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LA ECONOMÍA SOCIAL Y POLÍTICA DE LA TURBULENCIA GLOBAL

Giovanni Arrighi

«La depresión –escribía Thorstein Veblen poco después de que finalizara la Gran Depresión de 1873-1896– es ante todo una enfermedad emocional del hombre de negocios. Ahí es donde reside la dificultad. El estancamiento de la industria y las privaciones que sufren los obreros y otras clases no son más que síntomas y efectos secundarios». Para que determinados remedios sean eficaces, tienen por tanto que «llegar a ese núcleo emocional del trastorno y [...] restituir la tasa de beneficio a un nivel “razonable”» 1. Entre 1873 y 1896 los precios habían ido cayendo desigual pero inexorablemente en lo que David Landes ha llamado «la deflación más drástica que haya conocido la historia de la humanidad» 2. Junto con los precios, los tipos de interés habían caído «hasta tal punto que los teóricos de la economía comenzaron a hablar de la posibilidad de que el capital se convirtiera en un bien tan abundante como para disponer de él libremente. Y los beneficios disminuían, mientras que lo que ahora se reconocía como depresiones periódicas parecían alargarse interminablemente. El sistema económico parecía estar hundiéndose».

En realidad, el sistema económico no se estaba «hundiendo». La producción y la inversión seguían creciendo, no sólo en los países recién industrializados de la época (en particular Alemania y Estados Unidos), sino también en Gran Bretaña, hasta el punto de que otro historiador, en una obra publicada el mismo año que la de Landes, afirmaba que la Gran Depresión de 1873-1896 no era más que un «mito» 3. Sin embargo, como apunta Veblen, no es contradictorio hablar de una «Gran Depresión» en una época de continua expansión de la producción y la inversión. Por el contrario, la Gran Depresión no fue ningún mito, precisamente porque la producción y el comercio, tanto en Gran Bretaña como en el conjunto de la economía mundial, habían seguido expandiéndose demasiado rápidamente como para que los beneficios se mantuvieran a un nivel que pudiera considerarse «razonable» 4.

Más concretamente, la gran expansión del comercio mundial registrada desde mediados del siglo XIX había conducido a una intensificación a escala sistémica de las presiones competitivas sufridas por las agencias de acumulación de capital. Cada vez más empresas, de cada vez más lugares de la economía-mundo centrada en el Reino Unido, se iban inmiscuyendo en las fuentes de abastecimiento y en los canales de distribución de otras, lo que tendía a desmantelar los «monopolios» existentes, esto es, el control más o menos exclusivo sobre determinados nichos de mercado.

Este desplazamiento del monopolio a la competencia fue probablemente el factor más importante en la modificación del ánimo de las empresas industriales y comerciales europeas. Ahora el crecimiento económico significaba también lucha económica, lucha que servía para separar a los fuertes de los débiles, para desalentar a unos y fortalecer a otros, para favorecer a los nuevos [...] países a expensas de los viejos. El optimismo sobre el futuro del progreso indefinido dio paso a la incertidumbre y a un sentimiento de angustia.

Pero de repente, como por arte de magia, las cosas cambiaron. Durante los últimos años del siglo XIX los precios comenzaron a subir, y con ellos los beneficios. A medida que mejoraban los negocios volvía la confianza, no la confianza evanescente de las breves expansiones que habían salpicado el decaimiento de las décadas precedentes, sino una euforia general que no se había visto desde [...] comienzos de la década de 1870. Todo parecía funcionar de nuevo correctamente, a pesar del ruido de sables y las alusiones marxistas a la «última fase» del capitalismo. En toda la Europa occidental esos años han quedado fijados en la memoria como los buenos viejos tiempos, el periodo eduardiano, la belle époque 5.

Sin embargo, como veremos, no había nada de mágico en la repentina recuperación de un nivel más «razonable» de la tasa de beneficio y el consiguiente restablecimiento de las burguesías británica y occidental de la enfermedad provocada por la competencia «excesiva». Por el momento señalemos solamente que no todos se beneficiaron de los «buenos tiempos » de 1896-1914. Internacionalmente, el principal beneficiario de la recuperación fue Gran Bretaña. Aunque su supremacía industrial había menguado, sus finanzas triunfaban y sus servicios como transportista, comerciante, agente de seguros e intermediario en el sistema de pagos mundial se hizo más indispensable que nunca 6. Pero incluso en Gran Bretaña no todos prosperaron. Cabe señalar en particular el declive general de los salarios reales británicos desde mediados de la década de 1890, que invirtió la rápida tendencia alcista del medio siglo anterior 7. Para la clase obrera de la potencia entonces hegemónica, la belle époque fue, por lo tanto, una época de estancamiento tras medio siglo de mejoras en su situación económica, lo que comunicó sin duda un impulso adicional a la renovada euforia de la burguesía británica. Pero el «ruido de sables» pronto se hizo atronador, precipitando una crisis de la que el sistema mundo capitalista centrado en Gran Bretaña no volvería a recuperarse.

El libro La expansión económica y la burbuja bursátil 8 de Robert Brenner, sólidamente argumentado y con muy abundante documentación, no se refiere a aquel fenómeno de depresión, resurgimiento y crisis del capitalismo mundial a finales del siglo XIX, pero el núcleo de su exposición invita continuamente a establecer una comparación entre aquel periodo y lo que Brenner llama el «estancamiento persistente» de 1973-1993 y la posterior «recuperación» de la economía estadounidense y mundial. El propósito de este artículo no es tanto desarrollar esa comparación como utilizar aquella experiencia como patrón para evaluar la validez y los límites de la argumentación de Brenner. En la primera parte de lo que sigue reconstruiré lo mejor que pueda su análisis, centrándome en sus aspectos más interesantes y esenciales. En la segunda parte examinaré críticamente su argumentación, destacando sus debilidades y límites. Concluiré incorporando mis críticas a una versión revisada de la argumentación de Brenner.

LA TEORÍA ECONÓMICA DE LA TURBULENCIA GLOBAL

El objetivo de Brenner en su libro de 2002 La expansión económica y la burbuja bursátil, como en su artículo de 1998 «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», consiste en aportar pruebas en apoyo de tres asertos estrechamente relacionados.

El primero es que la transformación de la larga expansión de las décadas de 1950 y 1960 en el relativo estancamiento de las de 1970 y 1980 ya estaba inscrita en las mismas fuerzas que impulsaron la expansión. El segundo es que la persistencia de ese estancamiento relativo, desde 1973 hasta 1993, se debió ante todo a la forma en que respondieron las organizaciones empresariales y gubernamentales de los principales países capitalistas a la caída brusca y generalizada de rentabilidad que marcó el inicio de la transformación de la expansión en estancamiento. Y el tercero es que la recuperación de la economía estadounidense a partir de 1993 no se basó en una resolución de los problemas subyacentes bajo el largo declive; en realidad puede que los haya agravado, como atestiguan la crisis de la economía-mundo en 1997-1998 y la crisis potencialmente aún más seria que han experimentado las economías estadounidense y mundial desde la implosión de la burbuja de la «nueva economía».

Desarrollo desigual: de la expansión a la crisis

Como argumenta en detalle en «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98» y resume brevemente al comienzo de La expansión económica y la burbuja bursátil, a juicio de Brenner la larga expansión de las décadas de 1950 y 1960 y la crisis de rentabilidad que le puso fin entre 1965 y 1973 estaban insertas en lo que denomina «desarrollo desigual», que según su definición es el proceso por el que los países rezagados en el desarrollo capitalista intentan y finalmente consiguen alcanzar a los líderes de la economía-mundo 9.

Centrándose en Alemania y Japón como los más exitosos entre los países rezagados que después de la Segunda Guerra Mundial intentaron igualarlos niveles de desarrollo alcanzados por Estados Unidos, Brenner argumenta que fue la capacidad de estos dos países para combinar las tecnologías de alta productividad promovidas originalmente en Estados Unidos con la gran oferta de fuerza de trabajo pobremente retribuida que atestaba sus pequeños sectores empresariales relativamente retrasados y de carácter rural, lo que hizo crecer su tasa de beneficio y de inversión.

Durante los primeros años de la década de 1960 esta tendencia no afectó negativamente a la producción y los beneficios en Estados Unidos, porque «los bienes producidos en el extranjero eran en su mayoría incapaces de competir en el mercado estadounidense, y porque los productores estadounidenses dependían poco de sus ventas en el extranjero». En este aspecto decisivo, por lo tanto, «el desarrollo desigual era [...] todavía en gran medida un desarrollo separado» 10. De hecho, aunque «el desarrollo económico desigual implicaba un declive relativo de la economía estadounidense [...], también constituía una condición necesaria para la prolongada vitalidad de las fuerzas dominantes en ella»:Los bancos y empresas multinacionales estadounidenses, para expandirse en el exterior, necesitaban salidas rentables para su inversión directa en esos países. Los industriales estadounidenses requerían, para aumentar sus exportaciones, una demanda exterior rápidamente creciente para sus productos. La política imperialista estadounidense, volcada en la «contención del comunismo» y en mantener el mundo seguro y abierto para la libre empresa, procuraba el éxito económico para sus aliados y competidores como fundamento para la consolidación política del orden capitalista de posguerra [...]. Toda esta política dependía, por lo tanto, del dinamismo económico de Europa y Japón para alcanzar sus propios objetivos 11.

En resumen, hasta comienzos de la década de 1960 el desarrollo desigual fue un juego de suma positiva que apuntalaba «una simbiosis, por conflictiva e inestable que fuera, entre el líder y los seguidores, entre el desarrollo temprano y el tardío, entre la potencia hegemónica y las hegemonizadas »12. Parafraseando la interpretación de Landes de la Gran Depresión de 1873-1896, todavía no se había convertido en «lucha económica», en un juego de suma cero o incluso negativa que cuando beneficiaba a alguno de los contendientes lo hacía a expensas de otros. En la propia valoración de Brenner del inicio del largo declive de 1973-1993, esto es precisamente lo que sucedió con el desarrollo desigual entre 1965 y 1973.

Para entonces Alemania y Japón no sólo habían alcanzado, sino «adelantado a Estados Unidos en una industria clave tras otra: textiles, acero, automóviles, máquina herramienta, electrónica para el consumo». Y lo que es más importante, los nuevos productores que operaban con menores costes basados en esos países antes retrasados comenzaron a «invadir mercados hasta entonces dominados por productores de los países líderes, Estados Unidos y el Reino Unido» 13.

Esta irrupción de artículos baratos en el mercado estadounidense y mundial minó la capacidad de los productores estadounidenses «de asegurarse la tasa de ganancia establecida para sus inversiones de capital y trabajo » provocando, entre 1965 y 1973, una caída en la tasa de beneficio sobre su stock de capital de más del 40 por 100. Los industriales estadounidenses respondieron a esta intensificación de la competencia en su propio país y en el extranjero de formas variadas: situaron el precio de sus productos por debajo del coste total, buscando obtener la tasa de beneficio establecida únicamente sobre el capital circulante; pusieron freno al aumento de los costes salariales, y mejoraron sus instalaciones y equipos. En último término, no obstante, el arma decisiva de Estados Unidos en la incipiente lucha competitiva fue una drástica devaluación del dólar con respecto al yen japonés y el marco alemán 14.

Fin del patrón oro-dólar

En cierta medida, esa devaluación fue consecuencia del deterioro de la balanza comercial estadounidense debido a la pérdida de competitividad de sus industriales frente a los alemanes y japoneses. Ahora bien, los efectos de esa balanza comercial sobre los valores de las tres monedas se vieron considerablemente ampliados por políticas gubernamentales que desestabilizaron –y acabaron por derrumbar– el régimen internacional del patrón oro-dólar establecido al acabar la Segunda Guerra Mundial, ya que los gobiernos alemán y japonés respondieron a las presiones inflacionistas generadas en sus economías domésticas recurriendo a la intensificación de su producción destinada a la exportación y frenando la demanda interna, lo que aumentó su superávit comercial y la demanda especulativa de sus monedas 15. Durante el tramo final de la Administración de Johnson y los primeros momentos de la de Nixon, el gobierno estadounidense intentó contrarrestar la creciente inestabilidad monetaria mediante la austeridad presupuestaria y una política monetaria restrictiva. Pero, muy pronto, los costes políticos del mantenimiento de una seria política antiinflacionista, por no mencionar la alarmante caída del mercado de valores [...], resultaron inaceptables para la Administración de Nixon. Bastante antes de la derrota de los republicanos en las elecciones al Congreso de noviembre de 1970, cuando los elevados tipos de interés amenazaban con asfixiar la recuperación económica, el gobierno recurrió de nuevo al estímulo presupuestario y la Reserva Federal optó por una política crediticia laxa. Como dijo Nixon varios meses después: «Ahora todos somos keynesianos » 16.

El giro estadounidense hacia una política macroeconómica expansionista a mediados de la década de 1970 supuso un golpe mortal para el patrón oro-dólar. Cuando los tipos de interés cayeron en Estados Unidos, mientras permanecían elevados o crecían en Europa y Japón, el dinero especulativo a corto plazo abandonó el dólar, disparando el déficit (a corto y largo plazo) de la balanza de pagos estadounidense. El vacilante intento del Acuerdo Smithsoniano de diciembre de 1971 para preservar los tipos de cambio fijos, mediante una devaluación del 7,9 por 100 del dólar con respecto al oro y revaluaciones del marco (13,5 por 100) y del yen (16,9 por 100) frente al dólar, fue incapaz de contener la renovada presión a la baja que la Administración de Nixon descargó sobre la moneda estadounidense con otra ronda de estímulos económicos. En 1973 esa presión era ya insoportable, lo que condujo a otra importante devaluación del dólar y al abandono formal del sistema de tipos de cambio fijos, sustituido por la flotación libre de las monedas 17.

La colosal devaluación del dólar con respecto al marco (en total un 50 por 100 entre 1969 y 1973) y al yen (un 28,2 por 100 entre 1971 y 1973) –afirma Brenner– permitió «el vuelco en los costes relativos que [el sector industrial estadounidense] había sido incapaz de conseguir mediante el aumento de productividad y la contención de los salarios». Ese giro tuvo un efecto galvanizador sobre la economía estadounidense. La rentabilidad, el aumento de la inversión y la productividad del trabajo en la industria volvieron a prosperar y la balanza comercial estadounidense conoció de nuevo una situación de superávit. El impacto sobre las economías alemana y japonesa fue exactamente el opuesto. La competitividad de su sector industrial se vio seriamente recortada, obligándolas «a renunciar a sus elevadas tasas de beneficio si querían mantener sus ventas». La crisis mundial de rentabilidad no se había superado, pero su carga quedó al menos más repartida entre los principales países capitalistas 18.

En resumen, el desarrollo económico desigual –entendido como proceso de captura por las economías rezagadas de las más adelantadas– produjo tanto la larga expansión de posguerra como la crisis de rentabilidad de finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970. Mientras duró, ese proceso de captura sostuvo un círculo virtuoso a escala mundial de sustanciosos beneficios, elevada inversión y productividad creciente. Pero una vez que los rezagados –o al menos dos de los más destacados– se pusieron a la par con el antiguo líder, el resultado fue un exceso de capacidad productiva a escala mundial, con la consiguiente presión a la baja sobre las tasas de beneficio. Al poco tiempo, sin embargo, una enorme devaluación del dólar con respecto al marco y al yen impulsada por el gobierno estadounidense distribuyó más parejamente la caída en la rentabilidad entre las tres principales potencias capitalistas.

Exceso de capacidad y estancamiento persistente

El desarrollo desigual generó el exceso de capacidad que provocó la caída general de la tasa de beneficio entre 1965 y 1973. Pero el principal responsable de la persistencia del estancamiento relativo durante los dos decenios transcurridos desde 1973 hasta 1993 fue la incapacidad de las empresas y gobiernos capitalistas para restaurar la rentabilidad a su nivel anterior mediante la eliminación del exceso de capacidad. De acuerdo con el modelo de Brenner, existe «exceso de capacidad y producción» (esos términos siempre van juntos en su texto) cuando «la demanda es insuficiente para que las empresas con una estructura de costes elevados puedan mantener su anterior tasa de beneficio». Estas empresas se ven entonces «obligadas a dejar de utilizar algunos de sus medios de producción y sólo pueden hacer uso del resto bajando sus precios y, por lo tanto, reduciendo su rentabilidad. Se trata de un exceso de capacidad y producción con respecto a la tasa de beneficio existente hasta entonces» 19.

O se elimina el exceso de capacidad productiva, o la tasa de beneficio debe caer, con todas las calamitosas consecuencias que ello acarrea en una economía capitalista: desde la caída de la tasa de inversión y del crecimiento de la productividad hasta la disminución de los salarios reales y del nivel de empleo. Brenner afirma que, al menos hasta 1993, el exceso de capacidad productiva que provocó la crisis de rentabilidad de 1965-1973, lejos de desaparecer, aumentó aún más, deprimiendo continuamente la rentabilidad.

Esta afirmación se basa en dos tipos de argumentos, que se refieren respectivamente a las empresas capitalistas y a los gobiernos.

En la conceptualización de Brenner del capitalismo mundial no existe un mecanismo espontáneo del mercado que impida la aparición del exceso de capacidad en un gran número de industrias ni que imposibilite que ésta se convierta en una característica crónica de la economía-mundo una vez que se ha desarrollado. El exceso de capacidad y los menores beneficios no impiden necesariamente que nuevos aspirantes decidan iniciar su actividad económica ni posibilita que las empresas que presentan una estructura de costes elevados dispongan de los medios e incentivos necesarios para abandonar sectores industriales congestionados; estas últimas se resisten a ello porque muchos de sus activos tangibles e intangibles «sólo se pueden realizar en las líneas de producción establecidas y se perderían si cambiaran de actividad». Por otro lado, «el menor crecimiento de la demanda que expresa inexorablemente el menor aumento de inversiones y salarios como consecuencia de la caída de la tasa de beneficio les hace cada vez más difícil la relocalización en nuevas líneas de producción». Estas empresas, además, «tienen razones para defender sus mercados [buscando únicamente la tasa media de beneficio sobre los costes circulantes] y contraatacar acelerando el proceso de innovación mediante la inversión en capital fijo adicional». La adopción de esta estrategia, a su vez, «tiende a provocar que los primeros innovadores que habían conseguido reducir sus costes aceleren también la introducción de mejoras técnicas, agravando aún más el exceso de capacidad y producción ya existente» 20.

Simultáneamente, esa agravación no impide que se produzcan nuevas incorporaciones, con la consiguiente presión a la baja sobre la tasa de beneficio. «Por el contrario, la caída inicial de rentabilidad [...] cabe esperar que intensifique el impulso a escala mundial por rebajar aún más los costes, combinando fuerza de trabajo aún más barata con técnicas más avanzadas en regiones más rezagadas» 21. El ejemplo más notable durante el largo declive fue el de los productores establecidos en determinados países subdesarrollados –sobre todo en Asia oriental, pero también en México y Brasil– que consiguieron penetrar significativamente en el mercado mundial de ciertos productos manufacturados, intensificando con ello la presión a la baja sobre los precios y la rentabilidad. «En pocas palabras, se produjeron no sólo pocas salidas, sino demasiadas entradas» 22.

