobre el clima y la protección de la biodiversidad y elaboró el plan de acción 21 (siglo XXI) para coordinar la acción de las Naciones Unidas en defensa de la biosfera.

Esto no es más que un comienzo. El deterioro de la biosfera continúa, la desertización y la deforestación tropical se aceleran, la diversidad biológica disminuye. La degradación va más rápido que la regeneración.

Hay dos tipos de predicciones enfrentadas sobre los próximos treinta años: las `pesimistas' ven una continuación irreversible de la degradación generalizada de la biosfera, con la modificación de los climas, el aumento de la temperatura y de la evapotranspiración, la elevación del nivel del mar (de 30 a 140 centímetros) y la extensión de las zonas áridas, todo ello con una población probable de 10 mil millones de seres humanos. Las `optimistas' piensan que la biosfera posee en sí misma potencialidades de autorregeneración y de defensa inmunológica que le permitirán preservarse, y que la población se estabilizará alrededor de los 8.5 miles de millones de seres humanos.

De todos modos, es imperativo tener precaución. De todos modos, necesitamos un pensamiento ecologizado que, basándose en la concepción auto-eco-organizadora, considere la relación vital de todo sistema vivo, humano o social con su entorno.

La crisis del desarrollo

La idea de desarrollo fue la idea clave de los años de postguerra. Había un mundo, llamado desarrollado, dividido en dos: uno `capitalista' y el otro `socialista'. Ambos aportaban al Tercer Mundo su modelo de desarrollo. Hoy, tras los múltiples fracasos del modelo de desarrollo `capitalista' occidental, la crisis del comunismo de aparato ha llevado a la quiebra del modelo `socialista' de desarrollo. Más aún, hay una crisis mundial del desarrollo. El problema del desarrollo choca por completo con el problema cultural/civilizador y con el problema ecológico. El mismo sentido de la palabra desarrollo, tal como se ha aceptado, implica y provoca de por sí el subdesarrollo, y debe ser cuestionado; pero, para ello, primero debemos considerar los problemas del segundo tipo.

PROBLEMAS DE SEGUNDA EVIDENCIA

El doble proceso, antagonista y vinculado, de la solidarización y balcanización del planeta

Los siglos XVII y XVIII presenciaron la afirmación de los primeros Estados-naciones europeos; el siglo XIX presenció la propagación del Estado-nación en nuestro continente y en América del Sur. El siglo XX generalizó en Europa la fórmula del Estado- nación (con la disolución de los imperios otomano y austro-húngaro y, luego, del soviético) y en el mundo (con la muerte de los imperios coloniales inglés, francés, holandés y portugués). La ONU cuenta hoy con casi doscientos Estados soberanos.

Los primeros Estados-naciones (Francia, Inglaterra, España) reunieron e integraron etnias diversas en un espacio de civilización más amplio donde se forjó lentamente una unidad nacional. Los Estados poliétnicos constituidos en el siglo XX no han contado con el tiempo histórico necesario para la integración nacional, y se desintegran en cuanto desaparece la coerción que mantenía su unidad, como se ha demostrado en Yugoslavia. Muchos Estados-naciones se formaron a partir de la exigencia de soberanía por parte de etnias que se emancipaban de un imperio y, entre esas etnias secularmente mezcladas e imbricadas unas con otras, muchas tienen minorías en su seno. De ahí provienen innumerables conflictos y exasperaciones nacionalistas, que a veces estallan y a veces se reprimen bajo la presión de las grandes potencias.

En el transcurso de este siglo se afirma cada vez más la irresistible aspiración de construir una nación dotada de un Estado allí donde antes existía la etnia. Esta aspiración se expresa a menudo en contra de las realidades o intereses económicos, lo que muestra que la exigencia de nacionalidad tiene fuentes distintas (necesidad de autonomía y de autoafirmación, necesidad de retorno al origen, de raíces, de comunidad).

Y es destacable que, en forma ya general, el arraigo o el rearraigo étnico y religioso cristalicen en el Estado-nación. Para entenderlo debe entenderse que el Estado-nación porta una substancia mitológica/afectiva extremadamente `caliente'. La patria es un término masculino/femenino que unifica en sí lo maternal y lo paternal. La componente matri-patriótica da valor maternal a la madre-patria, tierra-madre, a la que se dirige naturalmente el amor, y da poder paterno al Estado, al que se debe obediencia incondicional. La pertenencia a una patria realiza la comunidad fraterna de los `hijos de la patria'. Esta fraternidad mitológica puede reunir a millones de individuos que no tienen ningún vínculo de consanguinidad. Y así la nación restaura en su dimensión moderna la calidez del vínculo familiar, de clan o de tribu, perdido a causa de la misma civilización moderna que tiende a atomizar a los individuos. Restaura en el adulto la relación infantil en el seno del hogar protector. Al mismo tiempo, el Estado aporta fuerza, armas, autoridad, defensa. A partir de ahí, los individuos desorientados ante las crisis del presente y la crisis del futuro encuentran en el Estado-nación la seguridad y la comunidad que necesitan.

Es paradójico que sea la misma era planetaria la que permite y favorece la fragmentación generalizada en Estados-naciones: en efecto, la demanda de nación se ve estimulada por un movimiento de arraigo en la identidad ancestral, que reacciona contra la corriente planetaria de homogeneización civilizadora, y esta demanda es acentuada por la crisis generalizada del futuro. Al mismo tiempo que el arraigo familiar/mitológico en el pasado, el Estado-nación permite organizar el presente y afrontar el futuro. Por él, la técnica, la administración, el ejército otorgarán grandeza y poderío a la comunidad. De este modo, el Estado-nación corresponde a la vez a una exigencia arcaica que suscitan los tiempos modernos y a una exigencia moderna que resucita la exigencia arcaica.

Con el hundimiento de los imperios, incluido el del imperio soviético, la dislocación en naciones y en mininaciones ha sido liberadora, y el arraigo étnico o nacional encierra un potencial renovador. Pero los Estados-naciones poliétnicos, surgidos recientemente de los imperios dislocados, no tienen el tiempo histórico para integrar sus etnias o sus minorías, y eso es fuente de conflictos y de guerras. Someten, expulsan o aniquilan aquello que el imperio o la ciudad podían tolerar: la minoría étnica. El carácter absoluto de su soberanía, su rechazo a toda instancia de decisión superior, el carácter ciego, conflictivo y a menudo paranoide de las relaciones entre Estados, la radical insuficiencia del germen de instancia supranacional parcial y partidista que constituye la ONU, todo ello ha provocado una situación de balcanización generalizada, justamente en el momento en que la era planetaria requiere la asociación de los Estados-naciones y, para las cuestiones vitales que afectan a la humanidad en su conjunto, la superación de su poder absoluto. De hecho, la proliferación de nuevas naciones impide la formación de vastas confederaciones o federaciones que se han hecho necesarias por la creciente intersolidaridad de los problemas. Así, tras haber agotado su fecundidad histórica (que llevó a constituir espacios de civilización más vastos que las ciudades y mejor integrados que los imperios), el Estado-nación soberano absoluto se impone en forma universal, dislocando casi en todas partes las posibilidades asociativas, 2 y obstruyendo la conformación de instancias de solidaridad metanacionales.

De todos modos, los Estados-naciones, incluidos los grandes Estados-naciones poliétnicos, son ya demasiado pequeños para los grandes problemas inter y transnacionales: los problemas de la economía, los del desarrollo, los de la civilización tecnoindustrial, los de la homogeneización de modos y géneros de vida, los de desintegración de un mundo campesino milenario, los de la ecología y los de la droga son problemas planetarios que superan las competencias nacionales. Así, el encierro sobre sí mismo y la balcanización generalizada suscitan algunos de los principales peligros del fin del milenio.

