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Genocidio y vida cotidiana en Estados Unidos

James Petras
La Jornada

El Pentágono anunció que fue probada la bomba no nuclear más grande de la historia, con un peso de nueve toneladas y media, en preparación para su posible uso en Irak. Dos semanas antes el general Richard Meyers, presidente del comando conjunto del estado mayor, afirmó que la política estadunidense era crear un shock a Irak para obligarlo a rendirse, soltando sobre Bagdad 3 mil bombas guiadas y misiles durante las primeras 48 horas de la campaña bélica. Funcionarios militares estadunidenses calculan que 300 mil soldados y civiles iraquíes morirán. Naciones Unidas estima que al menos 10 millones de iraquíes resultarán muertos, heridos, desplazados y traumatizados.

A diferencia de las políticas genocidas alemanas contra los eslavos, gitanos, judíos y homosexuales, el genocidio estadunidense es del conocimiento público, se discute abierta y concienzudamente en los medios masivos de comunicación con las mismas voces sin inflexión e imágenes que uno espera que acompañen el reporte del tiempo. Los más grandes entre los diarios respetables, The New York Times, The Washington Post y Los Angeles Times, publican en sus primeras planas extractos, y a veces incluso transcriben íntegramente, los discursos de generales, ministros y del presidente, en los que se describen tácticas y estrategias de aniquilamiento masivo. Sus páginas editoriales no son espacio para manifestar desacuerdo.

A medida en que estas armas de destrucción masiva se acumulan en Medio Oriente, y las tropas estadunidenses se preparan para lanzar una invasión de envergadura, los medios se congracian con los lectores publicando reportajes "de interés humano" sobre parejas llorosas que se abrazan en la despedida, madres patrióticas que ondean sus banderas o patrones generosos que ofrecen conservar los planes de salud de sus empleados mientras ellos están inmersos... en una guerra genocida.

Los preparativos anunciados y premeditados de esta guerra genocida son presentados por los medios junto con los marcadores de los juegos de básquetbol, los recientes escándalos de Hollywood, el reporte climatológico y, desde luego, los comerciales de desodorantes, automóviles y los reportes de la bolsa de valores.

Los medios de comunicación han intentado integrar al genocidio dentro de la vida cotidiana de los ciudadanos comunes. Matar, mutilar, desplazar a millones de personas se ha convertido en una simple "medida de seguridad", como los consejos que aparecen en los periódicos provinciales que advierten a los ciudadanos cerrar con llave sus puertas por las noches. A nivel sicológico, los medios tratan de inculcar la idea de que quienes perpetrarán el genocidio son las víctimas de un complot mundial para destruir a Estados Unidos, y que las víctimas iraquíes de tal genocidio son los agresores. La paranoia política masiva inducida por los medios de comunicación sirve para lanzar una guerra genocida.

A diario la prensa estadunidense inventa terroristas, da publicidad a acusaciones infundadas, infla incidentes menores, reporta las denuncias fabricadas que el secretario de Estado, Colin Powell, presenta ante el Consejo de Seguridad, y después omite la cuidadosa refutación que de ellas hacen los inspectores de armas de la ONU. En todo el mundo se publican los escándalos mayúsculos que se generan porque han sido intervenidos teléfonos, faxes y correos electrónicos de los miembros de Naciones Unidas, pero estas noticias están totalmente ausentes en el New York Times y el Washington Post.

Funcionarios estadunidenses aislados (como el congresista Moran) que se atreven a mencionar la influencia en el gobierno de políticos judíos de derecha (Wolfowitz, Perle, Cohen, Kagan, Abrams, etcétera) en relación a la cuestión de Israel, son tachados de antisemitas y obligados retractarse y someterse a una humillante autoacusación; sufren el mismo tratamiento que los críticos de José Stalin en la década de los 30. La negativa a retractarse ha destruido las carreras de muchos servidores públicos experimentados.

La marcha de Washington hacia el genocidio ha sido impulsada por el fanatismo en varios estratos ideológicos. Bush es un fundamentalista cristiano quien, para horror de la comunidad científica, proclama la historia bíblica de la creación en forma literal mientras fustiga las bases del conocimiento científico sobre la evolución como se enseña en escuelas secundarias y universidades. Como muchos alcohólicos reformados, se ha aferrado al fundamentalismo cristiano con un fervor que llega al extremo de que haya lecturas diarias de la Biblia en los salones del gobierno federal.

Afirma que Dios lo predestinó para ser presidente (con la intervención divina de boletas electorales defectuosas en Florida y una corte en manos de republicanos), y para guiar a la nación en una cruzada contra el mal que justifica el genocidio del pueblo iraquí (la Babilonia del Cinturón de la Biblia estadunidense).

El segundo estrato ideológico poderoso es el fanático compromiso y lealtad ciega hacia el Estado de Israel y su expansión y dominio en Medio Oriente, que caracteriza a los políticos de derecha judía y militarista, quienes son los arquitectos ideológicos de una doctrina de guerra permanente.