Esta primera argumentación se desarrolla sobre todo deductivamente, apartir de pruebas circunstanciales. Ni en «The Economics of Global Turbulence:A Special Report on the World Economy, 1950-98» ni en La expansión económica y la burbuja bursátil encontramos una historia detallada del comportamiento empresarial. En ambos textos, la mayor parte de las pruebas empíricas y de la narración histórica se refiere a la segunda línea argumental, según la cual los gobiernos de las principales potencias capitalistas, en especial el de Estados Unidos, comparten la responsabilidad de agravar en lugar de aliviar la tendencia del mercado a propiciar «muy pocas salidas y demasiadas entradas». A este respecto, la principal contribución de Brenner a nuestra comprensión del largo declive consiste en mostrar que los gobiernos en cuestión actuaron no tanto como reguladores–cosa que también hicieron–, sino como participantes activos, y hasta protagonistas, de la lucha competitiva a escala sistémica que ha hecho enfrentarse a los capitalistas entre sí desde finales de la década de 1960.

Intervenciones estatales

Como he señalado anteriormente, en su explicación de la crisis de rentabilidad de la década de 1960 Brenner ya veía en la importante devaluación del dólar frente al marco y el yen decidida por el gobierno estadounidense una contribución decisiva para trasladar la carga de la crisis desde los industriales estadounidenses a los alemanes y japoneses. De forma similar, en su explicación del largo declive (1973-1993) Brenner muestra cómo el flujo y reflujo de las revaluaciones y devaluaciones de las monedas ha sido un instrumento clave de acción estatal en la lucha competitiva intercapitalista, destacando tres puntos de inflexión político-económicos absolutamente fundamentales: la «revolución» monetarista de Reagan-Thatcher en 1979-1980, que invirtió la devaluación del dólar prevaleciente durante la década de 1970; el Acuerdo del Plaza de 1985, que reanudó la devaluación del dólar, y el llamado «Acuerdo del Plaza inverso» de 1995, que de nuevo volvió a revaluarlo. Examinemos brevemente la presentación que hace Brenner de las relaciones existentes entre estos puntos de inflexión y la persistencia del exceso de capacidad y producción en el sector industrial que subyace a su largo declive.

A finales de la década de 1970, la política macroeconómica estadounidense de déficit federales, las políticas crediticias extremadamente laxas y la «dejadez benevolente» con respecto al tipo de cambio del dólar alcanzaron el límite de su capacidad para sostener la expansión económica y restaurar la competitividad y la rentabilidad del sector industrial estadounidense.

Estas políticas habían permitido «a las economías capitalistas avanzadas subvencionar la demanda y superar con ello la recesión provocada por la crisis del petróleo de 1974-1975, prolongando la expansión durante el resto de la década. [...] Sin embargo, el recurso a estímulos de tipo keynesiano tuvo efectos extremadamente contradictorios» y aunque éstos permitieron mantener el aumento de la demanda interna e internacional, también «contribuyeron a perpetuar el exceso de capacidad y producción, posponiendo la dura medicina de las reestructuraciones, por no decir la depresión, que históricamente había abierto la vía a nuevas recuperaciones [de la rentabilidad]». Debido a esa reducida rentabilidad, «las empresas carecían de incentivos suficientes [...] para incrementar la oferta como en el pasado, cuando la tasa de beneficio era más alta [...], lo que tuvo como consecuencia que el déficit público cada vez mayor de la década de 1970 diera lugar a incrementos no tanto de la produccióncomo de los precios». La escalada de las presiones inflacionistas, junto al déficit espectacular de la balanza de pagos estadounidense, «precipitó [en 1977-1978] un asalto devastador contra el dólar que amenazó su posición como moneda de reserva internacional, pero esto mismo despejó la vía para un importante cambio de perspectiva» 23.

El cambio se produjo con la revolución monetarista de Reagan-Thatcher en 1979-1980. En opinión de Brenner, su principal objetivo era aumentar la rentabilidad, no sólo y ni siquiera primordialmente en la industria, sino en el sector servicios de baja productividad y sobre todo en los sectores financieros interno e internacional, reduciendo los impuestos soportados por las empresas, aumentando el desempleo y eliminando los controles sobre los flujos de capital. A diferencia de las anteriores soluciones keynesianas, los remedios monetaristas pretendían restaurar la rentabilidad administrando la amarga medicina de la reestructuración.

La contracción sin precedentes del crédito provocó «una purga del gran lastre que suponían las empresas industriales de altos costes y bajos beneficios que se habían podido mantener a flote gracias a la expansión keynesiana del crédito»; aunque las presiones inflacionistas se controlaron rápidamente, los elevadísimos tipos de interés reales y la consiguiente subida de la cotización del dólar «amenazaban con precipitar un hundimiento mundial, empezando por Estados Unidos » 24.

Este último se evitó mediante «una nueva vuelta de tuerca keynesiana»: «el monumental programa de gasto militar y reducción de impuestos para los ricos [...] palió en parte los daños originados por la restricción monetarista del crédito y mantuvo la economía en marcha». La política de Reagan provocó nuevos déficit por cuenta corriente, también incrementados, «tanto más cuanto que por aquel entonces la mayor parte del resto del mundo había renunciado al mantenimiento de déficit públicos keynesianos». Como en la década de 1970, «el déficit sin precedentes [...] proporcionó el necesario aumento de la demanda [...] para sacar la economía de la recesión de 1979-1982». Pero a diferencia de lo que sucedió durante la década de 1970, el aumento del déficit estadounidense no provocó un asalto contra el dólar. Por el contrario, el tirón de los elevados tipos de interés y un empujón del Ministerio de Economía japonés dieron lugar a un enorme flujo de capital hacia Estados Unidos desde todo el mundo, que no produjo una depreciación, sino por el contrario una vigorosa revaluación de la moneda estadounidense 25.

El Acuerdo del Plaza

La sinergia que se produjo entre las menores presiones inflacionistas, los elevados tipos de interés, el aflujo masivo de capital y la apreciación del dólar correspondía al objetivo que se había trazado la Administración de Reagan de reforzar el capital financiero estadounidense, «pero se demostró catastrófica para grandes segmentos de su sector industrial». La fuerte presión del Congreso y de muchos de los principales ejecutivos empresariales del país obligó a Reagan «a emprender un espectacular cambio de política», que tuvo como instrumento central el Acuerdo del Plaza del 22 de septiembre de 1985, por el que las potencias del G-5, bajo presión estadounidense, «se comprometían a la adopción de medidas conjuntas destinadas a reducir el tipo de cambio del dólar [para] salvar así al sector industrial estadounidense amenazado de ruina». Al día siguiente Reagan atacó las prácticas comerciales «desleales» de otros países, y esa denuncia se convirtió pronto en amenaza, apoyada por nuevas leyes –en particular la Omnibus Trade and Competition Act [Ley sobre Comercio y Competencia] de 1988 («súper 301») y la Structural Impediments Act [Ley de Impedimentos Estructurales] de 1989–, destinadas a cerrar el mercado estadounidense a los competidores extranjeros (sobre todo de Asia oriental) «limita[ndo] las importaciones procedentes de esos países y oblig[ándoles] a abrir sus mercados a las exportaciones estadounidenses y a la inversión directa extranjera» 26.

Al propiciar una devaluación radical del dólar adoptando simultáneamente medidas proteccionistas y de «apertura de mercados», la Administración de Reagan no hacía sino seguir las huellas de Nixon, Ford y Carter; sin embargo, el resultado de esas iniciativas en la segunda mitad de la década de 1980 y comienzos de la de 1990 fue muy diferente del cosechado durante de la década de 1970.

El Acuerdo del Plaza, y sus secuelas, significó un giro fundamental para la industria estadounidense y estableció una línea divisoria en el conjunto de la economía mundial. Inauguró un decenio de devaluación más o menos continuada del dólar frente al yen y el marco alemán, acompañada de una congelación del crecimiento de los salarios reales. Se abrió así la vía para la recuperación competitiva de la industria estadounidense, una larga crisis de la industria alemana y japonesa y una explosión del desarrollo de industrias volcadas hacia la exportación en toda el Asia oriental, cuyas monedas estaban en su mayor parte vinculadas al dólar, lo que supuso para sus exportadores industriales una importante ventaja competitiva frente a sus rivales japoneses durante todo el decenio 1985-1995 27.

En 1993, las tendencias impulsadas por el Acuerdo del Plaza, junto con la reestructuración previa de la industria stadounidense provocada por las restricciones crediticias impuestas a comienzos de la década de 1980, dieron lugar a un resurgimiento de la rentabilidad, la inversión y la producción estadounidenses 28.

Parafraseando a Veblen, los remedios aplicados por el gobierno para curar la «enfermedad emocional» de las empresas estadounidenses parecían haber localizado por fin la causa del problema restaurando una tasa «razonable» de beneficios. Pero esa cura tuvo serios efectos colaterales.

En opinión de Brenner, el principal problema era que la reanimación estadounidense se había producido sobre todo a expensas de sus rivales de Japón y Europa occidental, sin remediar apenas el exceso de capacidad y producción existente en el sector industrial que acosaba a la economía global. El carácter de suma cero de la recuperación era problemático para el propio Estados Unidos, ya que «el crecimiento cada vez más lento de la demanda mundial, así como la correspondiente intensificación de la competencia internacional en el sector industrial» limitaban también allí la recuperación.

«Quizá lo más relevante sea que [...] Estados Unidos no podía soportar fácilmente una crisis verdaderamente seria de sus principales socios y rivales», especialmente de Japón 29.

Esta contradicción se puso de manifiesto crudamente a raíz de la crisis del peso mexicano de 1994-1995. La crisis y el rescate por Washington de la economía mexicana provocaron un nuevo asalto contra el dólar, acentuando la tendencia a la baja de la década precedente. Cuando en abril de 1995 se alcanzó un tipo de cambio récord de 79 yenes por dólar, «los productores japoneses [no podían] cubrir siquiera sus costes variables, y la máquina de crecimiento japonesa parecía renquear y a punto de detenerse». La Administración de Clinton, «todavía sorprendida por la crisis mexicana, que “había caído del cielo” sacudiendo el sistema financiero internacional» (y con las elecciones presidenciales de 1996 en el horizonte), no podía permitirse ni el asomo de una versión japonesa de la debacle mexicana.

Por limitada que fuera, podía fácilmente precipitar una liquidación a gran escala de las enormes propiedades japonesas de activos estadounidenses, especialmente bonos del Tesoro. Tal eventualidad elevaría los tipos de interés, sobresaltaría a los mercados monetarios y posiblemente provocaría una recesión en el mismo momento en que la economía estadounidense parecía finalmente a punto de enderezarse 30.

«Bajo la dirección del secretario del Tesoro Robert Rubin [...], Estados Unidos [...] estableció un acuerdo con japoneses y alemanes para emprender acciones conjuntas que forzaran la caída de la cotización del yen (y el marco) y elevaran la del dólar [...] disminuyendo los tipos de interés japoneses con respecto a los estadounidenses, así como alentando las compras japonesas de instrumentos denominados en dólares, como bonos del Tesoro, y mediante la compra de dólares por Alemania y por el propio gobierno estadounidense». Ese acuerdo forjado por Estados Unidos, Japón y las demás potencias del G-7, que llegó a ser conocido como el «Acuerdo del Plaza inverso», representaba «un giro de 180 grados –del todo inesperado– tanto por parte de Estados Unidos como de sus principales aliados y rivales, en cierta medida comparable al Acuerdo del Plaza de 1985» 31.

Con este giro los gobiernos de las principales economías del mundo intercambiaron sus papeles en el minueto de su ayuda mutua. «Del mismo modo que Japón y Alemania tuvieron que acceder al Acuerdo del Plaza [...] para salvar a la industria estadounidense de su crisis en la primera mitad de la década de 1980, con gran perjuicio para sí mismos, Estados Unidos se vio obligado [ahora] a un rescate muy similar del sector industrial japonés en crisis, de nuevo con resultados que marcaban una nueva época» 32, ya que con él se transformó la incipiente recuperación estadounidense en la expansión económica y la burbuja bursátil de la segunda mitad de la década de 1990, tema de la tercera aseveración principal de Brenner, de la que nos ocuparemos ahora.

Recuperación insostenible

La argumentación de Brenner sobre la precariedad de la recuperación económica de la década de 1990 es más difícil de precisar que las relativas a la crisis de finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970 y a la persistencia del estancamiento relativo que se manifestó entre 1973 y 1993.

La dificultad deriva de la combinación de dos argumentos que se solapan en parte: el primero se refiere al carácter de la recuperación, antes de la definitiva hipertrofia de la burbuja de la «nueva economía», y el segundo, al impacto de la burbuja sobre la recuperación. Examinémoslos por separado.

En «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», escrito antes de que las cotizaciones bursátiles se dispararan a finales de la década de 1990, Brenner expresaba serias dudas de que la recuperación en curso de las economías estadounidense y mundial constituyera «una salida definitiva del largo declive». Encontraba pocas pruebas de una recuperación de la rentabilidad a escala sistémica que señalara «la superación del problema secular del exceso de capacidad y producción existente en el sector industrial». Reconocía que, a raíz del «Acuerdo del Plaza inverso», en Estados Unidos se había producido una expansión inducida por las exportaciones que contribuía sustancialmente a un aumento más vigoroso de las exportaciones de Europa y Japón. Esta tendencia «abría la posibilidad de que las economías capitalistas avanzadas estuvieran por fin dispuestas a seguir una receta smithiana de reforzamiento mutuo mediante la especialización y los beneficios del comercio».

Sin embargo, proseguía argumentando que el estallido de la crisis de Asia meridional y oriental en 1997-1998 demostraba la persistencia, y aun el reforzamiento, de la tendencia al exceso de capacidad y producción 33.

Brenner también mencionaba la posible aparición de otro escenario «optimista », en el que la inundación de artículos de bajo precio procedentes de Japón y del resto de Asia podría servir principalmente [...] no tanto para recortar los precios y beneficios de los productores estadounidenses como para reducir sus costes de producción, mejorando su competitividad, aumentando sus márgenes comerciales y estimulando una mayor acumulación de capital. Por la misma razón podría reanimar las economías locales, posibilitando una mayor absorción de importaciones procedentes de Estados Unidos. Con otras palabras, la complementariedad podría predominar sobre la competencia, creando una espiral virtuosa ascendente, en la que Estados Unidos arrastraría tras de sí a la economía mundial hacia un nuevo boom 34.

Pero en conjunto Brenner se mostraba escéptico sobre la posibilidad de que este escenario alternativo se pudiera materializar. Esperaba por el contrario que las exportaciones mundiales crecieran más rápidamente que el mercado, perpetuando y exacerbando la tendencia a largo plazo al exceso de capacidad y producción. En particular, le parecía difícil creer que la devaluación radical de las monedas asiáticas –especialmente la del yen, en torno al 40 por 100 desde 1995– no ejerciera una formidable presión a la baja sobre los precios y beneficios de los industriales estadounidenses.

En este escenario más probable, la producción superflua volvería a socavar los beneficios del comercio y la competencia acabaría por superar a la complementariedad.

La acrecentada oferta de exportaciones mundiales, frente a la contracción de los mercados, lejos de hacer crecer los beneficios estadounidenses y de mantener la expansión, los recortaría bloqueando la recuperación, impidiendo de esa forma un repunte secular a escala sistémica y provocando un nuevo y serio desplome de la economía mundial 35.

Durante los dos años que siguieron a la publicación de «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», el despegue en vertical de las cotizaciones bursátiles en Estados Unidos y la rápida recuperación de la economía mundial de la crisis de Asia oriental parecían invalidar esta conclusión pesimista. Aunque la burbuja de la «nueva economía» se había desinflado ya y gran parte del bombo publicitario que había rodeado al repunte económico estadounidense de la década de 1990 se había desvanecido antes de que apareciera La expansión económica y la burbuja bursátil, seguían en pie dos preguntas: la primera, ¿hasta qué punto se ajustaba la burbuja bursátil al esquema presentado en «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98»?; y la segunda, ¿cómo afectaba esta burbuja al pronóstico de Brenner sobre el futuro de economías estadounidense y mundial?

Para responder a la primera de estas preguntas, Brenner no halla dificultad en explicar la burbuja aduciendo los efectos no pretendidos, pero tampoco, evidentemente, mal recibidos, del «Acuerdo del Plaza inverso», por un lado, y el fomento deliberado del alza de las cotizaciones por parte de la Reserva Federal, por otro. Ya antes de 1995, la recuperación de la rentabilidad en el sector industrial estadounidense se había traducido en un aumento del precio de las acciones. El «Acuerdo del Plaza inverso » amplificó esta subida para los inversores extranjeros impulsando un alza de la cotización del dólar. Y lo que es más importante, ese acuerdo «provocó un torrente de dinero líquido desde Japón, Asia oriental y el resto del mundo hacia los mercados financieros estadounidenses, aliviando así el comportamiento de los tipos de interés y facilitando el endeudamiento de las empresas para comprar acciones en el mercado bursátil».

A este respecto fue decisiva la política japonesa. Las autoridades de Tokio no sólo «emplearon grandes cantidades de dinero en la compra de dólares y valores de renta fija del Tesoro estadounidense, alentando a las compañías de seguros japonesas a seguir su ejemplo al relajar las regulaciones sobre inversiones en el extranjero», sino que al rebajar el tipo de descuento oficial al 0,5 por 100 indujeron a los inversores –sobre todo estadounidenses– a «tomar prestados yenes en Japón, con tipos de interés muy bajos, para convertirlos en dólares e invertirlos en otros lugares», especialmente en el mercado de valores estadounidense 36.

Esta inundación de capital extranjero ligado a Estados Unidos y la consiguiente revaluación del dólar fueron ingredientes esenciales para la transformación de la subida de las cotizaciones bursátiles anterior a 1995 en la burbuja de los últimos años de la década. Para Brenner, no obstante, esa transformación probablemente no se habría producido sin el aliento de la Reserva Federal. Pese a su famosa advertencia en diciembre de 1996 con respecto a la «exuberancia irracional» del mercado de valores, Greenspan «no hizo nada en la práctica que indicara una seria preocupación por las cotizaciones estratosféricas de las acciones». Por el contrario, mientras expandía continuamente la oferta interna de dinero, no elevó significativamente los tipos de interés ni impuso mayores exigencias de reservas a los bancos. Tampoco elevó los depósitos de garantía mínimos para la compra de acciones. Peor aún, mientras la burbuja se hipertrofiaba, Greenspan fue mucho más allá.