Con los antagonismos entre naciones se reactiva el antagonismo de las religiones, especialmente en zonas que a la vez son de interferencia y de fractura como India/Pakistán y el Medio Oriente; el antagonismo modernidad/tradición se agrava en antagonismo modernidad/fundamentalismo; el antagonismo democracia/totalitarismo se ha debilitado, pero va a dar lugar a un antagonismo virulento: democracia/dictadura; el antagonismo Occidente/Oriente se nutre de esos antagonismos y los alimenta, al igual que el antagonismo Norte/Sur, en el que se mezclan los intereses estratégicos y económicos antagonistas de las grandes potencias. Todos estos antagonismos chocan en las grandes zonas sísmicas del globo (entre ellas la que va de la zona Armenia/Azerbaiján hasta el Sudán) y se concentran allí donde hay mezclas de religiones y etnias, fronteras arbitrarias entre Estados, exasperaciones de rivalidades y negaciones de todo orden, como en el Medio Oriente.

Recordemos, por último, la triple crisis en que se ha hundido esa zona de depresión que va de Gdansk a Vladivostok: crisis política en la que el derrumbe del totalitarismo no ha dado lugar más que a embriones democráticos inciertos y frágiles, crisis económica a la que se lanzaron las poblaciones que perdieron las seguridades y mínimos vitales de un sistema anterior sin haber logrado aún las ventajas esperadas de uno nuevo, crisis nacional en la que las etnias que acceden a la soberanía nacional se oponen a las minorías que reclaman los mismos derechos y a las naciones a las que pertenecen sus propias minorías, lo que provoca el furibundo ascenso de los nacionalistas. Esas tres crisis se alimentan entre sí: la histeria nacionalista se ve favorecida por la crisis económica, y ambas favorecen la llegada de nuevas dictaduras. Como dijo Leibovitz, el filósofo israelí: "Se pasa fácilmente del humanismo al nacionalismo y del nacionalismo al bestialismo".

Estamos en el inicio de la formación de este ciclón histórico de crisis en intervirulencia, y nadie sabe qué ocurrirá finalmente en Europa con el choque entre el flujo asociativo proveniente del Oeste y la oleada disociativa proveniente del Este.

Al mismo tiempo, el África en crisis ve agravar una situación marcada,3 a la vez, por el desplome de dictaduras `socialistas', la impotencia para sustituirlas por democracias, el retiro de las inversiones occidentales, la debilidad o la corrupción de las administraciones, la endemia de guerras tribales y/o religiosas, lo que se traduce en devastaciones y hambrunas crecientes en Somalia, Etiopía, Sudán y Mozambique.

El continente asiático tampoco está al abrigo de las convulsiones que, en caso de dislocaciones y guerras étnicas en China e India, producirían cataclismos humanos.

Así, el siglo XX creó y rompió, al mismo tiempo, un tejido planetario único; sus fragmentos se aíslan, se enojan, se combaten y tienden a destruir el tejido sin el que no habrían podido existir ni desarrollarse. Los Estados dominan la escena mundial como titanes brutales y ebrios, poderosos e impotentes. ¿Cómo superar su era de barbarie?

La crisis universal del futuro

Europa había propagado la fe en el progreso en todo el planeta. Las sociedades, separadas de sus tradiciones, ya no aclaraban su porvenir siguiendo las lecciones del pasado sino marchando hacia un futuro que se prometía lleno de promesas. El tiempo era un movimiento ascendente. El progreso se identificaba con la marcha de la historia humana y era impulsado por el desarrollo de la ciencia, de la técnica y de la razón. La pérdida de la relación con el pasado fue sustituida y compensada por el éxito de la marcha hacia el futuro. La fe moderna en el desarrollo, en el progreso y en el futuro se difundió por toda la Tierra. Esta fe constituía el fundamento común de la ideología democrática capitalista occidental, donde el progreso prometía bienes y bienestar terrestres, y de la ideología comunista, religión de salvación terrena que llegó a prometer el `paraíso socialista'. El progreso entró en crisis dos veces durante la primera mitad del siglo, con el bárbaro desencadenamiento de las dos guerras mundiales que opusieron e hicieron retroceder a las naciones más avanzadas. Pero la religión del progreso encontró el antídoto que exaltó su fe allí donde habría debido derrumbarse. Los horrores de las dos guerras se consideraron como reacciones de antiguas barbaries e incluso como anuncios apocalípticos de tiempos felices. Para los revolucionarios, esos horrores provenían de las convulsiones del capitalismo y del imperialismo, y no cuestionaban de ningún modo la promesa del progreso. Para los evolucionistas, estas guerras eran bandazos que sólo suspendían por un tiempo la marcha hacia adelante. Luego, cuando el nazismo y el comunismo stalinista se impusieron, su bárbara naturaleza fue ocultada por sus promesas `socialistas' de prosperidad y felicidad.

La segunda posguerra presenció la renovación de las grandes esperanzas progresistas. Se restauró un futuro excelente, fuese en la idea del porvenir radiante que prometía el comunismo, fuese en la idea del porvenir tranquilo y próspero que prometía la idea de sociedad industrial. La idea de desarrollo parecía ofrecer, para todo el Tercer Mundo, un futuro libre de las peores trabas que pesan sobre la condición humana.

Todo cambia a partir de los setenta. El porvenir radiante naufraga: la revolución socialista revela su rostro dantesco en la Urss, China, Vietnam, Camboya e incluso en Cuba, por largo tiempo considerada como `un paraíso socialista' de bolsillo. Luego, el sistema totalitario hace implosión en la Urss y en todas partes se desvanece la fe en el futuro `socialista'. En el Oeste, la crisis cultural de 1968 es seguida, en 1973, por el hundimiento de las economías occidentales en una fase depresiva de larga duración. Por último, los fracasos del desarrollo en el Tercer Mundo desembocan en regresiones, estancamientos, hambrunas y guerras civiles/tribales/religiosas. Las lanzaderas hacia el futuro han desaparecido. Los futurólogos ya no predicen y algunos cierran la tienda.4 La nave Tierra navega en la noche y la oscuridad.

Por esa misma época, el núcleo mismo de la fe en el progreso -- ciencia/técnica/industria-- se corroe cada vez más profundamente. La ciencia revela una ambivalencia cada vez más radical: el dominio de la energía nuclear por las ciencias físicas lleva no sólo al progreso humano sino también a la aniquilación de la humanidad; las bombas de Hiroshima y Nagasaki, relevadas por la carrera de armamentos nucleares de las grandes y medianas potencias, hacen pender su amenaza sobre el porvenir del planeta. La ambivalencia llega a la biología en los años ochenta: el reconocimiento de los genes y de los procesos biomoleculares lleva a las primeras manipulaciones genéticas y promete manipulaciones cerebrales que controlarían y someterían los espíritus.

También en esa misma época se percibe que los subproductos residuales de las industrias, igual que la aplicación de métodos industriales a la agricultura, la pesca y la ganadería, causan perjuicios y contaminaciones cada vez más graves y generalizados que amenazan la biosfera terrestre y la misma psicoesfera.

Así, el desarrollo de la triada ciencia/técnica/industria pierde su carácter providencial. La idea de modernidad aún seduce y llena de promesas a todos los que sueñan con el bienestar y las técnicas liberadoras, pero comienza a ser cuestionada donde ya se ha logrado el bienestar. La modernidad era y sigue siendo un complejo de civilización animado por un dinamismo optimista. Ahora bien, el cuestionamiento de la triada que anima ese dinamismo también cuestiona a la modernidad. Ésta llevaba en su seno la emancipación individual, la secularización general de los valores, la distinción de la verdad, la belleza y el bien. Pero el individualismo ya no sólo representa autonomía y emancipación, también significa atomización y anonimización. La secularización no sólo representa liberación de los dogmas religiosos, también significa pérdida de los fundamentos, angustia, duda y nostalgia de las grandes certidumbres. La diferenciación de los valores no sólo lleva a la autonomía moral, la exaltación estética y la libre búsqueda de la verdad sino también a la desmoralización, el esteticismo frívolo y el nihilismo. La virtud rejuvenecedora de la idea de lo nuevo (nuevo = mejor = necesario = progreso) se agota y sólo aparece en los detergentes, las pantallas de televisión y las proezas automovilísticas. Ya no habrá `nueva novela', `nueva cocina', `nueva filosofía'.