El tercer estrato poderoso son los ideólogos civiles ultrabelicistas, como Rumsfeld y Condoleezza Rice, quienes codician un dominio mundial y alardean que con el poderío militar de su país podrían pelearse dos, tres o más guerras de exterminio.

Un cuarto estrato está formado por oportunistas como Colin Powell, que promueven el genocidio como un medio de fortalecer su propia posición política para un futuro intento de llegar a la presidencia.

La confluencia de estas visiones de extremismo religioso, de contenido étnico y militarista que imperan en la administración Bush es el motor que impulsa el genocidio premeditado. La creencia de que existe "gente elegida por Dios" y "personas especiales" limpia la conciencia ante cualquiera que piense en la suerte que correrán millones de víctimas iraquíes, y además prepara el camino para futuros asesinatos en masa en Siria, Irán, Corea del Norte, Libia y tal vez en la "Europa antisemita", como la llamó Richard Perle, el principal asesor militar de Rumsfeld.

Los respetables medios de comunicación, sus prestigiados periodistas y sus alegres editores proveen el tipo de reportajes que amplifica las políticas extremistas de estos dirigentes, idelógicamente fanáticos. Publican fotografías de funcionarios clave anunciando asesinatos masivos con rostros joviales o pensativos, como el de tu tío.

La mayor ofensa de los medios estadunidenses es la forma en que "normalizan" los preparativos para una invasión brutal, de la misma forma en que han normalizado el perpetuo asesinato de Israel a sus oponentes palestinos. Al presentar los planes para un genocidio como si se tratara de un "evento" rutinario, algo cuyos detalles técnicos se discuten con los caudillos estadunidenses en entrevistas favorecedoras, los medios despojan a este crimen de toda dimensión moral, humana y política.

"Imagínense una bomba de nueve toneladas y media, más grande que la Cortadora de Margaritas, que pesaba sólo siete y media toneladas", anuncia alegremente el vocero militar. "Entre más grande es mejor", dicen los militaristas. "Una forma más rápida y barata de reordenar Medio Oriente y purgarlo del mal", canta un coro de fundamentalistas cristianos y de fanáticos del Likud. Ningún medio ha evocado la imagen de misiles crucero incinerando a más de 400 civiles iraquíes en el refugio antibombas de Amiriya en un solo ataque en una noche clara de febrero de 1991.

Diversas voces solemnes, trabajando en armonía para lograr un sistema imperialista más violento y sin escrúpulos, o como sugieren los respetables medios cobardes, para "tener la esperanza de un mundo más pacífico" para aquellos iraquíes que sobrevivan y podrían disfrutar la pax americana. Funcionarios del Pentágono anunciaron en titulares recientes sus generosos planes de "emplear" a soldados iraquíes que se rindan para labores de limpieza (o para cavar fosas comunes).

Pero a pesar de su irredenta propaganda, que incluye burdos intentos de vincular a Irak con los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, y con la red fundamentalista Al Qaeda, los medios no han tenido éxito en su intento de convencer a millones de ciudadanos estadunidenses. Más de 40 por ciento rechaza la guerra; un porcentaje menor se opone a la guerra independientemente de cualquier resolución en la ONU. ¿Cómo fue que el poder combinado de los medios y del Estado no han logrado convencer a decenas de miles de estadunidenses?

Las razones incluyen una repugnancia moral hacia una ofensiva bélica que tiene base en acusaciones falsas, el miedo a represalias de terroristas, la preocupación de que la crisis económica doméstica se profundice, una sensación de aislamiento político o solidaridad con miles de millones de personas en el extranjero que se oponen a la guerra. Quizá, a un nivel más profundo, existe el temor de que los extremistas fanáticos que impulsan una máquinaria bélica sin control con misticismos religiosos, convicciones militaristas y enredos en el extranjero puedan provocar resultados catastróficos e impredecibles para este país.

Muchos ciudadanos estadunidenses prosiguen su vida diaria como siempre; ven televisión por demasiadas horas, consumen montañas de comida chatarra, están aprehensivos ante la inseguridad en sus empleos y se dedican a sus familias y sus comunidades. A sus ojos, existe una diaria trivialización de una guerra inminente, la preparación unilateral de una destrucción masiva sin ningún apoyo exterior, sin ningún argumento creíble. Una descarada agresión que ahora aterra a un número creciente de estadunidenses de todas las edades y sectores.

En las calles de miles de ciudades, pueblos y comunidades hay quienes protestan contra la guerra. Hay sitios de Internet que los conectan con alternativas noticiosas y con la prensa extranjera más crítica. Se escucha el grito de "No en nuestro nombre" de una multitud de celebridades y escritores. Hay amigos y vecinos que discuten sobre la guerra y deciden oponerse a ella. Una extensa nube de incertidumbre cubre a todo Estados Unidos, y toca tanto a los inversionistas de Wall Street como a los mecánicos. Los precios del petróleo se disparan; ante los déficits insostenibles, se habla de una inflación futura, y aumentan las protestas antibélicas. Los medios de comunicación han fracasado al intentar mo-vilizar al público, pese a sus masivos esfuerzos por legitimar la guerra. Aún hay esperanza en el futuro.

Traducción: Gabriela Fonseca

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