En la primavera de 1998 iba a racionalizar explícitamente las disparatadas cotizaciones bursátiles hablando de los incrementos de productividad obtenidos por la «nueva economía» que según él frenaban la inflación y otorgaban credibilidad a las esperanzas de los inversores en «el extraordinario aumento de beneficios en el futuro lejano». También expresó su cálida felicitación al aumento de las inversiones por parte de las empresas y del consumo de las familias propiciado por el efecto riqueza asociado al despegue bursátil, que reforzaban el boom [...]. Difícilmente se podía criticar a los especuladores en bolsa por haber sacado la conclusión de que el presidente de la Reserva Federal, pese a las reservas expresadas, no sólo no juzgaba irracional su exuberancia, sino que la consideraba atinada y beneficiosa 37.

El diluvio de capital provocado por el «Acuerdo del Plaza inverso» y el relajado régimen crediticio de la Reserva Federal favorecieron la burbuja del mercado de valores. Pero «la principal fuerza impulsora» de su hipertrofia fueron las empresas no financieras estadounidenses, que aprovecharon aquellas circunstancias para «endeudarse más y más a fin de comprar acciones en cantidades colosales, ya fuera para llevar a cabo fusiones y absorciones o simplemente para comprar (recuperar) sus propios títulos en circulación». Incurriendo en «la mayor oleada de acumulación de deuda de su historia», las empresas estadounidenses propulsaron una subida sin precedentes de las cotizaciones de sus acciones. «Dado que esa alza de las cotizaciones, al proporcionar crecientes activos nominales, aumentaba la garantía de respaldo, facilitaba, pues, un endeudamiento aún mayor, hacía que la burbuja se retroalimentase e impulsaba la poderosa expansión cíclica ya iniciada de la economía real» 38.

El impacto de la burbuja bursátil

Esto nos lleva a nuestra segunda pregunta: ¿cómo afectó la burbuja bursátil a la recuperación económica que ya se había iniciado? ¿Modificó las circunstancias del repunte haciendo más probable el surgimiento de uno de los escenarios «optimistas» sobre los que Brenner se había mostrado tan escéptico en «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98»? La respuesta de Brenner es que la burbuja, al aumentar aún más el exceso de capacidad y producción internacional, hizo aún más improbable cualquiera de esos escenarios. La apreciación del valor contable de sus activos y el «efecto riqueza» inducido por la burbuja bursátil sobre la demanda de los consumidores llevaron a las empresas a invertir muy por encima de lo que les permitían sus beneficios reales.

Como consecuencia, tan pronto como el efecto riqueza dejó de subvencionar el aumento de la productividad, la inversión y la demanda de los consumidores, «las empresas [...] no podían sino sufrir una insoportable presión a la baja sobre su tasa de beneficio». De hecho, a mediados de 2001 Brenner ya observaba el impacto inicial de la implosión de la burbuja bursátil sobre las economías estadounidense y mundial y «el enorme exceso de capacidad productiva que ésta ha dejado tras de sí»: ello se concretaba sobre todo en un desastroso declive de la tasa de beneficio de las empresas no financieras, que barrió «prácticamente todos los aumentos de rentabilidad conseguidos en el transcurso de la expansión de la década de 1990» y una brusca contracción de la acumulación de capital 39.

Reflexionando sobre lo seria que podría ser la subsiguiente caída, Brenner llega esencialmente a las mismas conclusiones que cuatro años antes en «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98». Nos dice que «la pregunta subyacente» sigue siendo «si las grandes recesiones y crisis [...] que habían brotado durante la década de 1990, así como la aparición de nuevas industrias en todo el mundo capitalista avanzado, habían liberado por fin al sector industrial internacional de su tendencia a la producción redundante dando lugar por el contrario al necesario aumento de complementariedad». En conjunto, vuelve a constatar que no se ha producido en la práctica tal reestructuración.

Por el contrario, a su juicio la implosión de la burbuja bursátil dejó a la economía estadounidense «frenada por las mismas fuerzas que estancaron la economía japonesa al final de la suya», esto es, «tanto [por] la espiral descendente provocada por la reversión de la burbuja como [por] la existencia de un sector industrial internacional todavía lastrado por el exceso de capacidad y producción». Aunque Estados Unidos puede estar en condiciones de evitar la crisis bancaria que ha paralizado a Japón, sin embargo «carece de los enormes ahorros y superávit por cuenta corriente que hasta ahora han permitido a [este último país] salvar la cara». Es, por lo tanto, vulnerable, no sólo a las «destructivas reducciones de la demanda» que se derivarían de los intentos de reducir el enorme endeudamiento de las empresas y familias estadounidenses, sino a «súbitas retiradas de la inversión en sus activos por parte de inversores extranjeros y a los asaltos especulativos contra el dólar» 40.

En estas circunstancias es más probable que Estados Unidos conduzca a la economía mundial a una recesión retroalimentada que a una recuperación.

En cierto sentido, tal recesión constituiría una «prolongación de la crisis internacional de 1997-1998, temporalmente pospuesta por la última fase de la burbuja bursátil estadounidense pero nunca resuelta, y cuyo detonador volvería a situarse en Asia oriental», mientras que el enorme exceso de capacidad de Japón y otras economías de la región ejercería una fuerte presión a la baja sobre la rentabilidad, local y globalmente 41.

Brenner, prudentemente, no se inclina por ningún escenario en particular, pero la impresión predominante que nos deja es que el largo declive que se había verificado entre 1973 y 1993 está lejos de haberse superado y que de hecho lo peor está todavía por llegar.

 

EL LARGO DECLIVE DESDE LA PERSPECTIVA HISTÓRICO-MUNDIAL

 

Todos estamos en deuda con Brenner por haber ofrecido un análisis sistemático de la turbulencia global que contrasta notablemente con la inmediatez y superficialidad prevaleciente entre los análisis al uso de las relaciones entre la economía estadounidense y la mundial durante el último medio siglo. No se me ocurre un mejor punto de partida para profundizar en las complejidades de esa relación. Por otra parte, tampoco nos debe sorprender que un análisis de tal amplitud suscite más preguntas de las que resuelve. Veamos cuáles son esas preguntas y en qué dirección deberíamos mirar para obtener algunas respuestas.

La tesis central que subyace bajo todas las afirmaciones de Brenner es que la persistencia del estancamiento relativo del conjunto de la economía mundial durante los últimos treinta años se ha debido a «demasiado pocas salidas» y «demasiadas entradas»; demasiado pocas y demasiadas, con respecto a las que serían necesarias para restaurar la rentabilidad en el sector industrial al nivel que alcanzó durante la larga expansión de las décadas de 1950 y 1960.

Como hemos visto, Brenner atribuye esta tendencia a la acción mutuamente reforzada del comportamiento de las empresas existentes que presentan una estructura de costes elevados y de la política de los gobiernos de las tres mayores economías del mundo, que ha impedido que en éstas, así como en el conjunto de la economía mundial, se «purgar[an] los medios de producción superfluos de coste elevado recurriendo al habitual método capitalista de la quiebra, la reducción de tamaño de las empresas y los despidos».

Las empresas de alto coste y bajo beneficio pudieron así seguir ocupando posiciones económicas que hablando en abstracto habrían acabado siendo asumidas por empresas más productivas, más dinámicas y con mayores beneficios, pero permitir que esas empresas menos productivas y menos rentables abandonaran el terreno dejando que el ciclo económico siguiera su curso natural habría convertido muy probablemente el largo declive, con sus recesiones relativamente serias pero sin embargo limitadas, en una franca depresión. Dicho simplemente, la condición necesaria para restaurar la salud del sistema era una deflación de la deuda que condujera a lo que Marx llamaba «una carnicería de bienes de capital». Pero dado que la única forma sistemática de conseguirlo era mediante la depresión, la única alternativa real consistía en prolongar la expansión de la deuda, lo que contribuía tanto al estancamiento como a la inestabilidad financiera 42.

En su exposición del largo declive, Brenner menciona dos momentos en los que funcionó brevemente el método «habitual» de reestructuración capitalista: a comienzos de la década de 1980, con Reagan, y a mediados de la década de 1990, con Clinton; pero tan pronto como la reestructuración amenazó desencadenar una depresión a escala sistémica, la acción concertada de los principales Estados capitalistas interrumpió la «carnicería de bienes de capital» mediante una expansión de la deuda pública y privada. «Pero si bien el aumento de la deuda [...] permitía evitar la depresión, también frenaba la recuperación de la rentabilidad que era condición fundamental para la reanimación económica» 43.

Brenner nunca nos explica cómo sería una auténtica «depresión» en comparación con el «estancamiento relativo» que ha caracterizado el largo declive de las últimas décadas. En los párrafos que acabamos de citar, el contexto sugiere que se trataría de algo mucho más destructivo. Pero nunca explicita la diferencia, dejándonos en la duda, en primer lugar, de si el capitalismo mundial ha experimentado realmente en algún momento esta reestructuración y depresión supuestamente «clásica», «natural» y «habitual»; en segundo lugar, qué alteración de las condiciones históricas ha permitido al capitalismo contemporáneo evitar esa misma experiencia; y por último, cuáles son las implicaciones de ese cambio para el futuro del capitalismo y la sociedad mundiales.

Comparación de dos largos declives

Para intentar responder a estas preguntas, puede resultar útil comparar el desarrollo de la Gran Depresión de 1873-1896, tal como se ha esbozado al comienzo de este artículo, con la presentación que hace Brenner del largo declive o estancamiento persistente registrado entre 1973 y 1993. A pesar de que el primero de esos dos periodos se suela denominar depresión, la comparación entre ambos revela notables semejanzas 44. Ambos fueron largos periodos de rentabilidad reducida; ambos se caracterizaron por una intensificación a escala sistémica de la competencia entre las empresas capitalistas; y ambos fueron precedidos por expansiones excepcionalmente prolongadas y rentables de la producción y el comercio mundiales.

Además, en ambos periodos la crisis de rentabilidad y la intensificación de la competencia brotaron de las mismas fuentes que la expansión precedente: el éxito en la «captura» por parte de los países rezagados mediante la incorporación de los logros antes «monopolizados» por un país hegemónico. Basta sustituir Estados Unidos por el Reino Unido como país hegemónico, y Alemania y Japón por Estados Unidos y Alemania como países rezagados, para que la interpretación de Brenner del largo declive de finales del siglo XX resulte igualmente aplicable al que tuvo lugar a finales del siglo XIX.

Como veremos, las diferencias entre los dos largos declives fueron, en determinados aspectos clave, aún más importantes que las semejanzas.

Sin embargo, frente a una situación de competencia intensificada comparable a la de finales del siglo XX, el capitalismo mundial experimentó a finales del siglo XIX un estancamiento relativo que duró más de veinte años, con muchas crisis y recesiones locales o de corta duración, pero sin la reestructuración a escala sistémica que según Brenner es el método capitalista habitual para restaurar la rentabilidad. En el sector industrial, en particular, siguió habiendo «demasiadas entradas» y «demasiado pocas salidas», así como importantes innovaciones tecnológicas y organizativas que intensificaron más que aliviaron las presiones competitivas existentes a escala sistémica 45. Y, sin embargo, pese a la ausencia de una reestructuración general, durante los últimos años del siglo XX se recuperó la rentabilidad, generando la expansión de la belle époque eduardiana.

Como he detallado en otros textos y también especificaré más adelante en este mismo artículo, esta expansión se puede entender como una respuesta a la intensificación de la competencia a escala sistémica que ha caracterizado al capitalismo mundial desde sus más remotos inicios preindustriales hasta el presente. Esta respuesta consiste en una tendencia de todo el sistema, centrada en la principal economía capitalista de la época, a la «financiarización» del proceso de acumulación de capital. Esta tendencia, que acompaña a la transformación de la competencia intercapitalista de un juego de suma positiva en otro de suma negativa, actúa también como mecanismo clave para restaurar la rentabilidad, al menos temporalmente, en los centros declinantes pero todavía hegemónicos del capitalismo mundial. Desde este punto de vista podemos detectar similitudes, no sólo entre la Gran Depresión de 1873-1896 y el largo declive de 1973-1993, sino también entre la belle époque eduardiana y el resurgimiento económico y la gran euforia estadounidense a finales de la década de 1990 46.

Aunque un veredicto sobre el resultado final de la recuperación de la década de 1990 podría ser prematuro, sabemos que la belle époque eduardiana terminó con la catástrofe de dos guerras mundiales y, entre ellas, el crash económico global de la década de 1930, colapso que por otra parte resulta ser la única ocasión durante el último siglo y medio que corresponde verdaderamente a la imagen de Brenner de una reestructuración a escala sistémica o «auténtica depresión». Si es esto a lo que alude Brenner, debemos concluir que tal reestructuración parece haber sido un acontecimiento excepcional más que el método capitalista «habitual» o «natural» para restaurar la rentabilidad. Lo que ha venido sucediendo hasta ahora es que el desarrollo desigual, en el sentido que le da Brenner, tiende a generar una larga expansión, seguida por un largo periodo de competencia intensificada, rentabilidad reducida y estancamiento relativo, al que sigue un repunte de la rentabilidad basado en una expansión financiera centrada en la principal economía de la época. El único hundimiento sistémico de los últimos ciento cincuenta años tuvo lugar durante la transición de la primera a la segunda fase de desarrollo desigual.

Distintas trayectorias

Se plantea entonces el interrogante de si se puede producir ahora un hundimiento parecido, y si éste es una condición tan «fundamental» para la revitalización de la economía global como parece pensar Brenner. Para responder a esta pregunta debemos poner de manifiesto no sólo las semejanzas sino también las diferencias existentes entre los dos largos declives, que son también muy notables. Aunque ambos declives se caracterizaron por una escalada de la lucha competitiva, ésta siguió trayectorias radicalmente diferentes. Como he señalado anteriormente, durante el periodo 1873-1896 la forma principal de competencia entre las empresas fue la «guerra de precios» que dio lugar a la «deflación más drástica de la historia de la humanidad». En estrecha relación con esta tendencia, los gobiernos de los principales países capitalistas sometieron a sus monedas a los mecanismos autorreguladores de un patrón metálico, renunciando así a las devaluaciones y revaluaciones como instrumentos de lucha competitiva.

Pero también apoyaron cada vez más activamente a sus respectivas industrias mediante prácticas proteccionistas y mercantilistas, lo que incluía la construcción de vastos imperios coloniales, socavando con ello la unidad del mercado mundial. Aunque Gran Bretaña siguió practicando unilateralmente el libre comercio, también siguió a la vanguardia de la expansión territorial y de la construcción imperial en ultramar. A partir de la década de 1880 esa competencia interestatal intensificada en la construcción de imperios ultramarinos se tradujo en una escalada de la carrera de armamentos entre las potencias capitalistas en ascenso y en declive que acabó conduciéndolas finalmente a la Primera Guerra Mundial. Si bien Gran Bretaña participó activamente en esa brega, siguió proporcionando capital a la economía-mundo en dos oleadas importantes de inversión en el exterior –durante las décadas de 1880 y 1900–, aportando fondos significativos sobre todo a Estados Unidos.

En todos esos aspectos, la lucha competitiva verificable durante el largo declive de finales del siglo XX siguió una trayectoria radicalmente diferente. Durante la década de 1970, en particularmente, los precios aumentaron en general en vez de caer, en lo que fue probablemente una de las mayores inflaciones a escala sistémica en tiempos de paz. Aunque las presiones inflacionistas se contuvieron a lo largo de las décadas de 1980 y 1990, los precios siguieron incrementándose durante todo el declive. Al iniciarse éste se cortó el último y tenue vínculo entre la circulación monetaria y un patrón metálico –el tipo de cambio fijo oro-dólar establecido en Bretton Woods–, que nunca volvió a restablecerse. Como subraya Brenner, los gobiernos de los principales países capitalistas quedaron así en condiciones de utilizar las devaluaciones y revaluaciones de sus monedas como arma en la lucha competitiva. Y aunque así lo hicieron sistemáticamente, siguieron empero promoviendo la integración del mercado mundial mediante una serie de negociaciones que liberalizaron aún más la inversión y el comercio mundiales, lo que condujo finalmente a la constitución de la Organización Mundial del Comercio.

Lejos de verse socavada, la unidad del mercado mundial se consolidó aún más durante este periodo. Tampoco hubo una carrera de armamentos entre las potencias capitalistas ascendentes y en declive. Por el contrario, tras la escalada final de la Guerra Fría registrada durante la década de 1980, la capacidad militar global quedó más centralizada que nunca en manos de Estados Unidos. Por otra parte, en lugar de proporcionar capital al resto de la economía-mundo, como había hecho Gran Bretaña durante el declive y la expansión financiera de finales del siglo XIX, desde la década de 1980 Estados Unidos ha venido absorbiendo capital a unas tasas históricamente sin precedentes, como señala el propio Brenner.

En todos esos aspectos, la trayectoria de la lucha competitiva durante el último largo declive difiere radicalmente de la anterior. ¿Cómo podemos explicar esa combinación de semejanzas y diferencias entre una y otra, y qué nueva luz arroja esa comparación sobre el análisis de Brenner de la turbulencia global durante los últimos treinta años? Para tratar esas cuestiones, me centraré en las tres principales deficiencias de la argumentación de Brenner. La primera se refiere a las relaciones capital-trabajo; la segunda, a las relaciones Norte-Sur; y la tercera, a la propia competencia intercapitalista. Examinemos sucesivamente cada una de ellas.

Vencer la resistencia de los trabajadores

Tanto en «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98» como, en menor medida, en La expansión económica y la burbuja bursátil, Brenner presenta su explicación del largo declive como una crítica de lo que llama teorías «de incentivación de la oferta » de las crisis capitalistas, defendidas en variadas formas tanto por la izquierda como por la derecha, que afirman que durante la década de 1960 los trabajadores habían conseguido en los países capitalistas más ricos fuerza suficiente como para constreñir los beneficios, socavando así los mecanismos de acumulación capitalista. Aunque reconoce que los trabajadores pueden efectivamente alcanzar esa pujanza local y temporalmente, Brenner juzga inconcebible que puedan ejercerla con la persistencia suficiente para provocar un largo declive a escala sistémica.

La fuerza de trabajo no puede, en general, provocar un declive sistémico de larga duración, porque lo que se podría llamar esfera potencial de inversión para el capital en cualquier rama de la producción se suele extender más allá del mercado de trabajo afectado por los sindicatos y/o partidos políticos o regulado por normas, valores e instituciones respaldadas por el Estado. Así pues, las empresas pueden normalmente esquivar y con ello socavar la fuerza institucionalizada de los trabajadores en cualquier lugar determinado invirtiendo allí donde éstos no cuentan con capacidad de resistencia. De hecho, así tienen que hacerlo si no quieren verse desbordadas y derrotadas competitivamente por otras empresas que sí lo hagan 47.

De lo cual se deduce que, como dice Brenner, la presión «vertical» sobre el capital, desde abajo –esto es, de los trabajadores–, no pudo provocar la extensa y duradera compresión de beneficios que indujo el largo declive. Sólo la presión «horizontal» de la competencia intercapitalista pudo hacerlo 48.