Si la conciencia de la ambivalencia de todos los procesos que ha desarrollado la modernidad y que han desarrollado a la modernidad se manifiesta en Occidente, la crítica de la modernidad, en vez de ser capaz de superarla, da a luz un mísero postmodernismo que consagra únicamente la incapacidad para concebir un porvenir.

En todas partes impera el sentimiento, difuso o agudo, de la pérdida del futuro. En todas partes se afirma la conciencia de que no estamos en la penúltima etapa de la historia, donde ésta va a consumar su florecimiento. En todas partes se advierte que no marchamos hacia un porvenir radiante, ni siquiera hacia un porvenir feliz. Pero aún falta la conciencia de que estamos en la edad de hierro planetaria, en la prehistoria del espíritu humano.

La enfermedad del futuro se entromete en el presente e induce una angustia psicológica, sobre todo cuando el capital de fe de una civilización se invirtió en el futuro.

La vida cotidiana puede atenuar el sentimiento de esta crisis del futuro y llevar a que, pese a las incertidumbres, se lo siga esperando individualmente, para uno mismo, o a enviar hijos al mundo y planear su porvenir.

Pero, al mismo tiempo, la crisis del futuro produce un gigantesco reflujo hacia el pasado, tanto mayor cuanto el presente es miserable, angustioso e infeliz. El pasado, que fue arruinado por el futuro, resucita de las ruinas del futuro. De ahí ese formidable y multiforme movimiento de regreso al origen y de retorno a los fundamentos étnicos, nacionales y religiosos, perdidos u olvidados, del que brotan los diversos `fundamentalismos'. 5

Los efectos de esos formidables vaivenes entre pasado y futuro están muy lejos de haberse agotado, y muchos serán imprevistos.

De todos modos, el progreso no está asegurado automáticamente por ninguna ley de la historia. El porvenir no es necesariamente desarrollo. En lo sucesivo, el futuro se llama incertidumbre.

La tragedia del `desarrollo'

El desarrollo es la palabra clave, que se ha vuelto onerosa, en la que convergen todas las vulgatas ideológicas de la segunda mitad de nuestro siglo. En los fundamentos de la idea maestra de desarrollo se encuentra el gran paradigma occidental del progreso. El desarrollo debe asegurar el progreso, el cual debe asegurar el desarrollo.

El desarrollo tiene dos aspectos. Por una parte, es un mito global donde las sociedades que se vuelven industriales logran el bienestar, reducen sus desigualdades extremas y dan a los individuos la máxima felicidad que puede dar una sociedad. Por otra parte, es una concepción reduccionista donde el crecimiento económico es el motor necesario y suficiente de todos los desarrollos sociales, psíquicos y morales. Esta concepción tecnoeconómica ignora los problemas humanos de la identidad, de la comunidad, de la solidaridad y de la cultura. Por tanto, la noción de desarrollo se encuentra gravemente subdesarrollada. La noción de subdesarrollo es un producto pobre y abstracto de la noción pobre y abstracta de desarrollo.

Ligada a la fe ciega en el avance irresistible del progreso, la fe ciega en el desarrollo ha permitido, de un lado, eliminar las dudas y, del otro, ocultar las barbaries desatadas por el desarrollo del desarrollo.

El mito del desarrollo llevó a creer que todo debía sacrificarse en aras del desarrollo. Permitió justificar dictaduras despiadadas, fuesen de modelo `socialista' (partido único) o de modelo `pro- occidental' (dictadura militar). Las crueldades de las revoluciones del desarrollo agravaron las tragedias del subdesarrollo.

Después de treinta años consagrados al desarrollo, subsiste el gran desequilibrio Norte/Sur y se agravan las desigualdades. El 25 por ciento de la población del globo, que vive en los países ricos, consume el 75 por ciento de la energía; las grandes potencias conservan el monopolio de la alta tecnología y se apropian incluso del poder cognoscitivo y manipulador sobre el capital genético de las especies vivas, incluida la humana. El mundo desarrollado destruye sus excedentes agrícolas y pone sus tierras en barbecho mientras que en el mundo pobre se multiplican las carestías y las hambrunas. Donde hay guerras civiles o desastres naturales, la fugaz ayuda caritativa es devorada por parásitos burocráticos o negociantes. El Tercer Mundo sigue sufriendo la explotación económica, pero también padece la ceguera, el pensamiento obtuso y el subdesarrollo moral e intelectual del mundo desarrollado.

En África los suelos se agotan, el clima se degrada, la población crece y el sida hace estragos. Un policultivo que satisfacía las necesidades familiares y locales fue sustituido por un monocultivo sometido a los albures del mercado mundial. A causa de esos albures, el monocultivo sufre una crisis tras otra, los capitales invertidos en los sectores en crisis huyen. El éxodo rural colma los tugurios de gentes sin trabajo. La monetarización y la mercantilización de todas las cosas destruyen la vida comunitaria de reciprocidades y de convivencia. Lo mejor de las culturas indígenas desaparece en favor de lo peor de la civilización occidental.

La idea desarrollista fue y es ciega a las riquezas culturales de las sociedades arcaicas o tradicionales que sólo se han visto a través de lentes economicistas y cuantitativos. En sus culturas sólo ha visto ideas falsas, ignorancia y supersticiones, sin imaginar que contenían intuiciones profundas, conocimientos milenariamente acumulados, sabiduría para vivir y valores éticos atrofiados entre nosotros. Fruto de una racionalización occidentalocéntrica, el desarrollismo también fue ciego para ver que las culturas de nuestras sociedades desarrolladas llevan en su seno --como todas las culturas, aunque de modos diferentes-- junto a verdades y virtudes profundas (como la de la racionalidad autocrítica que permite ver las carencias y fallas de nuestra propia cultura), ideas arbitrarias, mitos sin fundamento (como el mito providencialista del progreso), grandes ilusiones (como la de haber llegado a la cima de la racionalidad y de ser sus depositarios exclusivos) y cegueras aterradoras (como la del pensamiento parcelario, compartimentado, reduccionista y mecanicista).

En su misma cuna europea, el desarrollo de la modernidad urbana e industrial ha acarreado la destrucción de culturas rurales milenarias y comienza a disolver el tejido de las distintas culturas regionales, que resisten en forma desigual. Las grandes culturas históricas de Asia y del mundo islámico se han resistido a la occidentalización, bien sea asumiendo una doble identidad (Japón, Marruecos), bien sea regenerando el fondo religioso y étnico. Como se dijo antes, la resistencia a la occidentalización también opera apropiándose las armas e instrumentos de Occidente: la fórmula del Estado-nación, las técnicas industriales, administrativas y militares, las ideologías emancipadoras del derecho de los pueblos. De ahí que en ese mismo proceso haya un doble movimiento de recuperación del pasado y de salto hacia el porvenir. Dinámica compleja, en la que interactúan identidad- religión-nación-Estado-técnica y donde intervienen el capitalismo, las ideologías de Occidente, la ideología revolucionaria y la cultura de masas, se suscitan rebelión y esperanza y, luego, resignación, desesperanza y vuelta a la rebelión. Todo ello no ocurre sin desgarramientos, conflictos internos, compromisos bastardos; de todos modos, la occidentalización progresa vía la tecnificación, la mercantilización, la comercialización y la ideologización y, en sentido contrario, como vimos antes, avanza la balcanización y el arraigo en la identidad etnorreligiosa.

En el resto del mundo, el desarrollo tiende a consumar la desintegración de las culturas arcaicas iniciada desde los tiempos históricos y continuada masivamente por la colonización. El mundo de las culturas indígenas, reducido hoy en día a 300 millones de personas, está condenado a muerte.

Presenciamos la última fase de la aniquilación de las culturas de cazadores-recolectores que aún subsistían en las selvas tropicales, las montañas salvajes y las extensiones desérticas. Los progresos de la medicina traen higiene y curación, pero hacen perder los remedios y prácticas de curanderos o brujos; la alfabetización aporta la cultura escrita, pero destruye las culturas orales portadoras de conocimientos y sabidurías milenarias. Se desestructuran los tipos tradicionales de personalidad.

La reciente experiencia de la bahía James ilustra el proceso. Con la lógica del desarrollo, Hydroquebec emprendió la construcción de grandes embalses para proporcionar electricidad barata a la provincia y, a la vez, favorecer el establecimiento de fábricas de aluminio. Una parte del territorio fue comprada a los indios cris, lo que les proporcionó medios para volverse sedentarios, adquirir casas y electrodomésticos, adoptar y adaptarse al trabajo/energía/crecimiento, etcétera. Pero, en los territorios que adquirió Hydroquebec, la creación de los lagos artificiales cortó las rutas migratorias de los caribús, y la liberación del fósforo en sus aguas hizo que el pescado no fuera comestible. Los hombres, obligados a abandonar sus antiguas actividades vitales de cazadores y pescadores, fueron a trabajar en la construcción de los embalses y luego se convirtieron en desempleados. Inactivos, los ancianos se dejan morir. Los jóvenes se sumen en el alcoholismo y se ven niños de cuatro años embriagándose con cerveza. La mujeres, que remplazaron sin transición el pescado y la carne por las farináceas y los azúcares, se volvieron obesas. La antigua comunidad fue destruida y no se ha construido una nueva. El altruismo dio paso al egoísmo. Un antiguo modo de vida, un antiguo mundo de vida, ha muerto. El bienestar doméstico llegó, con el alcoholismo, la droga y el aburrimiento. Los cris hoy son ricos en mercancías y pobres en espíritu, desdichados, están en vía de desaparición.

En todos los casos, incluida Europa, pero con mayor gravedad fuera de ella, el desarrollo destruye con mayor o menor rapidez las solidaridades locales y los rasgos originales adaptados a las condiciones ecológicas específicas.

No hay que idealizar las culturas. Es necesario saber que toda evolución implica abandono y toda creación implica destrucción, que todo avance histórico se paga con una pérdida. Es preciso entender que, mortal como todo lo que vive, cada cultura es digna de vivir y debe saber morir. También debemos mantener la necesidad de una cultura planetaria. Es verdad que la multiplicidad de culturas, maravillosas adaptaciones a las condiciones y problemas locales, hoy impide el acceso al nivel planetario. ¿Pero no podemos extraer y generalizar el aporte más rico de cada una? ¿Cómo integrar los valores y tesoros culturales de las culturas que se desintegran? ¿No será demasiado tarde? Debemos, pues, afrontar dos imperativos contradictorios: salvar la extraordinaria diversidad cultural que creó la diáspora de la humanidad y, al mismo tiempo, nutrir una cultura planetaria común a todos. Por demás, vemos que, paralelamente al proceso de homogeneización civilizadora impulsado por el estallido tecnoindustrial, hay también un proceso de encuentros y sincretismos culturales: la diversidad cultural se recrea sin cesar en los Estados Unidos, en Iberoamérica y en África. Pero no por ello el desarrollo tecnoindustrial deja de ser una amenaza cultural para el mundo.

La tecnificación, la industrialización y la urbanización se generalizan por todas partes, junto con sus efectos ambivalentes, de los que aún se ignora cuáles prevalecerán. Todo ello produce, a gran velocidad, la destrucción de las culturas agrarias y el fin del mundo campesino multimilenario: mientras que el 3 por ciento de la población mundial vivía en ciudades en 1800, el 80 por ciento de los habitantes están urbanizados en el Occidente europeo. Las megalópolis como México, Shanghai, Bombay, Yakarta y Tokio-Osaka no dejan de crecer. Esos monstruos urbanos sufren (y hacen sufrir a sus habitantes) embotellamientos, ruidos, estrés y contaminaciones de todo tipo. La miseria material prolifera en los tugurios y la miseria moral no sólo se concentra en los barrios de droga y de delincuencia; también reina en los barrios lujosos protegidos por milicias y gorilas.

Los demógrafos de la ONU prevén que hacia el año 2000 más del 50 por ciento de la población mundial vivirá en un medio urbano y 60 megalópolis contendrán más de 650 millones de habitantes, es decir, el 8.3 por ciento de la población mundial en medio milésimo de las tierras emergidas. De las 21 megalópolis con más de 10 millones de habitantes, 17 estarán en países pobres.

¿A dónde lleva el desarrollo mundial? Unos marchan hacia el desastre; otros, que salen del subdesarrollo económico, se encontrarán con los problemas de civilización del mundo desarrollado. Por lo demás, éste lleva en su seno un desarrollo del subdesarrollo económico: 35 millones de seres humanos están por debajo de la línea de pobreza en los Estados Unidos. Al parecer, estamos entrando en una sociedad `dual' que encierra en sus ghettos. a los excluidos del desarrollo, entre ellos de un 10 a un 20 por ciento de desempleados.

¿Vamos hacia la crisis mundial del desarrollo? De todos modos, debemos rechazar el concepto subdesarrollado de desarrollo que hacía del crecimiento tecnoindustrial la panacea de todo desarrollo antroposocial y renunciar a la idea mitológica de un progreso irresistible que se expande hasta el infinito.

Malestar o mal de civilización

¿Nuestra civilización, modelo del desarrollo, no estará enferma de desarrollo? El desarrollo de nuestra civilización ha producido maravillas: domesticación de la energía física, máquinas industriales cada vez más automatizadas e informatizadas, máquinas electrodomésticas que liberan a los hogares de las tareas más serviles, bienestar, comodidad, productos de consumo extremadamente variados, el automóvil (que, como su nombre indica, da autonomía en la movilidad), el avión, que nos permite devorar el espacio, la televisión, ventana abierta al mundo real y a los mundos imaginarios.

Este desarrollo ha permitido la expansión individual, la intimidad en el amor y la amistad, la comunicación del tú y del yo, la telecomunicación entre todos y cada uno; pero este mismo desarrollo lleva también a la atomización de los individuos, que pierden las antiguas solidaridades sin adquirir otras nuevas, salvo las anónimas y administrativas.

El desarrollo del área técnica/burocrática entraña la generalización del trabajo parcelario sin iniciativa, responsabilidad ni interés. El tiempo cronometrado y el tiempo precipitado hacen desaparecer la disponibilidad y los ritmos naturales y tranquilos. La prisa impide la reflexión y la meditación. La megamáquina burocrática/técnica/industrial cubre actividades cada vez más numerosas y obliga a que los individuos obedezcan sus prescripciones, sus imperativos y sus formularios. No se sabe cómo dialogar con sus poderes anónimos. No se sabe cómo corregir sus errores, no se sabe a qué oficina y a qué ventanilla dirigirse. La mecanización toma el control de lo que no es mecánico: la complejidad humana. La existencia completa resulta ultrajada. El reinado anónimo del dinero progresa al mismo tiempo que el reinado de la tecnoburocracia. Los estímulos también desintegran: el espíritu de competencia y de éxito desarrolla el egoísmo y disuelve la solidaridad.

La ciudad luz, que ofrece libertades y variedades, también se convierte en ciudad tentacular, cuyas imposiciones, comenzando por las del metro/trabajo/sueño, sofocan la existencia, y donde el estrés acumulado agota los nervios.

La vida democrática regresa. Cuanta mayor dimensión técnica adquieren los problemas, más escapan a la competencia de los ciudadanos en favor de los expertos. Cuanto más políticos se tornan los problemas de civilización, menor es la capacidad de las políticas para integrarlos en su lenguaje y sus programas.