Esta hipótesis se basa en la suposición de que existe de hecho «una fuerza de trabajo más barata que se puede combinar con medios de producción que incorporan algo así como el nivel actual de tecnología existente sin pérdida de eficiencia (esto es, a un menor coste unitario)». En opinión de Brenner, esta suposición se ve justificada por dos razones: en primer lugar, «en las regiones con larga historia de desarrollo económico los trabajadores tienden a recibir salarios sustancialmente más altos que los que podrían atribuirse simplemente a su nivel relativo de productividad »; y en segundo lugar, «durante periodos de tiempo similares, las innovaciones técnicas tienden a reducir la habilidad requerida para producir cualquier conjunto dado de productos, lo que amplía continuamente la fuerza de trabajo que puede fabricar esos productos sin pérdida de eficiencia y reduce proporcionalmente los salarios necesarios para pagarla» 49.

En resumen, por razones históricas que Brenner no explora, los trabajadores de los países capitalistas «avanzados» se han asegurado recompensas por su esfuerzo mucho más elevadas que las que corresponderían a su productividad. Este hecho en sí mismo les hace vulnerables a la competencia de otros trabajadores que –por razones históricas igualmente inexploradas–trabajan por salarios más bajos de lo que correspondería a su productividad real o potencial. Al mismo tiempo, los cambios técnicos amplían continuamente esta reserva global de trabajadores mal pagados o potencialmente empleables, a los que se puede movilizar para contrarrestar la presión sobre la rentabilidad procedente de los trabajadores mejor pagados.

La única presión sobre la rentabilidad que los capitalistas no pueden esquivar es la que proviene de la competencia de otros capitalistas. En esta argumentación cabría destacar dos problemas principales: en primer lugar, parece lógicamente inconsistente, ya que asegura que en el pasado los trabajadores de los países capitalistas «avanzados» sí fueron capaces de obtener salarios mayores de lo que correspondía a su productividad, en contradicción con el supuesto teórico de que el mero hecho de intentarlo los habría expulsado del mercado de trabajo mundial. Además, sobreestima la facilidad con que, tanto en el presente como el pasado, se puede movilizar la fuerza de trabajo más barata para sustituir a otra más cara. Clarifiquemos esos problemas recurriendo una vez más a ejemplos históricos.

¿Horizontal frente a vertical?

Un análisis del largo declive de 1873-1896 ofrece pruebas abundantes tanto en favor como en contra de la tesis de Brenner del predominio de las relaciones horizontales (intercapitalista) sobre las verticales (trabajadores- capital) en la contracción duradera y generalizada de los beneficios. En apoyo de la argumentación de Brenner se puede apuntar que los conflictos más serios entre movimiento obrero y capital –ya fuera bajo la forma de intensa actividad huelguística, como en Gran Bretaña y Estados Unidos, o constituyendo partidos de la clase obrera, como en Alemania y otros lugares– se produjeron después, y no antes, del inicio del largo declive de la rentabilidad. Apenas cabe dudar que la intensa competencia intercapitalista, bajo la forma de una implacable guerra de precios, supuso el impulso principal e inicial del sustancial incremento de los salarios reales que se produjo durante este largo declive, especialmente en Gran Bretaña. También resulta lógico suponer que el aumento de los salarios reales en la metrópoli fue responsable, al menos en parte, del explosivo aumento de las inversiones británicas en el extranjero durante la década de 1880. Así pues, la argumentación de Brenner para el último cuarto del siglo XX se adecua también a ciertos rasgos característicos clave de lo acontecido a finales del siglo XIX. Sin embargo, esa adecuación está lejos de ser perfecta.

Aunque la competencia intercapitalista fue sin duda la causa principal de la contracción de la rentabilidad y del aumento de los salarios reales a través de la drástica deflación de precios, ¿acaso no contribuyó notablemente la resistencia de los trabajadores bajo la forma de actividad huelguística y organización de clase a ese resultado, impidiendo que los salarios nominales decrecieran tan rápidamente como los precios? ¿Y acaso no afectó esta resistencia a la trayectoria de la competencia intercapitalista reforzando la tendencia no sólo a la exportación de capitales desde Gran Bretaña y la importación de fuerza de trabajo hacia Estados Unidos, sino también a la «politización» de esa competencia, mediante un resurgimiento de prácticas neomercantilistas y de construcción imperial en ultramar a una escala sin precedentes? Sea cual sea la respuesta exacta a estas preguntas, la distinción tajante y apresurada que hace Brenner entre conflictos horizontales y verticales y su exclusión a priori de estos últimos como factor decisivo del declive general y persistente de la rentabilidad no parecen muy adecuadas para desvelar la compleja interacción histórica entre esos dos tipos de conflictos 50.

Del mismo modo, la afirmación de Brenner con respecto a la inevitable elusión de la capacidad de presión de los trabajadores en los países del centro de la economía-mundo capitalista como consecuencia de la movilidad internacional del capital ignora aspectos clave del funcionamiento real de esa movilidad al principio del largo declive que estamos analizando. La mayor parte del capital exportado desde Gran Bretaña y otros países del centro menos poderosos durante ese periodo no supuso la relocalización de la producción industrial, sino la construcción de infraestructuras en territorios de ultramar, lo cual amplió la demanda de los productos de la industria británica y de otras metrópolis al tiempo que incrementaba la oferta de materias primas y bienes-salario baratos. Lejos de socavar la fuerza de los trabajadores en los principales centros capitalistas, este modelo de inversión exterior la consolidaba. Por otra parte, aunque la constante inmigración pudo ayudar a contener el creciente poder de los trabajadores estadounidenses, la emigración masiva –especialmente desde Gran Bretaña– seguramente ayudó a incrementar la fuerza de los trabajadores europeos 51. En conjunto, la persistencia y generalización de la contracción de beneficios de finales del siglo XIX se debió, al parecer, no sólo a la intensificación de la competencia intercapitalista, sino también a la eficaz resistencia de los trabajadores contra los intentos de descargar sobre ellos los costes de esa competencia y a las dificultades que encontraron los capitalistas para superar esa resistencia.

Durante el medio siglo posterior al largo declive de 1873-1896, la competencia intercapitalista se fue politizando cada vez más: las guerras reales entre las potencias capitalistas ascendentes y declinantes se impusieron a la guerra de precios entre las empresas capitalistas, dominando la dinámica de los conflictos horizontales y verticales. Desde finales de la década de 1890 hasta la Primera Guerra Mundial, esta transformación fue decisiva para la recuperación de la rentabilidad, si bien condujo finalmente al hundimiento del mercado mundial centrado en el Reino Unido y a una nueva ronda aún más atroz de conflictos interimperialistas. A efectos prácticos, durante las décadas de 1930 y 1940 prácticamente no existía un mercado mundial. En palabras de Eric Hobsbawm, el capitalismo mundial se había retirado «al interior de los iglúes de sus economías de Estadonación y sus imperios asociados» 52.

Los conflictos entre fuerza de trabajo y capital durante la primera mitad del siglo XX se desarrollaron a lo largo de dos trayectorias distintas y cada vez más divergentes. Una de ellas fue la trayectoria predominantemente «social» de los movimientos insertos en el lugar de producción, iniciada en Gran Bretaña a finales del siglo XIX pero que asumió su forma cuasi típico-ideal en Estados Unidos, cuya principal arma de lucha era la capacidad de bloqueo del proceso de trabajo que la producción en masa pone en manos de los trabajadores estratégicamente situados en el mismo. La otra fue la vía predominantemente «política» ligada a las estructuras burocráticas de los partidos políticos de base obrera, cuya arma principal era la toma del poder estatal y la rápida industrialización y modernización de los países que caían bajo su control, que se inició en la Europa continental, sobre todo en Alemania, pero que más tarde asumió su forma típico- ideal en la Unión Soviética 53.

El curso de la lucha a lo largo de una y otra vía se vio configurado fundamentalmente por las dos guerras mundiales. Ambas siguieron patrones similares: en vísperas de una y otra guerra aumentó la militancia obrera explícita, luego declinó temporalmente durante el transcurso del conflicto, para explotar más tarde al acabar la guerra. La Revolución Rusa tuvo lugar durante la oleada de militancia obrera de la Primera Guerra Mundial, mientras que al finalizar la Segunda los regímenes comunistas se extendieron a Europa oriental, China, Corea del Norte y Vietnam. En este contexto de aumento de la militancia obrera en el centro, y de avance de la revolución en regiones periféricas y semiperiféricas, se establecieron los parámetros sociales del orden mundial estadounidense de posguerra 54. Así pues, la forma e intensidad de la competencia intercapitalista –esto es, las rivalidades interimperialistas y las guerras mundiales– configuraron la forma e intensidad de las luchas obreras durante este periodo. Sin embargo, la «retroalimentación» ejercida por estas luchas sobre la trayectoria de los conflictos intercapitalistas fue aún más poderosa en la primera mitad del siglo XX que durante el largo declive de 1873-1896. De hecho, sin tal interacción resultaría difícil de explicar el establecimiento, al terminar la Segunda Guerra Mundial, de lo que Aristide Zolberg ha calificado como régimen internacional «respetuoso hacia la fuerza de trabajo» 55.

Junto con la reconstrucción del mercado mundial sobre cimientos nuevos y más sólidos patrocinada por Estados Unidos, este régimen creó las condiciones institucionales para la recuperación de la rentabilidad a escala sistémica durante el largo boom de las décadas de 1950 y 1960. Estoy fundamentalmente de acuerdo con la afirmación de Brenner de que el «desarrollo desigual», entendido en el sentido que él da a esa expresión, fue una clave determinante del boom y del largo declive que le siguió. Pero su insistencia en que los conflictos surgidos entre fuerza de trabajo y capital no desempeñaron un papel significativo en la amplitud, duración y forma de ese declive me parece aún menos cierta que para periodos anteriores semejantes.

Conflictos de clase

Comencemos señalando que a finales del siglo XX las luchas obreras desempeñaron un papel mucho más activo en relación con la competencia intercapitalista que durante la segunda mitad del XIX. Mientras que durante aquel periodo la intensificación de los conflictos capital-trabajo y los incrementos más significativos de los salarios reales se produjeron tras el inicio del declive, durante la segunda mitad del siglo XX lo precedieron. Al argumentar su alegato contra la capacidad de presión de los trabajadores como detonante de la contracción persistente de beneficios a escala sistémica, Brenner se centra casi exclusivamente en la contención del poder obrero en Estados Unidos a finales de la década de 1950 y comienzos de la de 1960: dado que esto ocurrió antes de la crisis de rentabilidad, argumenta, la crisis no pudo deberse a las presiones obreras 56.

Desgraciadamente, esta estrecha focalización sobre un solo «árbol», un episodio corto y local del conflicto entre clases, impide a Brenner ver el «bosque» de la marea multinacional ascendente de conflictos sobre los salarios y las condiciones de trabajo, que culminó entre 1968 y 1973 en lo que E. H. Phelps Brown llamó con razón «la explosión salarial» 57.

Después de veinte años de aumento de los salarios reales en las regiones centrales de la economía-mundo, y en una época de intensificada competencia intercapitalista a escala mundial, esta explosión salarial no sólo ejerció una presión a la baja sobre la rentabilidad a escala sistémica, como muchos han puesto de relieve 58, sino que también tuvo un impacto considerable y duradero sobre la subsiguiente trayectoria de la competencia intercapitalista.

Esto nos conduce a una segunda observación con respecto a las diferencias existentes entre los dos largos declives finiseculares. Aunque Brenner menciona ocasionalmente la inflación de precios, en general deja de lado el carácter peculiarmente inflacionario del declive que describe, más notable aun cuando se contrasta con la fuerte deflación de finales del siglo XIX. Brenner nunca cuestiona esta peculiaridad, ni se pregunta qué relación podría tener la crisis de rentabilidad de 1965-1973 con el divorcio terminal entre la circulación monetaria y cualquier patrón metálico, en agudo contraste con la tendencia registrada durante las décadas de 1870 y 1880 a la difusión de patrones basados en el oro y otros metales.

Cierto es que Brenner reconoce implícitamente que el abandono final por parte de Washington, en 1970, de los vacilantes intentos de poner freno a la marea especulativa contra el patrón oro-dólar no fue sólo una estratagema para desplazar la presión a la baja sobre los beneficios de los industriales estadounidenses hacia los productores japoneses y alemanes mediante un reordenamiento radical de los tipos de cambio. Como menciona de pasada, «los costes políticos derivados de una seria política antiinflacionista [...] pronto resultaron inaceptables para la Administración de Nixon» 59. No nos dice, sin embargo, cuáles eran estos «costes políticos» y si tenían algo que ver con las relaciones trabajocapital. Como veremos en el apartado siguiente, en el caso de Estados Unidos tales costes tenían que ver tanto con el sistema-mundo como con el sistema doméstico. Pero incluso en Estados Unidos –desgarrado internamente por los intensos conflictos sociales surgidos en torno a la guerra de Vietnam y los derechos civiles– el precio político de someter la circulación monetaria a la disciplina de un patrón metálico tenía claramente un componente social, que incluía también el riesgo de alejar a los trabajadores de las ideologías y prácticas del bloque dominante 60.

De hecho, la prueba más convincente del papel desempeñado por el movimiento obrero en el abandono final del patrón oro, proviene no de Estados Unidos, sino del país que había sido el defensor más ardiente del regreso a un régimen basado tan sólo en el oro durante la década de 1960: la Francia de De Gaulle. La defensa francesa del patrón oro concluyó abruptamente, para no volver a resurgir nunca, en mayo de 1968, cuando De Gaulle que tuvo conceder un gran aumento de los salarios para evitar que los trabajadores se pusieran de parte de los estudiantes rebeldes. Si la circulación monetaria hubiera estado sometida al mecanismo automático de un patrón metálico, ese aumento salarial habría sido imposible. Totalmente consciente de ello, De Gaulle hizo lo necesario para restaurar la paz social y dejó de soñar con un regreso al oro 61.

Como sugieren las experiencias estadounidense y francesa, la influencia del movimiento obrero durante la transición del boom al estancamiento relativo registrado a finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970 no fue sólo un reflejo de la competencia intercapitalista, como había sido el caso en el inicio del largo declive de finales del siglo XIX 62. Por el contrario, esa influencia fue lo bastante significativa como para aportar su propia contribución independiente no sólo a la contracción de la rentabilidad que desencadenó la transición, sino también a que el declive transcurriera por una vía inflacionaria y no deflacionaria. Esto no significa que la competencia intercapitalista no tuviera su propio papel en la contracción de los beneficios, ni que los obreros y su poder social se beneficiaran del carácter inflacionario del declive, cosa que evidentemente no sucedió. Todo lo que significa es que el modelo de Brenner –predominio casi absoluto de la competencia intercapitalista sobre los conflictos entre trabajo y capital– se adecua menos aún al último largo declive que al anterior.

Límites a la migración del capital

Un examen más detallado de los efectos de la movilidad del capital sobre la capacidad de presión del movimiento obrero proporciona pruebas adicionales para esa valoración. Durante la década de 1970, en particular, se apreció una fuerte tendencia del capital, incluido el industrial, a «emigrar» hacia países de renta baja y salarios reducidos. Sin embargo, como ha documentado Beverly Silver con gran detalle, la relocalización de actividades industriales desde los países más ricos hacia otros más pobres ha provocado con frecuencia el surgimiento de nuevos y fuertes movimientos obreros en los centros de inversión en los que prevalecían bajos salarios, más que una incontrastada «reducción interminable de las retribuciones salariales». Aunque las empresas se vieron inicialmente atraídas hacia países del Tercer Mundo –Brasil, Sudáfrica, Corea del Sur– porque parecían ofrecer una fuerza de trabajo barata y dócil, la subsiguiente expansión de industrias de producción en masa, intensivas en capital, creó nuevas clases obreras militantes con un significativo poder antagonista. Esta tendencia se pudo observar también a finales del siglo XIX y comienzos del XX en la industria textil, que era la principal del capitalismo británico, pero ha sido mucho más intensa en las principales industrias del capitalismo estadounidense, como la automovilística 63.

Así pues, los intentos capitalistas de eludir las presiones de los trabajadores sobre la rentabilidad mediante la relocalización industrial tendieron a privar al capital de las considerables ventajas derivadas de producir cerca de los mercados más ricos y en entornos políticos más seguros, sin proporcionarle realmente muchos de los beneficios que cabía esperar de la disposición de una abundante fuerza de trabajo con bajos salarios y fácil de disciplinar. Esta tendencia, combinada con otros factores que analizaremos en los dos apartados siguientes, aportó su propia contribución a la masiva reorientación del flujo de capital trasnacional durante la década de 1980 desde lugares de renta baja y media hacia Estados Unidos. Una vez más, no estoy negando que la relocalización industrial contribuyera a debilitar al movimiento obrero en los países que experimentaron las mayores salidas de capital; sólo digo que, en general, tendió a golpear retroactivamente sobre la rentabilidad; y que, en lo que respecta a Estados Unidos, el flujo de salida neta se convirtió pronto en un enorme flujo de entrada neta. Si la influencia del movimiento obrero disminuyó en el transcurso del largo declive, como ciertamente sucedió, la movilidad del capital no es una explicación muy convincente de ese fenómeno.

La migración de la fuerza de trabajo tampoco proporciona una explicación plausible. Es cierto que durante los últimos treinta años esa migración ha provenido ante todo de países pobres en una medida mucho mayor que a finales del siglo XIX, constituyendo así una mayor amenaza competitiva para los trabajadores de los centros industriales más ricos. Sin embargo, a finales del siglo XX la capacidad de los trabajadores de los países ricos de evitar la competencia de los trabajadores inmigrantes (a menudo mediante ideologías y prácticas racistas) ha sido mucho mayor 64.

En resumen, la argumentación de Brenner en cuanto al predominio absoluto de la competencia intercapitalista sobre las luchas trabajo-capital como factor causal de contracciones persistentes a escala sistémica de la rentabilidad olvida la compleja interacción histórica entre conflictos horizontales y verticales. Aunque desde una perspectiva histórico-mundial la competencia intercapitalista ha sido el factor determinante –siempre que incluyamos entre las formas más importantes de esa competencia las guerras intercapitalistas–, los conflictos trabajo-capital nunca fueron tan sólo una «variable dependiente», sobre todo en vísperas y en las primeras fases del último largo declive65. Los conflictos sobre los salarios y las condiciones de trabajo que se produjeron en las regiones del centro de la economía-mundo capitalista no sólo contribuyeron a la contracción inicial de la rentabilidad durante el periodo crucial de 1968-1973; más importante aún es que obligaron a los grupos dominantes de los países capitalistas del centro a optar por una vía inflacionaria y no deflacionaria para gestionar la crisis.

Para decirlo sin rodeos: al finalizar el largo boom de posguerra, la fuerza del movimiento obrero en las regiones del centro era lo bastante grande como para hacer demasiado arriesgado, en términos sociales y políticos, cualquier intento de arrollarlo mediante una deflación seria. En cambio, una estrategia inflacionista prometía reducir el poder de los trabajadores mucho más eficazmente que el factor de la movilidad internacional. Se produjo entonces el gran estancamiento-con-inflación de la década de 1970–«estanflación», como se decía entonces– y sus efectos sobre la competencia intercapitalista y las relaciones trabajo-capital, desarbolando el poder de los trabajadores en el centro, abrieron la vía para su colapso bajo el impacto de la contrarrevolución de Reagan-Thatcher. Para entender toda la importancia de este proceso y su impacto sobre la subsiguiente trayectoria del largo declive, no basta, empero, con centrarse en las relaciones trabajo-capital. Aún más importantes fueron las relaciones Norte-Sur, de las que nos ocuparemos ahora.