El hombre productor está subordinado al hombre consumidor; el primero, al producto vendido en el mercado y el segundo, a fuerzas libidinales cada vez menos controladas dentro del proceso circular en que se crea un consumidor para el producto y no solamente un producto para el consumidor. Una agitación superficial se apodera de los individuos en cuanto escapan de las obligaciones esclavizantes del trabajo. El consumo desbordado se convierte en hartazgo bulímico que se alterna con curas de privación; la obsesión dietética y la obsesión por la línea multiplican los temores narcisistas y los caprichos alimenticios, y mantienen el costoso culto a las vitaminas y a los oligoelementos. Entre los ricos, el consumo se vuelve histérico, maníaco del standing, de la autenticidad, de la belleza, de la tez limpia, de la salud. Recorren vitrinas, grandes almacenes, anticuarios y mercados de pulgas. La manía por las chucherías se junta con la manía por lo trivial.

Los individuos viven al día, consumen el presente, se dejan fascinar por miles de futilezas, charlan sin jamás entenderse en la torre de Bla-blel. Incapaces de apreciar un lugar, parten en todas direcciones. El turismo es menos el descubrimiento del otro, la relación física con el planeta, que un recorrido sonámbulo, tras un guía, por un mundo casi fantasma de folclores y monumentos. La `diversión' moderna alimenta el vacío del que se quiere huir.

El aumento de los niveles de vida también puede estar ligado a la degradación de la calidad de la vida. La multiplicación de los medios de comunicación puede estar ligada al empobrecimiento de las comunicaciones personales. El individuo puede ser a la vez autónomo y atomizado, rey y objeto, soberano de sus máquinas y manipulado/esclavizado por lo que esclaviza.

Al mismo tiempo, algo amenaza nuestra civilización desde el interior. La degradación de las relaciones personales, la soledad, la pérdida de las certidumbres unida a la incapacidad para asumir la incertidumbre, todo ello alimenta un mal subjetivo cada vez más extendido. Como ese mal de las almas se agazapa en nuestras cavernas interiores, como se fija de modo psicosomático en insomnios, dificultades respiratorias, úlceras estomacales y enfermedades, no se percibe su dimensión civilizacional colectiva y se confía al médico, al psicoterapeuta, al gurú.

Cuando la adolescencia se rebela contra la sociedad, cuando se `pierde' y se hunde en la droga dura, se cree que sólo es un mal de juventud; no se advierte que la adolescencia es el eslabón débil de la civilización, que en ella se concentran los problemas, los males y las aspiraciones, por demás difusas y atomizadas. La búsqueda simultánea de la autonomía y de la comunidad, la necesidad de una relación auténtica con la naturaleza para recuperar la propia naturaleza y el rechazo de la vida adulterada de los adultos han revelado, como en un molde, las carencias que todos padecemos. Con mayor profundidad, la consigna de los adolescentes californianos en los años sesenta, Peace and Love, revela un profundo malestar del alma privada de paz y de amor.

Los sobresaltos de 1968 mostraron un rechazo adolescente a los principios mismos de la vida en el mundo occidental, psíquica y moralmente miserable, allí donde hay prosperidad material.

Los males objetivos que provienen de las dificultades o disfunciones económicas, de las pesadeces y rigideces burocráticas y de las degradaciones ecológicas se hicieron perceptibles y comenzaron a ser mencionados y denunciados. Pero los males de la civilización que se filtran en las almas y adoptan formas subjetivas no siempre se perciben. De todos modos, los males objetivos y los males subjetivos se unen para conformar un nuevo mal de civilización. Surgió en Occidente, en y por el desarrollo económico, continuará en y por la crisis económica.

El imaginario que transmiten los medios de comunicación tomó en cuenta ese malestar del quiebre de 1968. Antes, todas las películas comerciales terminaban con un happy end: los héroes de la literatura popular lograban éxito y amor al final de la novela. La prensa femenina distribuía recetas de felicidad. Después de 1968 se pasó del mito eufórico de la felicidad al cuestionamiento de la felicidad. El happy end ya no es el final obligatorio. La prensa femenina aconseja a sus lectoras que enfrenten con valor los problemas de la separación, de la soledad, de la enfermedad y del envejecimiento.

Debe señalarse también que la `sociedad civil' reacciona y busca protegerse por sus propios medios. Así, en los años sesenta, se respondió a los imperativos de la vida urbana burocratizada con el desarrollo de una vida que alternaba trabajo/ocio y ciudad/campo con week-ends y vacaciones múltiples. Cierto neoarcaísmo y cierto neonaturismo llenaron los interiores de plantas, conchas, minerales y fósiles; indujeron a usar jeans, pana, ropas rústicas y joyas bárbaras; llevaron a revalorizar las parrilladas, la horticultura y los guisos campesinos. Más tarde, la difusión de la conciencia ecológica acentuó la búsqueda de lo `natural' en todos los campos, comenzando por la alimentación.

Eros --que puede adoptar, a la vez o por separado, apariencias de amor, erotismo, sexualidad y amistad-- es la respuesta esencial al mal de civilización, respuesta que la misma civilización induce y difunde con sus medios de comunicación. La resistencia a la anonimización y a la atomización se expresa, sobre todo en el mundo juvenil, en la multiplicación de signos de pertenencia a tribus, grupos de amigos, fiestas. Y, en todas las edades, el amor se ha convertido en dios salvador. El matrimonio, antaño alianza entre familias, ya casi no es concebible sin amor. Los impulsos de amor expulsan el mal del alma. El amor nace y renace por todas partes. Los encuentros amorosos y eróticos atraviesan las clases sociales, rompen los tabús y se embriagan de clandestinidad y de precariedad.

Pero las pasiones que consumen se consumen pronto; el amor se debilita al multiplicarse y se vuelve frágil con el tiempo. Los encuentros que hacen nacer un nuevo amor matan al antiguo. Las parejas se deshacen, otras se unen y luego se desunen. El mal de la inestabilidad, de la prisa y de la superficialidad se instala en el amor e introduce en él ese mal de civilización que el amor expulsa.

El amor y la fraternidad, fuerzas de resistencia espontáneas al mal de civilización, son aún demasiado débiles para remediar el mal. Expulsan el vacío con su impulso hacia la plenitud pero también son corroídos y desintegrados por el vacío, de ahí aquel complejo de vacío/plenitud difícil de apresar.

Finalmente, hay otras formas y fuerzas de resistencia al mal de civilización que se manifiestan especialmente en la voluntad de asimilar los métodos y mensajes de las culturas orientales que aportan armonía al alma y al cuerpo, paz psíquica y desapego espiritual. De este modo, las formas vulgarizadas y comercializadas del yoga y el zen revelan las carencias de la civilización occidental y la necesidad a la que responden. Al mismo tiempo, bajo la forma de religiosidades sincréticas diversas, como la filosofía new age, hay una búsqueda de la unidad de lo verdadero, del bien y de lo bello, de la restauración de la comunión y de lo sagrado. Entre las ruinas de todo lo que el progreso ha destruido, cuando el mismo progreso está ya en ruinas, hay una búsqueda de verdades perdidas.

Es muy difícil reconocer la verdadera naturaleza del mal de civilización, dadas sus ambivalencias y sus complejidades. Se precisa ver los subsuelos minados, las cavernas, los abismos subterráneos, al tiempo que el deseo de vivir y la sorda e inconsciente lucha contra el mal. Se precisa ver el complejo de deshumanización y de rehumanización. Se precisa ver las satisfacciones, alegrías, placeres y dichas, pero también las insatisfacciones, sufrimientos, frustraciones, angustias y desgracias del mundo desarrollado, que son distintas pero no menos reales que las del mundo subdesarrollado. Quien lucha vitalmente contra las fuerzas de muerte de esta civilización también forma parte de esta civilización. Las neurosis que ésta provoca no son sólo un efecto del mal, son un compromiso más o menos doloroso con el mal para no hundirse en él.

¿Son insuficientes las reacciones contra el mal? ¿Se ampliará el mal? Sea como sea, no puede considerarse que nuestra civilización ha alcanzado ya un punto estable. ¿Tras haber liberado enormes fuerzas creativas y desencadenado fuerzas destructivas inauditas va hacia su autodestrucción o hacia su metamorfosis?

El desarrollo descontrolado y ciego de la tecnociencia

Nuestro devenir está animado, más que nunca, por la doble dinámica del desarrollo de las ciencias y del desarrollo de las técnicas, los cuales se alimentan mutuamente; esta dinámica impulsa el desarrollo industrial y el desarrollo civilizacional, los cuales a su vez le sirven de estímulo. Así, la tecnociencia dirige el mundo desde hace un siglo. Sus desarrollos y sus expansiones producen los desarrollos y las expansiones de las comunicaciones, las interdependencias, las solidaridades, las reorganizaciones y las homogeneizaciones que, a su vez, desarrollan la era planetaria. Pero estos desarrollos y estas expansiones son también los que provocan, por contraefectos retroactivos, las balcanizaciones, las heterogeneizaciones, las desorganizaciones y las crisis de hoy en día.

La fe en la misión providencial de la tecnociencia alimentó la certidumbre en el progreso y las grandiosas esperanzas del desarrollo futuro.

La tecnociencia no es sólo la locomotora de la era planetaria. Ha invadido todos los tejidos de las sociedades desarrolladas e implantado, en términos organizativos, la lógica de la máquina artificial incluso en la vida cotidiana, excluyendo de la competencia democrática a los ciudadanos en favor de los expertos y los especialistas. Ha introducido grietas en el pensamiento imponiéndole disyunciones y reducciones. La tecnociencia es, así, eje y motor de la agonía planetaria.

La invasión por la lógica de la máquina artificial

¿Cuál es la diferencia entre una máquina artificial y una máquina viviente? La máquina artificial se compone de elementos extremadamente confiables. Sin embargo, la máquina en su conjunto es mucho menos confiable que cada uno de sus elementos tomado aisladamente. Basta una alteración local para que el conjunto se bloquee y se averíe, y la máquina sólo se puede reparar con una intervención exterior. La máquina artificial no puede tolerar ni integrar el desorden. La máquina artificial obedece estrictamente a su programa. La máquina artificial está hecha de elementos muy especializados y está destinada a tareas especializadas. Sólo hasta muy recientemente los ordenadores se han basado en una inteligencia general que puede aplicarse a diversos problemas.

La máquina viviente, por su parte, está constituida por elementos poco confiables que se degradan rápidamente (las proteínas), pero el conjunto es mucho más confiable que sus elementos. Es capaz de producir nuevos constituyentes para remplazar aquellos que se degradan (moléculas) o mueren (células); es, entonces, capaz de autorregenerarse, capaz de autorrepararse cuando se daña localmente. Si bien la muerte es el enemigo de la organización viviente, sus fuerzas de destrucción se usan para hacer posible la regeneración. Mientras que la máquina artificial sólo es capaz de programa, la máquina viva es capaz de estrategia, es decir, de inventar sus comportamientos en la incertidumbre y el azar. Por tanto, en la máquina viviente existe un vínculo intrínseco y complejo entre desorganización y reorganización, entre desorden y creatividad.

Además, la máquina viviente no sólo consta de órganos especializados sino también de órganos multifuncionales. Su sistema generativo (genético) no sólo entraña genes especializados sino también genes polivalentes en conjuntos de genes que también son polivalentes. La máquina artificial no es más que una máquina. La máquina viviente es también un ser auto-eco-organizador y este ser es un individuo-sujeto.

Todas esas cualidades del ser-máquina viviente son impulsadas a su más alto grado en el ser humano, donde se amplían la calidad de sujeto y la aptitud para elegir (libertad).

Cuando la lógica de la máquina artificial se aplica a lo humano desarrolla el programa en detrimento de la estrategia, la hiperespecialización en detrimento de la competencia general, el carácter mecánico en detrimento de la complejidad organizativa: la funcionalidad estricta, la racionalización y la cronometrización que imponen la obediencia de los seres humanos a la organización mecánica de la máquina. Ésta ignora el individuo viviente y su calidad de sujeto y, por tanto, las realidades humanas subjetivas.

La lógica de la máquina artificial primero se impuso en la industria donde, al liberar los músculos humanos de los trabajos pesados, sometió al trabajador a sus normas mecánicas y especializadas así como a su tiempo cronometrado. A la vez que servía a las necesidades humanas, la máquina puso a los seres humanos al servicio de sus necesidades mecánicas. Al convertirse en un apéndice de la actividad humana, convirtió al trabajador en su apéndice.

La lógica de la máquina artificial se propagó fuera del sector industrial, especialmente en el mundo administrativo donde su organización ya estaba prefigurada en la organización burocrática, y se apoderó de numerosos campos de la actividad social: como dijo Gideon, la mecanización toma el mando [Gideon 1948]. Primero se adueña del mundo urbano y luego del mundo rural, donde transforma a los campesinos en agricultores y convierte en suburbios a villas y pueblos.

La lógica de la máquina artificial --eficacia, predecibilidad, calculabilidad, especialización rígida, rapidez, cronometría-- invade la vida cotidiana: regula viajes, consumo, ocio, educación, servicios y comidas, y provoca lo que George Ritzer [1992] llama la `macdonaldización de la sociedad'. La urbanización, la atomización y la anonimización van a la par de la aplicación generalizada de la lógica de la máquina artificial a los seres humanos y a sus relaciones. La noción de desarrollo, tal como se ha impuesto, obedece la lógica de la máquina artificial y la difunde por el planeta.

De este modo, la toma de posesión de la técnica se convierte al mismo tiempo en toma de posesión por la técnica. Se cree racionalizar la sociedad para el hombre y se racionaliza al hombre para adaptarlo a la racionalización de la sociedad.

Reinado del pensamiento mecánico y parcelario

La propagación de la lógica de la máquina artificial en todos los campos de la vida humana genera un pensamiento mecanicista parcelario que adopta una forma tecnocrática y econocrática. Dicho pensamiento sólo percibe la causalidad mecánica cuando todo obedece, cada vez más, a la causalidad compleja. Reduce lo real a lo que es cuantificable. La hiperespecialización y la reducción a lo cuantificable producen ceguera no sólo frente a la existencia, lo concreto, lo individual, sino también frente al contexto, lo global, lo fundamental; y en todos los sistemas tecnoburocráticos, llevan a una fragmentación, a una disolución y, finalmente, a una pérdida de la responsabilidad. Favorecen a la vez las rigideces de la acción y la laxitud de la indiferencia. Contribuyen en forma considerable a la regresión democrática en los países occidentales, donde todos los problemas que se han vuelto técnicos escapan a los ciudadanos en favor de los expertos, y donde la pérdida de la visión de lo global y lo fundamental dejan libre el camino no sólo a las ideas parcelarias más cerradas sino también a las ideas globales más hueras, a las ideas fundamentales más arbitrarias, incluso, y sobre todo, entre los técnicos y los científicos.

Los estragos de la racionalidad fragmentaria y cerrada se manifiestan en la concepción de los grandes proyectos tecnoburocráticos que siempre omiten una o varias dimensiones de los problemas (como la represa de Asuán, la instalación de Fos-Sur- Mer, la organización del CNTS, el affaire de la sangre contaminada o el proyecto para desviar los ríos siberianos). De hecho, la racionalidad cerrada genera irracionalidad y, evidentemente, es incapaz de asumir el desafío de los problemas planetarios.

La nueva barbarie

Hay sufrimientos humanos que provienen de cataclismos naturales, sequías, inundaciones o escaseces. Otros provienen de antiguas formas de barbarie que no han perdido virulencia. Pero otros, finalmente, proceden de una nueva barbarie tecno-científico- burocrática, inseparable del imperio de la lógica de la máquina artificial sobre los seres humanos.

La ciencia no solamente es esclarecedora, también es ciega para su propio devenir y en sus frutos contiene, como el árbol bíblico del conocimiento, a la vez el bien y el mal. La técnica es, a la vez, portadora de civilización y de una nueva barbarie, anónima y manipuladora. La palabra razón no sólo expresa la racionalidad crítica, sino también el delirio lógico de la racionalización, ciego frente a los seres concretos y la complejidad de lo real. Lo que considerábamos avances de la civilización son, al mismo tiempo, avances de la barbarie.