El peso del Sur

En su crítica de los teóricos de los incentivos a la oferta, Brenner contrapone la tendencia de éstos a entender la economía-mundo como una mera suma de sus componentes nacionales con su propio intento de entender los procesos sistémicos de acuerdo con la lógica que les es inherente. El énfasis de los teóricos de los incentivos a la oferta en las instituciones, la política y el poder les ha llevado a plantear sus análisis en un marco que tiene como unidades básicas los distintos países considerados individualmente, en términos de Estados nacionales y economías nacionales, contemplando la economía internacional como una especie de amontonamiento de éstas y los problemas económicos del sistema como una mera suma de los problemas locales. Yo, en cambio, consideraré la economía internacional –la rentabilidad y acumulación de capital del conjunto del sistema– como un punto de referencia teórico desde el que analizar sus crisis y las de sus componentes nacionales 66.

Por muy laudable que sea su intento, el análisis de Brenner no llega a cumplir su promesa. Tanto en La expansión económica y la burbuja bursátil como en «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», se ocupa casi exclusivamente de tres Estados/economías nacionales (Estados Unidos, Japón y Alemania) y de sus relaciones mutuas, con referencias ocasionales a otros países de Europa occidental y al «milagro económico» de Asia oriental. China aparece sólo de modo pasajero hacia el final de este segundo texto y con un poco más de detalle en las últimas páginas del primero. La gran mayoría de los países del mundo y el conjunto de su población no tienen al parecer gran importancia en el funcionamiento de la economía-mundo de Brenner.

Si bien admite que su atención casi exclusiva a esos tres países «introduce distorsiones», sin especificar cuáles son éstas, justifica su focalización con tres razones. En primer lugar, en 1950 las economías estadounidense, alemana y japonesa, consideradas conjuntamente, «representaban el 60 por 100 de la producción (en términos de capacidad de compra) de las diecisiete principales economías capitalistas, y en 1994 esa proporción había crecido hasta el 66 por 100». En segundo lugar, cada una de esas tres economías «estaba [...] a la cabeza de grandes bloques regionales, a los que dinamizaban y dominaban». Y finalmente, «la interacción entre esas tres economías constituía [...] una de las claves de la evolución del mundo capitalista avanzado durante todo el periodo de posguerra» 67.

Estas premisas son cuestionables por dos razones. El peso combinado de las tres economías en cuestión es efectivamente considerable, aunque algo menor de lo que sugieren las fuentes de Brenner 68. Sin embargo, su participación conjunta en el valor añadido generado en el sector industrial –la rama de actividades sobre la que se concentra Brenner– ha disminuido significativamente en el transcurso del largo declive. Esta caída se ha debido en gran medida a la rápida industrialización de muchos países del Sur, en lo que Alice Amsden ha llamado «el ascenso del “resto”» 69.

Además, como muestra Amsden, la participación del Sur en las exportaciones industriales ha venido creciendo aún más rápidamente que su participación en el valor añadido generado en el sector industrial, aumentando desde el 7,5 por 100 en 1975 hasta el 23,3 por 100 en 1998, en agudo contraste con la cuota de participación de Japón, Europa occidental y Estados Unidos, todas ellas estancadas o en declive 70. Al tratar el Sur del mundo tan superficialmente, Brenner tiende a dejar de lado uno de los elementos más dinámicos de la intensificación de la competencia, a la que atribuye tanta importancia.

Contexto político mundial

El segundo problema del planteamiento de Brenner centrado en los tres países más avanzados es más serio: la práctica expulsión de la geopolítica mundial del análisis de la dinámica capitalista. Es evidente que la interacción entre Estados Unidos, Japón y Alemania ha sido «una de las claves» de la evolución del capitalismo mundial desde la Segunda Guerra Mundial; pero también es evidente que no ha sido la única, ni siquiera la más importante. Como reconoce implícitamente Brenner en el párrafo citado en la página 9, durante la larga expansión de posguerra la interacción de Estados Unidos con Alemania y Japón estaba absolutamente inserta en las relaciones definidas por la Guerra Fría que enfrentaba a Estados Unidos, la Unión Soviética y China, y dominada por ellas. La crisis de rentabilidad que marcó la transición de la larga expansión al largo declive, así como la gran estanflación de la década de 1970, se vieron profundamente afectadas por la crisis paralela de la hegemonía estadounidense derivada de la escalada de la guerra de Vietnam y la derrota final de Estados Unidos. En cuanto a la contrarrevolución neoliberal de Reagan-Thatcher, no fue sólo, ni siquiera primordialmente, una respuesta a la 40 crisis no resuelta de la rentabilidad, sino también –y sobre todo– una respuesta a la creciente crisis de hegemonía. Durante todo ese periodo, las trayectorias de la competencia intercapitalista y la interacción entre las tres mayores economías del mundo se vieron configuradas por un contexto político más amplio. La ausencia prácticamente total de la política mundial en la exposición de Brenner produce no sólo distorsiones, sino también confusión.

Considérese la relación existente entre la crisis de rentabilidad de finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970 y el colapso simultáneo de los tipos de cambio basados en el patrón oro-dólar. Como hemos visto, Brenner reconoce implícitamente que los «costes políticos» desempeñaron cierto papel en el abandono del oro, pero aun así mantiene la tesis de que su determinante principal fue la lucha competitiva entre los industriales estadounidenses y sus rivales alemanes y japoneses. Ya hemos criticado este análisis por ignorar el papel relativamente autónomo que desempeñó el poder del movimiento obrero en esa crisis. Sin embargo, el factor más importante no fue la competencia intercapitalista ni las relaciones trabajo-capital, sino los efectos directos y sobre todo indirectos de la escalada de la guerra de Vietnam sobre la balanza de pagos estadounidense.

Aunque llama la atención la ausencia de Vietnam en la exposición de Brenner, estos efectos se dejan notar en ciertos párrafos. Por ejemplo, menciona el «aumento del gasto relacionado con la guerra de Vietnam» como razón para la repentina aceleración de la inflación de precios verificada en Estados Unidos, que frenó entre 1965 y 1973 el crecimiento de los salarios reales sin interrumpirlo del todo. Esta aceleración de la inflación se supone a su vez responsable del debilitamiento en el mismo periodo de la posición competitiva de los industriales estadounidenses, tanto en los propios Estados Unidos como en el exterior, frente a sus rivales alemanes y japoneses 71.

Estas observaciones casuales muestran que el propio Brenner se ve obligado a reconocer que, por detrás de la intensificación de la competencia entre los industriales estadounidenses y extranjeros, y de los altibajos en los conflictos trabajo-capital en Estados Unidos y otros países, se esconde una variable eminentemente sistémica pero política, que su plan de investigación margina. Esta variable oculta es la lucha por el poder en la que el gobierno estadounidense trataba de contener, mediante el uso de la fuerza, el desafío conjunto del nacionalismo y el comunismo en el Tercer Mundo. Cuando la escalada de la guerra en Vietnam no consiguió quebrar la resistencia vietnamita y provocó por el contrario una oposición generalizada a la guerra en los propios Estados Unidos, esta lucha alcanzó su clímax en los mismos años que la crisis de rentabilidad. Como he argumentado en otro trabajo, los costes de la guerra –incluidos los programas destinados a contener la marea de la oposición interna– no sólo contribuyeron a contraer los beneficios, sino que fueron la causa principal del colapso del régimen de Bretton Woods de los tipos de cambio fijos y de la gran devaluación del dólar que se derivó de él 72.

El nadir de la hegemonía estadounidense

Como mantiene Brenner, la devaluación del dólar de 1969-1973 ayudó a Estados Unidos a descargar parte de la crisis de rentabilidad sobre Alemania y Japón y a controlar la presión de los crecientes salarios monetarios sobre los beneficios en el interior de su economía. Pero pienso que esta redistribución de la carga fue en gran medida un subproducto de planes destinados ante todo a liberar de restricciones monetarias la lucha del gobierno estadounidense por el dominio del Tercer Mundo. Al menos en un principio, la liquidación del patrón oro-dólar pareció proporcionar al gobierno estadounidense una libertad de acción sin precedentes para succionar los recursos del resto del mundo simplemente emitiendo su propia moneda 73. Sin embargo, esta libertad de acción no pudo evitar la derrota de Estados Unidos en Vietnam ni el precipitado declive del prestigio estadounidense a raíz de esa derrota. De hecho, empeoró en realidad ese declive al provocar una espiral inflacionista a escala mundial que amenazó con destruir la totalidad de la estructura del crédito estadounidense y de las redes mundiales de acumulación de capital, de las que dependían más que nunca la riqueza y el poder estadounidenses 74.

El poder y el prestigio estadounidenses alcanzaron su punto más bajo a finales de la década de 1970 con la revolución iraní, un nuevo aumento del precio del petróleo, la invasión soviética de Afganistán y otra seria crisis de confianza en el dólar. Brenner apenas menciona esta profundización de la crisis de la hegemonía estadounidense como el contexto en el que, entre 1979 y 1982, la política monetaria del gobierno estadounidense giró de una laxitud extrema a la rigidez más severa. Relaciona este brusco giro con «un asalto devastador sobre la moneda estadounidense que amenazaba la posición del dólar como moneda de reserva internacional », pero no ofrece una explicación satisfactoria para la fuga de capitales que la desencadenó ni presta atención a los temores árabes en relación con Afganistán e Irán, que según Business Week impulsaron el aumento del precio del oro hasta el máximo histórico de 875 dólares la onza alcanzado en enero de 1980 75. Como en el caso de la liquidación del patrón

oro-dólar diez años antes, la guerra y la revolución en el Sur, más que la competencia intercapitalista entre las tres mayores economías del mundo, fueron la principal fuerza impulsora de la contrarrevolución monetarista de 1979-1982, y ese cambio fundamental en la esfera monetaria tuvo a su vez importantes consecuencias tanto para la lucha intercapitalista como para la lucha de clases en los países del centro. Pero el estímulo más enérgico para el viraje monetario provino de la crisis no resuelta de la hegemonía estadounidense en el Tercer Mundo antes que de la crisis de rentabilidad como tal.

También aquí las peculiaridades del largo declive de finales del siglo XX pueden ponerse de relieve mediante su comparación con el de 1873-1896. Aunque raramente se les ha prestado atención, las diferencias existentes en las relaciones Norte-Sur verificables entre los dos largos declives son aún más significativas que las que se produjeron en las relaciones trabajo- capital. Y lo que es más importante, el primero de estos dos declives tuvo lugar en el contexto de la última y mayor oleada de conquista territorial por parte del Norte y colonización del Sur, mientras que la del siglo XX tuvo lugar al finalizar la mayor oleada de descolonización de la historia mundial 76. Entre una y otra se había producido la gran «rebelión contra Occidente» de la primera mitad del siglo XX, que en opinión de Geoffrey Barraclough marcó el inicio de una era totalmente nueva: Nunca antes en toda la historia de la humanidad se había producido un cambio tan revolucionario con tanta rapidez. El cambio en la posición de los pueblos de Asia y África en sus relaciones con Europa fue la señal más segura del advenimiento de una nueva era, y cuando se escriba con una perspectiva más amplia la historia de la primera mitad del siglo XX –que para la mayoría de los historiadores está dominada todavía por las guerras europeas y los problemas europeos–, sin duda ningún tema será de mayor importancia que la rebelión contra Occidente 77.

El momento para esa perspectiva más amplia a la que aludía Barraclough todavía no ha llegado, obviamente. Vivimos por el contrario en una época en la que el «triunfo», el aparentemente ilimitado poderío de Occidente, hace parecer insignificante, si no fútil, la anterior rebelión del Sur. Sin embargo, sigue en pie la diferencia fundamental entre las relaciones Norte-Sur durante los dos largos declives, y ni los orígenes, ni la trayectoria ni las consecuencias del declive de 1973-1993 pueden descifrarse con precisión si no es a su luz. Para ilustrarlo me centraré una vez más en los aspectos monetarios de los dos largos declives.

La contribución de la India

En el apartado anterior atribuí el carácter inflacionario del último largo declive a la imposibilidad social y política de someter las relaciones trabajo-capital en los países del centro a la disciplina de un patrón metálico, como había sucedido a finales del siglo XIX. El carácter y la fuerza de esa constricción social en las regiones del centro dependen decisivamente, empero, de los dispositivos políticos particulares que relacionan el centro con la periferia. Nada ilustra mejor esto que la estrecha conexión entre la fidelidad de Gran Bretaña al patrón oro y su extracción de tributos del subcontinente indio. El Imperio británico en la India fue decisivo en dos aspectos principales. En primer lugar, militarmente: en palabras de lord Salisbury, «la India era un puesto avanzado inglés en los mares orientales del que podíamos sacar cualquier número de soldados sin pagar por ellos» 78. Financiadas enteramente por los contribuyentes indios, esas fuerzas organizadas en un ejército colonial de corte europeo se utilizaron regularmente en la serie infinita de guerras mediante las que Gran Bretaña abrió Asia y África al comercio, la inversión y la influencia occidentales 79.

Ese ejército colonial fue «el puño de hierro en guante de terciopelo del expansionismo victoriano [...], la crucial fuerza coercitiva que acompañó a la internacionalización del capitalismo industrial» 80.

En segundo lugar, pero con la misma importancia, las infames home charles y el control del Banco de Inglaterra sobre las reservas de divisas de la India convirtieron ésta en «pilar fundamental» de la supremacía global de Gran Bretaña en las esferas financiera y comercial. El déficit de la balanza de pagos de la India con Gran Bretaña y su superávit con todos los demás países permitieron a Gran Bretaña equilibrar su déficit por cuenta corriente con el resto del mundo. Sin la contribución forzada de la India a la balanza de pagos de la Gran Bretaña imperial, habría sido imposible para esta última «utilizar los ingresos procedentes de sus inversiones extranjeras para realizar aún más inversiones y devolver al sistema monetario internacional la liquidez que absorbía como rentas obtenidas de aquéllas». Además, las reservas monetarias de la India «proporcionaban una gran masse de manoeuvre que las autoridades monetarias británicas podían utilizar para omplementar sus propias reservas y seguir manteniendo a Londres como centro del sistema monetario internacional» 81.

Al imponer la disciplina monetaria interna, tanto a los trabajadores como a los capitalistas, la elite dominante británica afrontaba así una situación totalmente diferente a la que se enfrentaban las elites estadounidense un siglo después, ya que el ejercicio de funciones hegemónicas a escala mundial –incluida la serie infinita de guerras en el Sur del mundo– no implicaba el tipo de presiones inflacionistas que la guerra de Vietnam generó en Estados Unidos. Las guerras no sólo se financiaban con el dinero indio, sino que, al ser los combatientes soldados indios y de otras colonias, no requerían el tipo de gasto social en que tuvo que incurrir el gobierno estadounidense a fin de contener la oposición doméstica al aumento del número de bajas de su ejército.

Dejando a un lado los costes de la guerra, Gran Bretaña, a diferencia de Estados Unidos a finales del siglo XX, pudo internalizar los beneficios (para los habitantes de la metrópoli) y externalizar los costes (sobre los de las colonias) de los incesantes «ajustes estructurales» derivados del sometimiento de su moneda a un patrón metálico. El control coercitivo sobre el superávit de la balanza de pagos de la India permitió a Gran Bretaña descargar el peso de su persistente déficit comercial sobre los contribuyentes, trabajadores y capitalistas indios 82. En un mundo poscolonial, en cambio, no cabía una coerción tan descarada. Estados Unidos afrontaba la dura opción de equilibrar sus déficit comercial y por cuenta corriente mediante una contracción drástica de su economía nacional y una disminución de sus gastos en el extranjero o enajenar una porción creciente de sus ingresos futuros a favor de prestamistas extranjeros. La opción por una estrategia inflacionaria en la gestión de la crisis no estuvo dictada únicamente por la imposibilidad social y política de someter la economía nacional estadounidense a una contracción drástica, ni por el alivio de las presiones competitivas extranjeras que esa estrategia pudo aportar a los industriales estadounidenses, sino que constituyó también un intento más o menos consciente de no elegir entre dos alternativas igualmente desagradables. La profundización de la crisis de la hegemonía estadounidense a finales de la década de 1970 y el devastador asalto al dólar que provocó fueron un duro recordatorio de que la decisión de optar por una u otra vía no podía posponerse más.

La contrarrevolución monetaria iniciada durante el último año de la Administración de Carter y proseguida con mayor fuerza por el gobierno de Reagan fue una respuesta pragmática a esta situación. Como indica Brenner, ese giro profundizó más que alivió la crisis de rentabilidad, pero algo que no señala es que invirtió –más allá de las esperanzas más optimistas de sus autores– el precipitado declive del poder mundial estadounidense que se había verificado durante los quince años precedentes 83.

Para entender esta inversión inesperada, debemos una vez más cambiar el objeto de nuestro análisis para reexaminar los procesos de competencia intercapitalista que constituyen el centro del análisis de Brenner.

Soportes financieros de la recuperación estadounidense

Como hemos visto, Brenner atribuye la persistencia del «exceso de capacidad y producción» verificable después de 1973 en parte al comportamiento de las empresas que presentaban una estructura de costes elevados –que tenían «razones para defender sus mercados y contraatacar acelerando el proceso de innovación mediante la inversión en capital fijo adicional»– y en parte a las iniciativas de los gobiernos estadounidense, japonés y alemán, que agravaron la tendencia subyacente a que se produjeran «pocas salidas» y «demasiadas entradas» en vez de aliviarla. También hemos visto que, mientras que en la narración histórica de Brenner las iniciativas gubernamentales ocupan el centro de la escena, el argumento teóricamente más decisivo sobre las empresas se desarrolla sobre todo deductivamente, a partir de pruebas circunstanciales.

Un primer problema con esta tesis central es que se concentra casi exclusivamente en el sector industrial. Brenner no ofrece una justificación para ello, pero sí lo hace en cambio para la atención prioritaria que concede a las economías estadounidense, japonesa y alemana. La identificación teórica e histórica del capitalismo con el capitalismo industrial parece ser para él –como por la mayoría de los sociólogos, tanto marxistas como no marxistas– un artículo de fe que no requiere justificación. Sin embargo, la proporción del valor añadido generado en el sector industrial a escala mundial ha sido comparativamente pequeña, decreciendo continuamente del 28 por 100 en 1960 al 24,5 por 100 en 1980 y al 20,5 por 100 en 1998.

Además, esta contracción ha sido superior a la media en los países capitalistas «avanzados» analizados por Brenner, habiendo decrecido la parte correspondiente a Norteamérica, Europa occidental, Oceanía y Japón del 28,9 por 100 en 1960 al 24,5 por 100 en 1980 y al 19,7 por 100 en 1998 84.

Brenner parece ser consciente de este problema, pero lo considera un síntoma de la crisis económica más que una razón para cuestionar la importancia y validez de su atención casi exclusiva al sector industrial.

Así, al comentar la «enorme expansión» experimentada por el sector no industrial estadounidense durante la década de 1980, lo interpreta como «un síntoma del profundo declive económico que acompañó a la crisis del sector industrial en la economía estadounidense, que podría denominarse sin más “desindustrialización”, con todas sus connotaciones negativas » 85. En determinado momento, no obstante, cree necesario ofrecer cierta justificación para su estrecha concentración en el sector industrial. Se ha hecho habitual minusvalorar la importancia del sector industrial, atendiendo a su proporción decreciente en el empleo total y el PIB. Pero durante la década de 1990 el sector industrial estadounidense todavía representaba el 46,8 por 100 del total de los beneficios globales en el sector de empresas no financieras, y en 1999 supuso el 46,2 por 100 de ese total. El aumento de la rentabilidad antes de impuestos en el sector industrial supuso de hecho la fuente principal del correspondiente aumento de esa misma ratio en el conjunto de la economía privada 86.

Dejando de lado el hecho de que no está claro por qué los beneficios en el sector financiero no se incluyen en la comparación, esta justificación no resiste un examen empírico minucioso. Como ha mostrado Greta Krippner, a partir de un análisis detallado de los datos disponibles, la proporción en los beneficios empresariales totales obtenida por el sector de las finanzas, los seguros y la propiedad inmobiliaria no sólo se equiparó prácticamente durante la década de 1980 y sobrepasó durante la de 1990 a la obtenida por el sector industrial, sino que, con mayor relevancia aún, durante las décadas de 1970 y 1980 las propias empresas no financieras aumentaron notablemente sus inversiones en activos financieros con respecto a las inversiones en instalaciones y equipo, pasando a depender cada vez más de fuentes financieras en la obtención de sus ingresos y beneficios en comparación con los obtenidos de sus actividades productivas.

Particularmente significativa es la conclusión de Krippner de que el sector industrial no sólo domina sino que dirige esa tendencia hacia la «financiarización» de la economía no financiera 87.

Brenner no ofrece ningún indicador en su modelo de «exceso de capacidad y producción» comparable a los múltiples indicadores sobre la financiarización de la economía no financiera proporcionados por Krippner. En cambio, Anwar Shaikh sí ofrece dos indicadores de la «utilización de la capacidad» en el sector industrial estadounidense –uno de ellos basado en sus propias estimaciones, y otro en las del Federal Reserve Board– que podemos considerar indicadores inversos imperfectos del exceso de capacidad 88.

Durante todo el periodo 1947-1995 ambos indicadores muestran grandes fluctuaciones en la utilización de la capacidad existente, pero no una clara tendencia a largo plazo. Más concretamente, de acuerdo con lo que afirma Brenner, ambos indicadores –especialmente el de Shaikh– sugieren que el exceso de capacidad en el sector industrial estadounidense decreció bruscamente durante los últimos años de la larga expansión de posguerra y aumentó aún más bruscamente durante la crisis de rentabilidad que marcó la transición de esta última al largo declive que se inició en 1973, momento a partir del cual, en cambio, ambos indicadores siguen mostrando considerables fluctuaciones, pero no ofrecen pruebas que apoyen la afirmación de Brenner de que el largo declive se caracterizó por un exceso de capacidad por encima de lo normal. Las cifras del Federal Reserve Board muestran que la utilización de la capacidad existente retrocedió al nivel donde se había situado durante la década de 1950 sin crecer ni decrecer después ostensiblemente, mientras que las de Shaikh muestran una utilización de la capacidad existente durante la década de 1970 algo superior a la de 1950, volviendo a crecer luego durante las décadas de 1980 y 1990, lo que sugiere un lento declive relativo del exceso de capacidad.

Complementando lo que puede deducirse de estos indicadores imperfectos, las inequívocas conclusiones de Krippner arrojan serias dudas sobre las suposiciones a priori de Brenner con respecto al comportamiento de los productores industriales que presentan estructuras de costes elevados.

La respuesta predominante de estas empresas a la irrupción en sus mercados de competidores con una estructura de costes bajos no parece haber sido una defensa enérgica de su capital invertido ni un contraataque mediante inversiones adicionales en capital fijo que incrementara aún más el exceso de capacidad. Aunque este tipo de respuesta se produjo en determinadas áreas, la respuesta predominante fue mucho más racional en términos capitalistas. Frente al aumento de la competencia internacional (especialmente en sectores muy susceptibles a la competencia exterior, como el industrial), las empresas de alto coste respondieron a la caída de sus ingresos desviando una parte creciente de su flujo de tesorería, de la inversión en capital fijo y materias primas hacia la liquidez y acumulación a través de canales financieros.

Esto es lo que Krippner observa empíricamente, pero es también lo que cabría esperar teóricamente, siempre que el rendimiento del capital invertido en el comercio y la producción cae por debajo de cierto umbral y la competencia intercapitalista se convierte en un juego de suma cero o negativa. En esas circunstancias –precisamente las que según Brenner han caracterizado el largo declive de 1973-1993– los riesgos e incertidumbres que acompañan a la reinversión de los ingresos obtenidos en la actividad comercial y productiva son elevados, y es de sentido común utilizarlos para aumentar la liquidez de los activos como arma defensiva u ofensiva en la acrecentada lucha competitiva, tanto dentro de la industria o esfera de actividad económica particular en la que la empresa se ha especializado previamente como fuera de ella, ya que la liquidez permite a las empresas no sólo escapar a la «carnicería de bienes de capital» que más pronto o más tarde se deriva del exceso de acumulación de capital y de la intensificación de la competencia tanto en las viejas como en las nuevas líneas de producción, sino también apoderarse a precios de saldo de los activos, clientes y proveedores de las empresas menos prudentes e «irracionalmente exuberantes» que siguieron invirtiendo sus flujos de tesorería en capital fijo y materias primas 89.

Finanzas: el último refugio

En cierto sentido, esta estrategia competitiva no es sino la prolongación por otros medios de la lógica del ciclo de estandarización del producto que el propio Brenner evoca en otro contexto. Para las principales organizaciones capitalistas de una época determinada, esta lógica implica el desplazamiento incesante de recursos, mediante un tipo de «innovación» u otro, de nichos de mercado que se han sobresaturado (y resultan, por lo tanto, menos rentables) a otros menos saturados (y, por lo tanto, más rentables). Cuando la intensificación de la competencia reduce la disponibilidad de nichos rentables relativamente vacíos en los mercados de bienes, las principales organizaciones capitalistas cuentan con un último refugio, al que se pueden retirar y desplazar sobre otros las presiones competitivas. Este refugio final es el mercado monetario, que en palabras de Schumpeter «siempre es, por decirlo así, el cuartel general del sistema capitalista, del que proceden las órdenes que llegan a sus divisiones individuales» 90.

A este respecto, como he señalado antes, el capital estadounidense seguía a finales del siglo XX una trayectoria análoga a la del capital británico un siglo antes, que también había respondido a la intensificación de la competencia en el sector industrial mediante la financiarización. Como explicó Halford Mackinder en un discurso pronunciado ante los banqueros londinenses a finales del siglo XIX, cuando la financiarización del capital británico estaba ya en una fase avanzada: la industrialización de otros países realzaba la importancia de contar con una sola cámara de compensación, que «siempre se hallará allí donde se concentre la mayor propiedad de capital [...]. Nosotros somos esencialmente los que poseemos capital, y quienes lo poseen siempre obtienen su parte de la actividad de los cerebros y los músculos de otros países» 91. Así sucedió ciertamente durante la belle époque eduardiana, cuando casi la mitad de los activos británicos estaban colocados en el extranjero y en torno al 10 por 100 de su renta nacional estaba constituida por intereses procedentes de inversiones colocadas en el exterior 92.

A pesar de que Estados Unidos posee un poderío económico, militar y político mucho mayor que el disfrutado por el Imperio británico, la participación en la «actividad de los cerebros y los músculos de otros países» mediante la financiarización ha sido una tarea mucho más ardua para el capital estadounidense. Evidentemente, la primacía estadounidense en la formación de empresas multinacionales verticalmente integradas ha constituido un medio muy eficaz para poner en funcionamiento esa participación durante el siglo XX; y la inmigración, evidentemente, ha «drenado» cerebros y músculos de todo el mundo a lo largo de la historia de Estados Unidos 93. Sin embargo, a diferencia de Gran Bretaña en el siglo XIX, Estados Unidos no estaba orientado estructuralmente a desempeñar el papel de cámara de compensación global; su relación con la economíamundo era más bien la de una economía continental autocentrada y en gran medida autosuficiente 94.

En el contexto de creciente fragmentación y posterior colapso del mercado mundial que caracterizó las luchas intercapitalistas durante la primera mitad del siglo XX, la escala, el autocentramiento y la relativa autosuficiencia de la economía estadounidense proporcionaron a sus capitales ventajas competitivas decisivas. La primacía estadounidense en la formación de empresas multinacionales verticalmente integradas le permitió eludir, mediante la inversión directa, el creciente proteccionismo del periodo. Sin embargo, el éxito de Estados Unidos en la reunificación y expansión del mercado global tras el fin de la Segunda Guerra Mundial disminuyó esas ventajas; y la intensificación de la competencia internacional que le siguió las convirtió, en algunos aspectos, en desventajas. Un mercado mundial expandido y unificado permitía a las empresas basadas en países más pequeños, menos autocentrados y menos autosuficientes disfrutar de economías de escala y diversificación comparables a las gozadas por las empresas estadounidenses.

Por otra parte, la ausencia de integración orgánica de Estados Unidos en la economía global impedía al capital estadounidense aprovechar ventajosamente la tendencia a la financiarización que iba cobrando impulso, tanto en Estados Unidos como en el extranjero, bajo el impacto de la creciente competencia y la consiguiente crisis de rentabilidad.

Ahí reside otra contradicción de la estrategia inflacionista adoptada por Estados Unidos por el gobierno de Nixon para gestionar la crisis. Como se ha argumentado en los apartados precedentes, esta decisión derivaba de toda una combinación de consideraciones económicas, sociales y políticas, que pese a su diversidad tenían un objetivo común: preservar el relativo autocentramiento, autosuficiencia y tamaño de la economía estadounidense.

Aun con todo su éxito en la redistribución de la carga de la crisis de rentabilidad, transfiriéndola del capital estadounidense a sus trabajadores y a los competidores extranjeros, esa estrategia acabó profundizando la crisis de la hegemonía estadounidense al provocar un devastador asalto contra el dólar que amenazó con destruir el poderío financiero estadounidense en el mundo. La argumentación desarrollada en este apartado nos proporciona una nueva comprensión de las razones de esa profundización de la crisis y del éxito de la contrarrevolución monetarista en la reversión del precipitado declive del poder mundial de Estados Unidos.

Hegemonía y financiarización

En resumen, la razón principal por la que la estrategia inflacionista acabó por dañar a Estados Unidos radica en que esta estrategia, en lugar de atraer hacia la economía estadounidense y su moneda la creciente masa de liquidez liberada por la financiarización del proceso de acumulación de capital a escala mundial, la repelió. Y recíprocamente, la razón principal por la que la contrarrevolución monetarista tuvo tanto éxito en revertir el declive del poderío estadounidense es que provocó una reorientación masiva de los flujos de capital globales hacia Estados Unidos y el dólar.

Evidentemente, esta reorientación transformó a Estados Unidos, que había sido la principal fuente de liquidez mundial e inversión directa extranjera durante las décadas de 1950 y 1960, en el país más endeudado del mundo y en el principal atractor de liquidez desde la década de 1980 hasta la actualidad 95. Como veremos, Brenner tiene probablemente razón al dudar de que niveles de endeudamiento tan altos sean sostenibles a largo plazo. Sin embargo, la creciente deuda exterior ha permitido a Estados Unidos, durante veinte años, convertir la crisis de la década de 1970 en una belle époque comparable a la de la época eduardiana en Gran Bretaña, y en algunos aspectos aún más espectacular.

Ante todo ha permitido a Estados Unidos lograr a través de medios financieros lo que no podía conseguir por la fuerza de las armas: derrotar a la Unión Soviética en la Guerra Fría y domeñar al rebelde Sur. El endeudamiento masivo con el extranjero, sobre todo con Japón, fue esencial para la escalada en la carrera de armamentos emprendida por Reagan –ante todo, pero no exclusivamente, mediante la Iniciativa de Defensa Estratégica –, que excedía ampliamente lo que la Unión Soviética podía permitirse. Combinada con el generoso apoyo a la resistencia afgana contra la ocupación soviética, esa escalada llevó obligadamente a la Unión Soviética a una doble confrontación que no podía ganar en ninguno de los dos planos: en Afganistán, su aparato militar de alta tecnología se encontró con las mismas dificultades que habían conducido a la derrota estadounidense en Vietnam; mientras que en la carrera de armamentos Estados Unidos podía movilizar recursos financieros que no estaban al alcance soviético 96.

Al mismo tiempo, la masiva reorientación del flujo de capitales hacia Estados Unidos convirtió la abundancia de capital de la que habían gozado los países del Sur durante la década de 1970 en la repentina «sequía» de la década de 1980 –evidenciada en primer lugar por la suspensión de pagos mexicana de 1982–, que fue probablemente el factor más importante en el desplazamiento de las presiones competitivas desde el Norte hacia el Sur y de la importante bifurcación entre las trayectorias seguidas por distintas regiones de esta área del planeta durante las décadas de 1980 y 1990. Por un lado, hubo regiones –sobre todo en Asia oriental– que por razones históricas contaban con una fuerte ventaja en la competencia por una parte de la creciente demanda estadounidense de productos industriales baratos. Estas áreas tendieron a beneficiarse de la reorientación de los flujos de capital, porque la mejora de su balanza de pagos disminuyó su necesidad de competir con Estados Unidos en los mercados financieros mundiales, y de hecho convirtió a algunas de ellas en importantes prestamistas de Estados Unidos. Otras regiones –en particular en el África subsahariana y América Latina– sufrían, también por razones históricas, desventajas particulares en la competencia por una parte de la demanda norteamericana, que tendieron a traducirse en dificultades en su balanza de pagos, lo cual las colocó en la situación desesperada de tener que competir directamente con Estados Unidos en los mercados financieros mundiales 97. En cualquier caso, Estados Unidos se benefició tanto económica como políticamente, ya que las empresas y las agencias estatales estadounidenses estaban mejor situadas para movilizarse en las luchas competitivas y de poder global por el crédito y los artículos baratos que los «ganadores» del Sur suministraban con facilidad, así como por los activos de los que los «perdedores» del Sur tenían que desprenderse, quisieran o no, a precios de saldo.

Finalmente, el aflujo masivo de capital extranjero fue esencial para el «keynesianismo redoblado» que sacó a la economía estadounidense y mundial de la profunda recesión provocada por el giro de una política monetaria extremadamente laxa a otra muy restrictiva. Esta recesión, y la liquidación ideológica y práctica del Estado del bienestar que la acompañó, fue el auténtico punto de inflexión en el colapso del movimiento obrero en Estados Unidos y otras regiones del centro de la economíamundo capitalista. Cierto es que la estanflación de la década de 1970 ya había debilitado la resistencia obrera frente a los intentos de descargar el peso de la competencia intensificada sobre sus hombros. Pero no fue hasta la década de 1980 cuando, en los países del centro en general y en Estados Unidos en particular, las reivindicaciones salariales se amortiguaron y los trabajadores depositaron su confianza en el control gubernamental sobre la inflación de precios como única esperanza de proteger su nivel de vida.

Como mantiene Brenner, el debilitamiento de la capacidad de presión de los trabajadores fue mayor en Estados Unidos que en otras regiones del centro y contribuyó así a la recuperación de la rentabilidad estadounidense durante la década de 1990. Pero aunque esto contribuyó indudablemente a la recuperación, la atención casi exclusiva de Brenner a la competencia intercapitalista en el sector industrial es de nuevo errónea, ya que el cambio de tendencia se debió, ante todo, no al crecimiento relativamente más lento de los salarios reales estadounidenses, sino a la reorientación general de la economía estadounidense para aprovechar la oleada de financiarización, perceptible tanto en Estados Unidos como en la totalidad del mundo. Desde ese punto de vista, la «desindustrialización» de Estados Unidos y otros países del centro tuvo evidentemente «connotaciones negativas» para los trabajadores más directamente afectados, pero no tanto para el conjunto de la economía estadounidense, especialmente para sus sectores más pudientes. Constituyó, en realidad, una condición necesaria para la gran recuperación de la riqueza, el poder y el prestigio estadounidenses durante la década de 1990, cuando –parafraseando la caracterización de Landes de la belle époque eduardiana– a pesar del ruido de sables en el Sur y en el antiguo bloque del Este y a las sombrías premoniciones de un choque de civilizaciones, todo parecía ir de nuevo como debía.

 

UNA PERSPECTIVA SOCIAL Y ECONÓMICO POLÍTICA

 

Por radicales que puedan parecer las críticas precedentes y aunque en cierto sentido lo son, no suponen una refutación sino una reformulación de la argumentación de Brenner dentro de una perspectiva social y política más amplia. En esta última parte pretendo explicitar esa reformulación a partir de su explicación del largo declive de 1973-1993 y de mi propia crítica. Como en el primer apartado, me ocuparé sucesivamente de los orígenes, la dinámica y las posibles consecuencias del largo declive. Al subrayar las dificultades halladas en el intento de atribuir prioridad causal a cualquiera de los elementos interactuantes que propulsaron la expansión económica de Asia oriental durante las décadas de 1970 y 1980, Robert Wade nos invitaba a pensar «más en una caja fuerte con combinación que en un candado» 98. Si esto es así para Asia oriental, valdrá más aún si se trata de la expansión de la economía-mundo durante las décadas de 1950 y 1960 y del largo declive que vino a continuación. El desarrollo desigual de Brenner es, sin duda, un elemento de la combinación, pero no constituye en absoluto la llave que desbloquea los mecanismos de la acumulación de capital a escala mundial, que provocaron la transición, jalonada por crisis intermedias diversas, desde una situación de fuerte expansión económica a un escenario de estancamiento relativo.

Orígenes del declive

La forma particular que asumió el desarrollo desigual tras la Segunda Guerra Mundial –a diferencia de las que asumió, digamos, en el siglo XIX o en la primera mitad del XX– estaba absolutamente determinada y configurada por la formación y evolución de la hegemonía mundial estadounidense durante la Guerra Fría. La hegemonía estadounidense tenía por su parte un carácter social peculiar, que se reflejaba en los dispositivos institucionales establecidos a escala sistémica, muy diferentes de los vigentes en la economía-mundo centrada en el Reino Unido durante el siglo XIX. De ello se deduce que la influencia del desarrollo desigual en la generación tanto de la expansión de posguerra como del subsiguiente largo declive sólo se puede entender en conjunción con la formación y evolución de los dispositivos institucionales particulares de la hegemonía estadounidense.