Walter Benjamin percibió muy bien que la barbarie estaba en la fuente de las grandes civilizaciones. Freud percibió muy bien que la civilización, en vez de eliminar la barbarie la desterraba a sus subterráneos y posponía sus nuevas erupciones. Hoy debemos percibir que la civilización tecnocientífica, a pesar de ser civilización, produce una barbarie que le es propia.

La impotencia de llevar a cabo la mutación metatécnica

Hoy en día se derrumba el mito del progreso y el desarrollo padece un mal; al menos una de las causas de todo lo que amenaza al conjunto de la humanidad tiene que ver con el desarrollo de las ciencias y las técnicas (amenaza de las armas de aniquilación, amenazas ecológicas a la biosfera, amenaza de explosión demográfica).

No obstante, los mismos desarrollos tecnocientíficos podrían permitir, en este fin de milenio, recuperar las competencias generales, sustituir el trabajo hiperespecializado por robots, máquinas y control informático, organizar una economía distributiva que suprima las escaseces y hambrunas del Tercer Mundo e integre a los excluidos y remplazar los sistemas de enseñanza rígidos por una educación para la complejidad.

Es posible imaginar una civilización metatécnica con la ayuda y la integración de la técnica, el control de la lógica actual de las máquinas artificiales mediante normas humanas, la introducción progresiva de una lógica compleja --lo que apenas está empezando-- en los computadores y, por tanto, en el mundo de las máquinas artificiales.

La impotencia para llevar a cabo la gran mutación tecnológica- económica-social no sólo proviene de la insuficiencia de conocimientos técnicos y económicos, sino también de las deficiencias del pensamiento tecno-econocrático dominante. También proviene de la debilidad del pensamiento político que, tras el colapso del marxismo, es incapaz de desplegar un pensamiento complejo y concebir un gran proyecto. Hay impotencia para superar la crisis del progreso mediante un progreso diferente y para superar la crisis de la modernidad mediante algo distinto de un mísero postmodernismo.

Un curso ciego

La tríada ciencia/técnica/industria se ha hecho cargo de la aventura humana y su curso está fuera de control. El crecimiento es incontrolable y su avance lleva al abismo.

A la visión eufórica de Bacon, Descartes y Marx, donde el hombre amo de la técnica se convertía en amo de la naturaleza, sigue la visión de Heisenberg y Gehlen [Morin 1969], donde la humanidad se convierte en el instrumento de un desarrollo metabiológico animado por la técnica. Debemos abandonar los dos principales mitos del Occidente moderno: la conquista de la naturaleza-objeto por el hombre sujeto del universo, y el falso infinito al que apuntan el crecimiento industrial, el desarrollo y el progreso. Debemos abandonar las racionalidades parciales y cerradas, las racionalizaciones abstractas y delirantes que consideran irracional toda crítica racional que las cuestione. Debemos liberarnos del paradigma pseudorracional del homo sapiens faber según el cual ciencia y técnica asumen y logran el desarrollo humano.

La tragedia del desarrollo y el subdesarrollo del desarrollo, la carrera desenfrenada de la tecnociencia y la ceguera que produce el pensamiento parcelario y reduccionista nos han lanzado a una aventura sin control.

AGONÍA

¿Crisis?

Se podría considerar que el estado caótico y conflictivo de la era planetaria es su estado `normal' y que sus desórdenes son ingredientes inevitables de su complejidad, y evitar utilizar el término, hoy trivializado y convertido en lugar común, de crisis.

Pero, entonces, cabría recordar lo que entendemos por `crisis' [Morin 1984, 139-151]. Una crisis se manifiesta en el aumento y la generalización de las incertidumbres, en la ruptura de las regulaciones o feedbacks negativos (que anulan las desviaciones), en el desarrollo de feedbacks positivos (crecimientos incontrolados) y en el aumento de los peligros y las oportunidades (peligros de regresión o de muerte, oportunidades de encontrar solución o salvación).

Cuando consideramos el estado del planeta, advertimos:

- el aumento de las incertidumbres en todos los campos, la imposibilidad de cualquier futurología segura y la extremada diversidad de los posibles escenarios futuros.

- la ruptura de regulaciones (incluida la ruptura del `equilibrio del terror'), el desarrollo de crecimientos en feedback positivos, como el crecimiento demográfico, los desarrollos incontrolados del crecimiento industrial y los de la tecnociencia.

- peligros mortales para el conjunto de la humanidad (arma nuclear, amenaza contra la biosfera) y, al mismo tiempo, oportunidad de salvar a la humanidad del peligro a partir de la conciencia misma del peligro.

La policrisis

Sería deseable jerarquizar los problemas `crísicos', para concentrar la atención en el primero o mayor de los problemas.

En cierto sentido, la aventura incontrolada de la tecnociencia es un problema esencial: comanda el problema del desarrollo y el problema de civilización, y suscitó el desbordamiento demográfico y la amenaza ecológica. Pero controlar la marcha de la tecnociencia hoy no resolvería ipso facto la tragedia del desarrollo ni la problemática de nuestra civilización; no curaría la ceguera que produce el pensamiento parcelario y reduccionista y no suprimiría el problema demográfico ni la amenaza ecológica. Además, el problema de la tecnociencia depende del conjunto de la civilización que, hoy, depende de ella. No se puede tratar aisladamente y se debe afrontar en forma diversa según las regiones del planeta.

De hecho, existen inter-retro-acciones entre los distintos problemas, crisis y amenazas. Así sucede con los problemas de la salud, la demografía, el entorno, el modo de vida, la civilización y el desarrollo. Así sucede con la crisis del futuro, que favorece la virulencia de los nacionalismos, la cual favorece el desajuste económico, el cual favorece la balcanización generalizada, y todo ello mediante inter-retro-acción. En términos más amplios, la crisis de la antroposfera y la crisis de la biosfera remiten una a la otra, como remiten unas a otras las crisis del pasado, del presente y del futuro.

Muchas de estas crisis pueden ser consideradas como un conjunto `policrísico' donde se ramifican y enlazan entre sí la crisis del desarrollo, la crisis de la modernidad y la crisis de todas las sociedades, unas sacadas de su letargo, su autarquía y su estado estacionario, y otras que aceleran vertiginosamente su movimiento, lanzadas en una marcha ciega, movidas por la dialéctica de los desarrollos de la tecnociencia y del desbordamiento de los delirios humanos.

Así, no es posible identificar el problema número uno que subordinaría a todos los demás; no hay un solo problema vital sino varios problemas vitales, y esta intersolidaridad de los problemas, antagonismos, crisis, procesos incontrolados y crisis general del planeta constituye el problema vital número uno.

La aceleración

La gravedad o la profundidad de la crisis puede medirse por la amplitud de los feedbacks positivos y por la magnitud de los peligros mortales.

Por cierto, toda la marcha tecnoeconómica de Occidente desde finales del siglo XVIII puede verse como un gigantesco feedback positivo, es decir, como un proceso no controlado que se autoalimenta, se autoamplifica, se autoacelera y desestructura las sociedades tradicionales, sus modos de vida y sus culturas. Este proceso de destrucción ha sido a la vez un proceso de creación (de una civilización, de nuevas formas culturales y de obras admirables en literatura, poesía, música...).

Hoy, la cuestión consiste en saber si las fuerzas de regresión y destrucción predominarán sobre las de progreso y creación y si no hemos cruzado ya un umbral crítico en la aceleración-amplificación, que podría llevarnos al desbordamiento explosivo.

Pues la aceleración se apodera de todos los sectores de la vida. La misma velocidad va cada vez más de prisa. Con la aceleración técnica --fax, TGV, Chronopost y supersónicos-- nosotros mismos estamos acelerados. Es la carrera, cada vez más apresurada, de toda una civilización.