Estos dispositivos eran eminentemente políticos en su origen y sociales en cuanto a su orientación. Se basaban en la creencia generalizada entre los funcionarios del gobierno estadounidense de que «la única garantía contra el caos seguido de revolución era un nuevo orden mundial» y de que la «seguridad para el mundo tenía que basarse en el poderío estadounidense ejercido a través de sistemas internacionales» 99. Igualmente generalizada era la creencia de que las lecciones del New Deal también tenían importancia para la esfera internacional.

Del mismo modo que el gobierno del New Deal asumió una responsabilidad cada vez más activa en el bienestar de la nación, los planificadores de la política exterior estadounidense asumieron una responsabilidad cada vez más activa en el bienestar del mundo [...]. Estados Unidos no podía aislarse de los problemas del mundo. Al igual que sucedía en el ámbito nacional, Estados Unidos no podía optar por alguno de esos problemas, distinguiendo política de economía, seguridad de prosperidad, defensa de bienestar. En el vocabulario del New Deal, la asunción de responsabilidades significaba intervención gubernamental a gran escala 100.

Según la concepción original de Franklin Roosevelt, el New Deal se «globalizaría» a través de las Naciones Unidas, y la Unión Soviética quedaría incluida entre los países pobres del mundo que debían incorporarse progresivamente a la Pax Americana para mayor beneficio y seguridad de todos. Por el contrario, en el proyecto político más burdo pero también más realista que se materializó durante la Administración de Truman, la contención del poder soviético se convirtió en el principio organizador primordial de la hegemonía estadounidense, cuyos medios fundamentales para materializar esa contención serían su control sobre el dinero mundial y el poder militar 101. Este modelo más realista no suponía tanto una negación de la idea original de crear un Estado del bienestar global como su transformación en un proyecto de «Estado bélico-asistencial» a escala mundial, contrapuesto al sistema soviético de Estados comunistas 102.

La velocidad y amplitud del proceso de desarrollo desigual, al que Brenner atribuye tanto la expansión de posguerra como el subsiguiente declive, sólo pueden entenderse en relación con los éxitos y fracasos de este proyecto. El modelo, en realidad, tuvo un gran éxito en el desencadenamiento del despegue de una de las mayores expansiones a escala sistémica de la historia del capitalismo, y sin él es posible que el capitalismo mundial hubiera atravesado un largo periodo de estancamiento, hasta de franca depresión, comparable al que se produjo desde la consolidación de la hegemonía británica al final de las guerras napoleónicas hasta el despegue de la larga expansión de mediados del siglo XIX a finales de la década de 1840. En cambio, bajo la hegemonía estadounidense esa contracción se evitó mediante la aplicación conjunta del keynesianismo militar y social a escala mundial. El keynesianismo militar –es decir, los gigantescos gastos en armamento de Estados Unidos y sus aliados y el despliegue de una vasta red de bases militares cuasi permanentes– fue sin duda el elemento más dinámico y sobresaliente de esa combinación.

Pero la difusión del keynesianismo social patrocinado por Estados Unidos –esto es, los incentivos estatales al pleno empleo y al consumo de masas en el Occidente o Norte y al «desarrollo» en el Sur– constituyó también un factor decisivo 103.

La reconstrucción y puesta al día de los aparatos industriales alemán y japonés –pieza central del desarrollo desigual de Brenner– fue algo consustancial a la internacionalización del Estado bélico-asistencial estadounidense. Como señala Bruce Cumings, refiriéndose específicamente al planteamiento estadounidense de la reindustrialización japonesa, «la política de contención de George Kennan 104 fue siempre limitada y prudente, basada en la idea de que en el mundo existían cuatro o cinco estructuras industriales: los soviéticos contaban con una y Estados Unidos con las demás, y las cosas debían seguir así». La «idea» de Kennan se tradujo en el patrocinio por parte del gobierno estadounidense de la reindustrialización de Japón. La guerra de Corea se convirtió en el «“Plan Marshall de Japón” [...]. Los pedidos militares impulsaron a Japón por una senda industrial marcada por los tambores de guerra» 105.

Así pues, el desarrollo desigual bajo la hegemonía estadounidense, lejos de ser un proceso espontáneo derivado de las iniciativas procedentes de la acumulación capitalista «desde abajo» –como había sucedido en el siglo XIX bajo la hegemonía británica–, fue un proceso alentado consciente y activamente «desde arriba» por el Estado bélico-asistencial globalizador patrocinado por Estados Unidos. Esa diferencia no sólo explica la velocidad y amplitud de la larga expansión de posguerra, sino también la particular combinación de límites y contradicciones que la transformaron en el estancamiento relativo de las décadas de 1970 y 1980. La explicación que da Brenner del inicio del largo declive apunta a uno de estos límites y contradicciones: la captura exitosa crea nuevos competidores, y la competencia exacerbada ejerce una presión a la baja sobre los beneficios de las empresas existentes. En la medida en que esto hubiera sido una consecuencia no prevista del proyecto de la Guerra Fría, representaría no sólo una limitación sino una contradicción del planteamiento estadounidense.

Resulta, empero, más plausible suponer que fue un coste económico previsto pero inevitable de planes cuyos objetivos primordiales no eran económicos sino sociales –la contención del comunismo y la subyugación del nacionalismo– y políticos: la consolidación de la hegemonía estadounidense.

Inconvenientes del proyecto de Guerra Fría

La contradicción más seria del planteamiento estadounidense estaba en otro sitio: precisamente en las dificultades anejas al logro de sus objetivos políticos y sociales. Evidentemente, en los viejos y nuevos centros de acumulación de capital, el rápido crecimiento económico, los bajos niveles de desempleo y la difusión del consumo de masas consolidaron la hegemonía de una u otra variante del capitalismo liberal. Pero, como he dicho antes, incluso en estos centros el triunfo político del capitalismo no disminuyó sino que en general reforzó la voluntad de los trabajadores de lograr una participación mayor en el producto social mediante la lucha directa o la movilización electoral. Las políticas de la Guerra Fría de Washington suponían, por lo tanto, una doble contracción de los beneficios: la debida a la intensificación de la competencia intercapitalista, promovida al crear condiciones favorables para la mejora y expansión de los aparatos productivos de Japón y Europa occidental, más la derivada del mayor poder social de los trabajadores, suscitada por la pretensión de alcanzar una situación próxima al pleno empleo y un elevado consumo de masas en todo el mundo occidental.

Esta doble contracción estaba condenada a provocar una crisis de rentabilidad a escala sistémica, pero en sí misma no necesariamente la crisis de la hegemonía estadounidense, que fue el acontecimiento principal de la década de 1970. Si los problemas de rentabilidad se subsumieron y se vieron dominados por esta crisis de hegemonía más amplia, es porque en el Sur del mundo el Estado bélico-asistencial estadounidense no alcanzó sus objetivos políticos y sociales. Socialmente, el «pacto justo» que Truman prometió a los países pobres del mundo en su discurso inaugural de 1949 no se materializó nunca, y el abismo que separaba el Sur del Norte se amplió en vez de cerrarse. A medida que los países del Tercer Mundo aceleraban sus esfuerzos industrializadores –la vía prescrita en general para el «desarrollo»– se produjo en efecto una convergencia industrial entre el Norte y el Sur; pero, como ya he dicho, no se vio acompañada en absoluto por una convergencia en cuanto a los niveles de renta. Los países del Tercer Mundo soportaban así los costes sin cosechar los esperados beneficios de la industrialización. Y lo que es aún peor, en 1970, el entonces presidente del Banco Mundial Robert McNamara reconoció que aunque en ciertos países del Tercer Mundo se había alcanzado una elevada tasa de crecimiento del PIB, ello no venía acompañado por la esperada mejora en su bienestar 106.

El fracaso político del Estado bélico-asistencial estadounidense, relacionado en parte con este fracaso social, fue mucho más notable. El epicentro de este fracaso político fue obviamente la guerra de Vietnam, donde Estados Unidos tuvo que aceptar la imposibilidad práctica de alcanzar una victoria, pese al aumento de sus bajas y el despliegue de una capacidad militar sin precedentes históricos para un conflicto de este tipo. El resultado fue que Estados Unidos perdió gran parte de su credibilidad política como gendarme global, envalentonando con ello en todo el Tercer Mundo a las fuerzas nacionalistas y socialistas revolucionarias que la política de Guerra Fría pretendía contener. Y al tiempo que perdía gran parte de la credibilidad política de su aparato militar, Estados Unidos también perdió el control del sistema monetario mundial. Como he comentado antes, la escalada del gasto público para sostener el esfuerzo bélico en Vietnam y para superar la oposición a la guerra en los propios Estados Unidos –mediante el programa de la «Gran Sociedad»– reforzó la tendencia inflacionista de la economía estadounidense y mundial, profundizó la crisis presupuestaria de Estados Unidos y condujo finalmente al colapso del sistema de tipos de cambio fijos centrado en Estados Unidos.

Es imposible, por supuesto, saber si el régimen de Bretton Woods podría haber sobrevivido sin estos efectos producidos por la guerra de Vietnam. Tampoco cabe imaginar cómo habría evolucionado el capitalismo mundial si el desarrollo desigual hubiera sido impulsado «desde abajo», como en el siglo XIX, y no «desde arriba», como sucedió bajo el régimen de la Guerra Fría estadounidense. Todo lo que digo, a diferencia de la exposición de Brenner, es que, históricamente, el desarrollo desigual tras la Segunda Guerra Mundial estuvo inserto de principio a fin en las rivalidades de la Guerra Fría, hallándose configurado, por lo tanto, de arriba abajo, por los éxitos y fracasos de las estrategias y estructuras desplegadas por el Estado bélico-asistencial hegemónico propiciado por Estados Unidos. La intensificación de la competencia intercapitalista y la consiguiente crisis de rentabilidad mostraron ciertamente que la larga expansión de posguerra había tocado sus límites. Pero se trataba sólo de un elemento de la crisis de hegemonía más amplia que mostró al mismo tiempo los límites y contradicciones de las políticas estadounidenses de la Guerra Fría.

Financiarización y contrarrevolución monetarista

Volviendo ahora a la dinámica del largo declive: mi evaluación crítica de la exposición de Brenner insinuaba implícitamente que la contrarrevolución monetarista de 1979-1982 constituyó un punto de inflexión mucho más decisivo en la evolución del capitalismo estadounidense y mundial que el Acuerdo del Plaza de 1985 o el «Acuerdo del Plaza inverso» de 1995, a los que Brenner parece atribuir la misma importancia o incluso mayor.

En mi opinión, los acuerdos de 1985 y 1995 fueron momentos de ajuste en un proceso de reactivación de la hegemonía estadounidense que había comenzado con la brusca reorientación de una política monetaria tremendamente laxa a otra restrictiva en grado sumo. Antes de tal reorientación, la gestión inflacionaria de las crisis de rentabilidad y hegemonía por parte de Estados Unidos tendió a repeler más que atraer la creciente masa de capital que buscaba acumulación a través de canales financieros. Peor aún, a pesar de los efectos positivos de la competitividad de los industriales estadounidenses, en los que insiste Brenner, esa gestión de ambas crisis creó unas condiciones de acumulación a escala mundial que no beneficiaban al Estado ni al capital estadounidense.

A este respecto fue decisivo el crecimiento explosivo del mercado de eurodólares y de otros mercados financieros extraterritoriales. Curiosamente, Brenner apenas menciona esta variable, aunque surgieron en los mismos años en que se produjo su transición de la expansión al declive y dejaron un sello indeleble sobre la década de 1970. El mercado de eurodólares, establecido durante la década de 1950 para mantener cuentas en dólares de los países socialistas poco dispuestos a correr el riesgo de depositarlos en Estados Unidos, creció ante todo con los depósitos de las multinacionales estadounidenses y las actividades extraterritoriales de los bancos de Nueva York. Los activos nominados en eurodólares, tras expandirse continuamente durante la década de 1950 y comienzos de la de 1960, comenzaron a crecer exponencialmente en la segunda mitad de esta última, cuadruplicándose su volumen entre 1967 y 1970 107.

Por difícil que resulte saber qué había exactamente tras esa explosión, cabe suponer que la desencadenó las crisis conjuntas de la rentabilidad y de la hegemonía estadounidenses verificadas durante aquellos años. Aunque Brenner se centra en los industriales estadounidenses que producían en Estados Unidos, sabemos que las empresas estadounidenses que operaban en el extranjero también se enfrentaban a una competencia más dura por parte de sus rivales europeos 108. Además, Europa fue el epicentro de la explosión salarial de 1968-1973. La presión horizontal procedente de la competencia intensificada y de la presión vertical de los trabajadores alentaron sin duda la preferencia por la liquidez de las corporaciones multinacionales estadounidenses que operaban en el extranjero. Dado que las condiciones para una reinversión productiva rentable de los flujos de tesorería disponibles eran aún menos favorables en Estados Unidos que en Europa, cuando la creciente crisis presupuestaria del Estado bélicoasistencial estadounidense incrementó los riesgos de nuevos impuestos y restricciones a la movilidad del capital, a las multinacionales estadounidenses les pareció sensato «aparcar» sus crecientes activos líquidos en los mercados de eurodólares y en otros mercados monetarios extraterritoriales en lugar de repatriarlos.

Sea como sea, el crecimiento explosivo de los mercados de eurodólares proporcionó a los especuladores monetarios –incluidos los bancos y empresas estadounidenses– una enorme masse de manoeuvre con la que socavar y apostar contra la estabilidad del sistema de tipos de cambio fijos controlado por Estados Unidos. Una vez que realmente colapsó ese sistema, quedaron abiertas las puertas para que un volumen creciente de liquidez controlada privadamente compitiera con los agentes estatales, tanto estadounidenses como de otros países, en la producción de moneda y crédito mundiales. En esta particular lucha competitiva podemos constatar tres tendencias que se reforzaron mutuamente. En primer lugar, el colapso del régimen de tipos de cambio fijos dio un nuevo impulso a la financiarización del capital, incrementando los riesgos e incertidumbres de las actividades comerciales e industriales. Las fluctuaciones en los tipos de cambio se convirtieron en un determinante fundamental de las variaciones experimentadas por los flujos de tesorería, las ventas, los beneficios y los activos de las empresas poseídos en diferentes países y cotizados en diversas monedas. Tratando de protegerse frente a estas variaciones, o de aprovecharse de ellas, las multinacionales tendieron a incrementar el volumen de liquidez dedicado a la especulación financiera en los mercados monetarios extraterritoriales, donde la libertad de acción era infinitamente mayor y los servicios especializados más fácilmente obtenibles 109.

En segundo lugar, la importante devaluación de la moneda estadounidense que tuvo lugar a comienzos de la década de 1970, combinada con la pérdida de credibilidad de Estados Unidos como gendarme global, impulsó a los gobiernos del Tercer Mundo a adoptar una actitud más agresiva en la negociación de los precios de sus exportaciones de materias primas consumidas por el sector industrial, en particular el petróleo. La exacerbada competencia intercapitalista y la aceleración de los esfuerzos de industrialización de los países de renta baja y media habían provocado ya antes aumentos significativos de estos precios, pero en 1973 el reconocimiento en la práctica de la derrota estadounidense en Vietnam, seguido de inmediato por el desmoronamiento del mito de la invencibilidad israelí en la guerra del Yom Kippur, animó a la OPEP a proteger más eficazmente a sus miembros de la depreciación del dólar mediante un cuádruple incremento del precio del crudo en pocos meses. Este denominado primer «shock del petróleo», que tuvo lugar precisamente en las postrimerías de la explosión salarial, profundizó la crisis de rentabilidad y reforzó las tendencias inflacionistas en los países capitalistas del centro.

Y lo que es más importante, generó un superávit de 80.000 millones de «petrodólares», gran parte de los cuales quedaron aparcados o invertidos en eurodivisas y otros mercados monetarios extraterritoriales. El volumen de liquidez bajo control privado que se podía movilizar para la especulación financiera y nueva creación de crédito al margen de los canales bajo control público recibió así un potente estímulo adicional 110.

Por último, la tremenda expansión de la oferta de dinero y crédito a escala mundial, debida a la combinación de la política monetaria extremadamente laxa de Estados Unidos y al explosivo crecimiento de la liquidez bajo control privado en los mercados monetarios extraterritoriales, no se veía equilibrada por una demanda capaz de asegurar la preservación, y menos aún la autoexpansión, del capital monetario. Cierto es que había mucha demanda de liquidez, no sólo por parte de las empresas multinacionales –para protegerse frente a las fluctuaciones de los tipos de cambio o especular con ellas–, sino también por parte de los países de renta baja y media para mantener sus esfuerzos desarrollistas en un entorno cada vez más competitivo y volátil. Sin embargo, esta demanda contribuía en su mayor parte a reforzar las presiones inflacionistas, más que a la expansión del endeudamiento solvente.

Anteriormente todos los países, con la excepción de Estados Unidos, tenían que mantener cierto equilibrio en su balanza de pagos, tenían que «ganarse » el dinero que deseaban gastar en el exterior. Ahora podían pedirlo prestado. Con una liquidez susceptible, aparentemente, de una expansión infinita, los países consideraron que la solvencia ya no suponía ninguna restricción externa sobre el gasto exterior [...]. En estas circunstancias, un déficit en la balanza de pagos ya no proporcionaba por sí mismo una restricción automática a la inflación doméstica. Los países que se hallasen en una situación deficitaria podían endeudarse indefinidamente con cargo a la máquina mágica de la liquidez [...]. No resulta sorprendente, pues, que la inflación mundial continuara acelerándose durante toda la década y que los temores de colapso en el sistema bancario privado se hicieran cada vez más patentes. Cada vez fue mayor el número de deudas «renegociadas» y un grupo de países pobres se declaró totalmente insolvente 111.

En resumen, la interacción entre la crisis de rentabilidad y la crisis de hegemonía, combinada con la estrategia inflacionaria de gestión de la crisis por parte de Estados Unidos, incrementó durante todo un decenio el desorden monetario mundial, propició una creciente inflación y un continuo deterioro de la capacidad del dólar para funcionar como medio de pago, moneda de reserva y unidad de cuenta mundial. La estrechez del objeto de análisis de Brenner, concentrado en la rentabilidad vigente en el sector industrial, pierde de vista este contexto más amplio en el que se produjo el hundimiento de los fundamentos monetarios del orden capitalista mundial. ¿Para qué servía desactivar algunas de las presiones que recaían sobre los beneficios del sector industrial estadounidense mediante políticas monetarias laxas, si al mismo tiempo el capital monetario –principio y fin de la acumulación capitalista– se hacía tan abundante como un artículo de libre disposición?

El abuso estadounidense de los privilegios de señoreaje ¿no estaba de hecho desplazando al capital hacia instrumentos monetarios alternativos, privando así a Estados Unidos de una de sus principales palancas de poder mundial?

Crisis de expansión

La raíz del problema del capitalismo estadounidense y mundial durante la década de 1970 no radicaba en la baja tasa de beneficio como tal. Después de todo, la caída de las tasas de beneficio para obtener un volumen mayor de beneficios constituye una larga tradición del capitalismo histórico 112.