Debemos tomar conciencia de esta carrera alocada hacia un futuro que cada vez tiene menos cara de progreso, o que sería más bien el segundo rostro del progreso. Como dijo Walter Benjamin al hablar del ángel lanzado hacia el porvenir por una airada tempestad: "Esta tempestad es lo que llamamos progreso".

¿Corremos, entonces, hacia la autodestrucción? ¿Hacia una mutación? Los feedbacks positivos que llevan al desbordamiento pueden, eventualmente, producir una mutación. Pero se necesitaría que predominaran las fuerzas de control y regulación.

Se trata, entonces, de frenar el diluvio técnico sobre las culturas, la civilización, la naturaleza, que amenaza las culturas, la civilización y la naturaleza. Se trata de ir más lento para evitar una explosión o una implosión. Se trata de desacelerar para poder regular, controlar y preparar la mutación. La supervivencia exige revolucionar el porvenir. Debemos orientarnos hacia otro porvenir. En esto consiste la toma de conciencia decisiva del nuevo milenio.

La fase damoclea

La crisis planetaria está en el centro de los procesos incontrolados y éstos están en el centro de la crisis planetaria. El aumento de las amenazas mortales globales es uno de los rasgos de la crisis planetaria.

En 1945, la bomba de Hiroshima abrió una nueva fase donde el arma nuclear pende continuamente sobre la humanidad entera. Esta situación damoclea se ha instaurado con los enormes arsenales capaces de destruir el género humano, con los miles de misiles que portan megamuerte y se almacenan en silos, surcan los océanos en submarinos nucleares y vuelan sin cesar en superbombarderos. El arma se propaga, se miniaturiza y pronto estará a disposición de potentados y terroristas dementes.

Al mismo tiempo, la amenaza damoclea se ha dirigido hacia la biosfera, donde las emisiones y emanaciones de nuestro desarrollo técnico/urbano amenazan con destruir por envenenamiento nuestro medio viviente y volverse mortíferas para la humanidad.

Al mismo tiempo, la vieja muerte, inhibida por la medicina y la higiene, ha resurgido con una virulencia hasta hoy desconocida; el sexo, al que se creía haber vuelto aséptico, evoca en cada abrazo el espectro de Damocles.

Por último, con angustia, desespero y violencia, la muerte ha ganado terreno en el interior mismo de nuestra psiquis. Los poderes de autodestrucción y de destrucción, latentes en cada individuo y cada sociedad, se han reactivado en nuestros medios urbanos anónimos, multiplicando y aumentando las soledades y las angustias individuales, desinhibiendo una violencia que se convierte en expresión banal de la protesta, el rechazo y la revuelta. La mortífera atracción de las drogas duras, sobre todo de la heroína, se difunde irresistiblemente; éstas apaciguan, embriagan y exaltan, pero la salvación que prometen es mortal.

Desde la aparición del homo sapiens, la conciencia de su propia muerte y la de los suyos estaba en cada ser humano. Con la caída del imperio romano surgió la idea de que las civilizaciones eran mortales. Desde hace un siglo, intensificado por los aportes de la cosmología contemporánea, se ha propagado el conocimiento de que la Tierra y el Sol morirán, arrastrando a la vida en su naufragio. Pero a esas muertes ya conocidas se añaden nuevas muertes íntimas, nuevas muertes globales, próximas, deslizantes, ponzoñosas, envolventes, y todas ellas planetarizadas.

La alianza de las barbaries

En nuestra fase damoclea se producen también múltiples desbordamientos, en numerosos puntos del globo, de una gran barbarie nacida de la alianza entre las formas antiguas, aún virulentas, de barbarie --fanatismos, crueldades, menosprecios y odios alimentados más que nunca por religiones, racismos, nacionalismos e ideologías-- y las nuevas formas --anónimas, gélidas, burocráticas, tecnocientíficas-- de barbarie desarrolladas en nuestro siglo. La alianza, en formas diversas, entre las dos barbaries, sellada en Kolyma, Auschwitz e Hiroshima, se ha vuelto universal y pone en peligro la supervivencia y el porvenir de la humanidad.

¿Agonía?

Si se consideran globalmente los dos ciclones `crísicos' y críticos de las guerras mundiales del siglo XX y el ciclón desconocido aún en formación, si se consideran las amenazas mortales contra la humanidad provenientes de la misma humanidad y, por último y sobre todo, si se considera la situación actual de policrisis entrelazadas e indisociables, la crisis planetaria de una humanidad aún incapaz de convertirse en humanidad puede entonces denominarse agonía, es decir, un estado trágico e incierto donde los síntomas de muerte y de nacimiento luchan y se confunden. Un pasado muerto que no muere y un porvenir naciente que no acaba de nacer.

Hay un desbordamiento mundial de fuerzas ciegas, de feedbacks positivos, de locura suicida, pero también hay una mundialización de la exigencia de paz, de democracia, de libertad y de tolerancia.

La lucha entre las fuerzas de integración y las de desintegración no sólo aparece en las relaciones entre sociedades, naciones, etnias y religiones, también surge en el seno de cada sociedad y en el interior de cada individuo. No es sólo una lucha entre impulsos civilizadores e impulsos bárbaros, también es una lucha entre esperanza colectiva de supervivencia y riesgos de muerte colectivos. Esta es la lucha de este siglo que termina, sin que necesariamente sea la lucha final que nos haría salir de la edad de hierro planetaria.

Todas las antiguas inmunidades que protegían a las culturas trabajan hoy, a la vez, a favor y en contra de la humanidad. A favor, manteniendo la diversidad; en contra, impidiendo la unidad. Las inmunidades nacionales se han vuelto destructoras más que protectoras. En tanto entidad planetaria, la humanidad no ha adquirido aún ninguna protección inmunitaria contra los males internos que la asuelan.

La agonía planetaria, no tan sólo la suma de conflictos tradicionales de todos contra todos, más las crisis de distinto tipo, más la aparición de nuevos problemas sin solución, es un todo que se nutre de esos ingredientes conflictivos, `crísicos', problemáticos y que, a su vez, los engloba, los sobrepasa y los alimenta.

Y ese todo porta en sí el problema de los problemas: la impotencia del mundo para convertirse en mundo, la impotencia de la humanidad para convertirse en humanidad.

¿Estamos irremediablemente comprometidos en la marcha hacia el cataclismo generalizado?, ¿qué criatura esperamos del alumbramiento? O proseguiremos, a troche y moche, hacia una Edad Media planetaria con conflictos regionales, crisis sucesivas, desórdenes y regresiones; quizá con algunos islotes protegidos.

La agonía de muerte/nacimiento quizá sea el camino, con infinitos riesgos, hacia la metamorfosis general. A condición, justamente, de que se tome conciencia de esta agonía.

REFERENCIAS

Gideon, S. 1948. Mechanization Takes Command, Oxford University Press.

Morin, E. 1969. Introduction à une politique de l'homme, "Points Politique", Éditions du Seuil, París.

Morin, E. 1984. Sociologie, Fayard, París.

Ritzer, G. 1992. The Macdonaldisation of Society, Sage Press.

(1)La cadena industrial del automóvil permitió crear empleos para vigilantes de garaje, mecánicos y revendedores. No sucede igual con la informática.

(2)El único contraejemplo, que aún no logra ser ejemplar, es el de la comunidad nacida al oeste de la pequeña Europa.

(3)Cuando en 1960 participaba con el 9 por ciento de los intercambios internacionales y era autosuficiente en alimentos.

(4)Como el Centro de Investigaciones sobre el Futuro de la Universidad de California del Sur. Subsisten institutos dedicados básicamente a programas tecnológicos de corto plazo, como el Centro de Investigaciones sobre el Futuro de Palo Alto.

(5)Los años 1977 a 1980 constituyen un giro importante: en 1977, el sionismo laico da paso a un israelismo bíblico con la llegada de Begin al poder; en 1978, Juan Pablo II es elegido Papa y emprende la reevangelización del mundo; en 1979, un Irán más o menos laico cae en poder del Ayatola Jomeini.

(Tomado de Terre-Patrie, Éditions de Seuil, París 1993, capítulo 3)

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