El problema real durante la década de 1970 era que la política monetaria estadounidense estaba tratando de atraer capital para mantener la expansión de la producción y el comercio mundiales, a pesar de que esa expansión se había convertido en la causa principal del aumento de costes y de la incertidumbre a los que se enfrentaban las empresas capitalistas en general y las estadounidenses en particular. No es sorprendente que sólo una fracción de la liquidez creada por las autoridades monetarias estadounidenses afluyera a nuevas actividades comerciales y productivas. La mayor parte alimentó la oferta monetaria extraterritorial, que se multiplicó mediante los mecanismos interbancarios privados de creación de dinero e inmediatamente resurgió en el mercado mundial compitiendo con los dólares emitidos por la Reserva Federal.

En última instancia, esta competencia creciente entre dinero privado y público no beneficiaba al gobierno estadounidense, ya que la expansión de la oferta privada de dólares liberaba a un grupo cada vez mayor de países de las restricciones de la balanza de pagos, socavando así los privilegios de señoreaje de Washington. Tampoco beneficiaba al capital estadounidense, ya que la expansión de la oferta pública de dólares alimentaba los mercados monetarios extraterritoriales con más liquidez de la que podían reciclar con seguridad y rentabilidad. Obligó, por lo tanto, a los bancos y a otros intermediarios financieros estadounidenses que controlaban esos mercados a competir ferozmente entre sí volcando dinero en países considerados solventes y bajando el listón con el que se evaluaba esa solvencia.

Esta competencia mutuamente destructiva, que se desarrolló en el contexto de una crisis creciente de la hegemonía estadounidense, culminó en el devastador asalto contra el dólar de 1979-1980. Fueran cuales fueran las motivaciones reales y las pretendidas razones que se dieran del brusco giro subsiguiente de la política monetaria estadounidense, su importancia real a largo plazo –y la razón principal por la que resucitó finalmente el poderío estadounidense más allá de lo que nadie podía esperar– es que interrumpió drásticamente esa competencia mutuamente destructiva. El gobierno estadounidense no sólo dejó de aportar liquidez al sistema, sino que comenzó a competir agresivamente por el capital existente en todo el mundo mediante el establecimiento de elevadísimos tipos de interés, reducciones de impuestos, aumento de la libertad de acción para los productores y los especuladores capitalistas y, a medida que se iban materializando los beneficios de la nueva política, un dólar al alza, que provocó la masiva reorientación de los flujos de capital hacia Estados Unidos que ya he mencionado. Para decirlo crudamente, la esencia de la contrarrevolución monetarista consistió en un cambio radical de la acción estatal estadounidense, que pasó de alimentar la oferta de la expansión financiera que se había puesto en marcha a constituirse en protagonista indiscutida de la demanda de fondos líquidos que operaba en la misma.

Mediante este cambio radical, el gobierno estadounidense dejó de competir con la creciente oferta privada de liquidez para crear en su lugar briosas condiciones de demanda del capital en busca de inversión para propiciar la acumulación del mismo a través de canales financieros.

La contrarrevolución monetarista no fue un acontecimiento aislado, sino el inicio de un proceso que había que gestionar. La exposición que ofrece Brenner de la cooperación y competencia interestatal entre los principales países capitalistas durante las décadas de 1980 y 1990 resulta particularmente útil al destacar los vaivenes que han caracterizado su gestión.

Los principales Estados capitalistas, siempre que el proceso amenazaba con escapárseles de las manos y provocar un colapso sistémico, cooperaban para evitar el peligro aliviando las presiones competitivas sobre los productores más inmediatamente amenazados por el colapso: los industriales estadounidenses en vísperas del Acuerdo del Plaza de 1985, los japoneses y en menor medida los europeo-occidentales en vísperas del «Acuerdo del Plaza inverso» de 1995. Pero una vez que se sobrepasaba el peligro, la competencia interestatal se reanudaba hasta que volvía a aparecer en el horizonte la amenaza de un nuevo colapso. Por ilustrativa que sea, esa exposición no nos dice si tal proceso tiene algún límite, y en tal caso cuál podría ser. Eso nos lleva a las reflexiones de Brenner con respecto a la precariedad de la reactivación económica estadounidense durante la década de 1990, de la que nos ocuparemos ahora.

Posibles consecuencias

En términos generales estoy de acuerdo con la afirmación de Brenner de que el resurgimiento económico estadounidense durante la segunda mitad de la década de 1990 no constituía «una superación definitiva del largo declive» y de que, en realidad, lo peor podría estar todavía por venir. A principios de la década de 1990 –antes de que comenzara la reactivación analizada por Brenner, pero después de que la contrarrevolución monetarista hubiera conseguido transformar la crisis de la década de 1970 en una nueva belle époque del capitalismo estadounidense y mundial– yo afirmé que «la semejanza más llamativa entre esta nueva belle époque y la eduardiana era la falta de conciencia casi absoluta de sus beneficiarios de que aquella prosperidad repentina y sin precedentes de que gozaban no descansaba sobre una resolución de la crisis de acumulación que había precedido a los buenos tiempos» y que «la reciente prosperidad se basaba en un desplazamiento de la crisis de un conjunto de relaciones a otro. Era sólo cuestión de tiempo que la crisis volviera a reaparecer con formas aún más perturbadoras» 113.

Hay, sin embargo, dos diferencias fundamentales entre el diagnóstico de Brenner sobre la crisis de rentabilidad que subyace a la turbulencia global de los últimos treinta años y el mío. Una es que yo interpreto la crisis de rentabilidad como un aspecto de una crisis de hegemonía más amplia. Y la otra es que yo creo que la respuesta capitalista predominante a la crisis conjunta de rentabilidad y hegemonía ha sido la financiarización del capital, más que el persistente «exceso de capacidad y de producción» en el sector industrial.

Una de las ventajas de esta interpretación es que nos permite establecer comparaciones con periodos anteriores caracterizados también por una crisis de hegemonía/rentabilidad y por la financiarización del capital, en un intento de sopesar las posibles consecuencias de la crisis actual a la luz de las experiencias históricas. Esto nos retrotrae a la cuestión planteada anteriormente de si cabe esperar que la actual belle époque acabe tan catastróficamente como la precedente. Para concluir este artículo apuntaré brevemente las razones en favor y en contra de tal conclusión.

La razón principal para que se produjera una nueva debacle es que las explosiones financieras tienen un impacto fundamentalmente contradictorio sobre la estabilidad del sistema. A corto plazo –entendiendo que, en este contexto, corto plazo significa décadas más que años–, las explosiones financieras tienden a estabilizar el orden existente, permitiendo a los grupos hegemónicos hasta entonces dominantes descargar sobre los grupos subordinados, a escala nacional e internacional, el peso de la competencia exacerbada que pone en peligro su hegemonía. En el apartado anterior he esbozado el proceso mediante el que el gobierno de Estados Unidos consiguió convertir la financiarización del capital, de un factor de crisis para la hegemonía estadounidense –como fue durante la década de 1970– en un factor propulsor del nuevo aumento de la riqueza y el poder estadounidenses. A través de diferentes mecanismos, reversiones análogas –aunque menos espectaculares– pueden detectarse no sólo en el transcurso de la expansión financiera centrada en el Reino Unido a finales del siglo XIX y comienzos del XX, sino también durante la expansión financiera centrada los Países Bajos a mediados del siglo XVIII 114.

Con el tiempo, empero, las expansiones financieras han tendido a desestabilizar el orden existente a través de procesos que son tanto sociales y políticos como económicos. Económicamente, tales expansiones desvían sistemáticamente el poder de compra, de la inversión en mercancías (incluida la fuerza de trabajo) creadora de demanda hacia el atesoramiento y la especulación, exacerbando así los problemas de realización.

Políticamente, tienden a asociarse con el surgimiento de nuevas configuraciones de poder, que socavan la capacidad del Estado hegemónico existente para emplear en su favor la intensificación de la competencia a escala sistémica. Y socialmente, la masiva redistribución de ingresos y las dislocaciones sociales provocadas por las expansiones financieras tienden a provocar movimientos de resistencia y rebelión entre los grupos y capas subordinados, cuya forma de vida establecida es objeto de ataque.

La forma que adoptan estas tendencias, y cómo se relacionan entre sí espacial y temporalmente, ha variado de una expansión financiera a otra. Pero en cada una de las dos transiciones hegemónicas completadas hasta ahora del capitalismo histórico –de la holandesa a la británica y de la británica a la estadounidense– puede detectarse cierta combinación de esas tres tendencias. En las transiciones anteriores (aunque no todavía en la actual), condujeron finalmente a un colapso total y aparentemente irremediable de la organización del sistema, que no pudo superarse hasta que éste se reconstituyó bajo una nueva potencia hegemónica 115.

¿Un nuevo colapso sistémico?

El crash y la Gran Depresión de la década de 1930 –la única ocasión durante los últimos ciento cincuenta años que corresponde realmente a la imagen de Brenner de una reestructuración a escala sistémica o «franca depresión»– fueron un elemento intrínseco del último colapso. El éxito de la contrarrevolución monetarista, al transformar la expansión financiera de la década de 1970 en fuerza impulsora de la renovación del poder y la riqueza estadounidenses durante las décadas de 1980 y 1990, no garantiza por sí mismo que no se esté fraguando un colapso sistémico parecido. Por el contrario, la propia escala y ámbito de la transformación están exacerbando probablemente los problemas de realización en todo el mundo hasta tal punto que una «franca depresión» resulta más que probable 116. Se trata de una cuestión importante, sobre la que me gustaría volver en otra ocasión. Por el momento me limitaré a señalar que, una vez más, la situación económica no evoluciona aisladamente, sino combinada con las dimensiones políticas y sociales de la transición actualmente en curso hacia un destino todavía desconocido. Y aunque el aspecto económico de esta transición se asemeja en muchos aspectos clave al de pasadas transiciones –como atestigua la intensificación de la competencia intercapitalista y la correspondiente financiarización del capital– sus dimensiones política y social son muy diferentes.

Como he indicado anteriormente, en el transcurso del último largo declive (1973-1993) y de la belle époque consiguiente no se ha observado una tendencia –como sí sucedió durante el largo declive de finales del siglo XIX y comienzos del XX– hacia la transformación de la competencia interempresarial en una contienda interestatal a escala mundial por el territorio, con su correspondiente carrera armamentística entre las potencias capitalistas ascendentes y declinantes. Por el contrario, la capacidad militar global se ha centralizado aún más en manos de Estados Unidos, mientras que las potencias capitalistas ascendentes y declinantes han seguido trabajando hacia la consolidación de la unidad del mercado mundial. Es evidentemente imposible decir cómo podría evolucionar esta situación si los crecientes problemas de realización precipitaran una importante depresión a escala sistémica. Por el momento, sin embargo, la creciente segmentación del mercado mundial que contribuyó decisivamente al colapso económico de la década de 1930 no parece reproducirse en la actual transición.

Estrechamente relacionado con lo anterior, las fuerzas sociales que han configurado y constreñido la competencia intercapitalista a finales del siglo XX son significativamente diferentes de las que modelaron la transición anterior. Aunque la contrarrevolución monetarista ha tenido mucho éxito al debilitar la capacidad del movimiento obrero –en las regiones del centro– y de las naciones del Sur –en el conjunto del mundo– para obtener una porción mayor de la tarta, este éxito tiene sus propios límites y contradicciones. El más importante, como insiste el propio Brenner, es el hecho de que la recuperación económica estadounidense de la década de 1990 y la prolongada dependencia de la economía mundial del crecimiento de la economía estadounidense para su propia expansión se han basado en un aumento de la deuda externa de Estados Unidos sin precedentes en la historia mundial. Es difícil prever cómo puede evolucionar a largo plazo esta situación sin transformar en un tributo directo, o «pago por protección», los mil millones de dólares (por ahora) que Estados Unidos necesita diariamente para equilibrar su balanza por cuenta corriente con el resto del mundo. Pero es aún más difícil prever qué convulsiones sociales y políticas a escala sistémica serán necesarias para convertir la exacción de ese tributo en fundamento de un imperio mundial, por primera vez en la historia, auténticamente universal.

Hacia finales de la belle époque del capitalismo holandés, en 1778, se podía leer en el periódico De Borger: «Todos dicen “¡sálveme yo, y después de mí el diluvio!”, como en el proverbio de nuestros vecinos franceses, que hemos adoptado en los hechos, si no en las palabras» 117. Esto resume en gran medida la filosofía que subyace a todas las expansiones financieras del capitalismo histórico, incluida la nuestra. La principal diferencia entre entonces y ahora es el poder incomparablemente mayor del Estado hegemónico declinante. Como ha argumentado David Calleo, los sistemas internacionales colapsan «no sólo porque nuevas potencias desequilibradas y agresivas traten de dominar a sus vecinos, sino también porque las potencias declinantes, en lugar de conformarse y amoldarse, tratan de apuntalar su tambaleante preeminencia convirtiéndola en una hegemonía explotadora» 118.

En tiempos de la belle époque del capitalismo holandés, su poder mundial estaba ya tan debilitado que la resistencia del país al ajuste y acomodo no desempeñó prácticamente ningún papel en el subsiguiente colapso sistémico, en comparación con el papel agresivo desempeñado por los Estados-nación emergentes constructores de imperios, en primer lugar y sobre todo por Gran Bretaña y Francia. Hoy día, por el contrario, hemos alcanzado el otro extremo del espectro. No hay nuevas potencias agresivas creíbles que puedan provocar el colapso del sistema-mundo centrado en Estados Unidos, pero este país tiene una capacidad mucho mayor que Gran Bretaña hace un siglo para convertir su hegemonía declinante en una dominación explotadora. Si el sistema acaba por hundirse, será sobre todo debido a la resistencia de Estados Unidos a conformarse y amoldarse.

 

NOTAS

1 Thorstein VEBLEN, The Theory of Business Enterprise, New Brunswick (NJ), 1978, p. 241. Deseo agradecer aquí a Perry Anderson y Beverly Silver sus comentarios.

2 David LANDES, The Unbound Prometheus: Technological Change and Industrial Development in Western Europe from 1750 to the Present, Cambridge, 1969, p. 231.

3 S. B. SAUL, The Myth of the Great Depression, 1873-96, Londres, 1969.

4 D. Landes, The Unbound Prometheus: Technological Change and Industrial Development in Western Europe from 1750 to the Present, cit., p. 240.

5 Ibid., p. 231.

6 Eric HOBSBAWM, Industry and Empire: An Economic History of Britain since 1750, Londres, 1968, p. 125 [ed. cast.: Industria e Imperio, Barcelona, Crítica, 1987].

7 S. B. Saul, The Myth of the Great Depression, 1873-96, cit., pp. 28-34; Michael BARRATT BROWN, The Economics of Imperialism, Harmondsworth, 1974, cuadro 14.

8 Robert BRENNER, The Boom and the Bubble. The US in the World Economy, Verso, Londres y Nueva York, 2002 [ed. cast.: La expansión económica y la burbuja bursátil, Madrid, Cuestiones de Antagonismo, Ediciones Akal, 2003]. Este artículo se ocupa también de temas desarrollados con más detalle en un texto anterior de Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», NLR I/229, mayo-junio de 1998 [de próxima aparición en Cuestiones de Antagonismo, Ediciones Akal

9 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., pp. 39-137, y La expansión económica y la burbuja bursátil, cit., pp. 39-52 (pp. 9-24 de la edición inglesa original). El uso que hace Brenner de la expresión «desarrollo desigual» evoca el de Trotski y Lenin, pero difiere radicalmente del empleo contemporáneo más común referido a la tendencia del desarrollo capitalista a polarizar y diversificar el espacio geográfico. Véanse especialmente Samir AMIN, Unequal Development, Nueva York, 1976 [original en francés, Le developpement inégal, Minuit, París, 1973; ed. cast.: El desarrollo desigual, Fontanella, Barcelona, 1974] y Neil SMITH, Uneven Development: Nature, Capital and the Production of Space, Oxford, 1984. En este artículo le daré a esa expresión el mismo sentido que Brenner.

10 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., pp. 91-92.

11 R. Brenner, La expansión económica y la burbuja bursátil, cit., p. 44; p. 14-15.

12 Ibid., pp. 43-44; p. 15.

13 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., pp. 41 y 105.

14 Ibid., pp. 93-94; La expansión económica y la burbuja bursátil, cit., pp. 45-48; pp. 17-18.

15 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., pp. 94, 116, 119, 126-130.

16 Ibid., pp. 120-121.

17 Ibid., pp. 120-123.

18 Ibid., pp. 123-124 y 137.

19 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., pp. 25-26; cursiva en el original. Como he señalado, Brenner utiliza siempre conjuntamente las expresiones «exceso de capacidad» y «exceso de producción», reemplazándolas ocasionalmente por «exceso de acumulación» (por ejemplo, en La expansión económica y la burbuja bursátil, cit., pp. 59-60 y 173-176; pp. 32 y 159). En mi opinión, lo que Brenner describe de ese modo es una crisis de exceso de acumulación, de la que los excesos de capacidad y producción constituyen distintas manifestaciones. Como veremos en la segunda parte de este artículo, el hecho de que Brenner nunca clarifique conceptualmente la diferencia existente entre «exceso de capacidad» y «exceso de producción» crea considerables dificultades para evaluar empíricamente su importancia respectiva, tanto en términos absolutos como en relación con otras manifestaciones de la crisis de sobreacumulación subyacente.

20 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., pp. 32-33.

21 Ibid., p. 34.

22 R. Brenner, La expansión económica y la burbuja bursátil, cit., pp. 54, 58-59 y 63-64; pp. 26, 31 y 37.

23 Ibid., pp. 60-61; pp. 33-34; cursiva en el original. La exposición que ofrece Brenner de la sucesión de acontecimientos que condujeron a la revolución (o contrarrevolución, como yo prefiero llamarla) monetarista es el eslabón más débil de su narración del largo declive, ya que no nos explica por qué, en un marco de exceso de capacidad y producción, los estímulos keynesianos provocaron aumentos de precios en vez de la producción; y una vez que eso había ocurrido, por qué los aumentos de precios no hicieron que se elevara la tasa de beneficio. Aún más importante es que en La expansión económica y la burbuja bursátil no nos diga cómo y por qué los planes «destinados a recuperar la competitividad del sector industrial estadounidense» condujeron por el contrario a déficit comerciales sin precedentes, pese a que se había verificado una escalada simultánea de las medidas proteccionistas (el Acuerdo Internacional Multifibras de 1973, la Ley del Comercio de 1974 contra el «comercio desleal», y el reforzamiento de las llamadas «restricciones voluntarias a la exportación» impuestas a los países de Asia oriental). En su texto anterior sugería otras razones para ese perverso resultado: una política macroeconómica de Estados Unidos «más estimuladora que la de sus principales rivales»; un crecimiento más lento de la productividad del trabajo estadounidense; y una «tolerancia frente a la rentabilidad reducida por parte de los rivales capitalistas extranjeros» aparentemente mayor («The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., pp. 179-180). Sin embargo, todas éstas son explicaciones ad hoc que no se acomodan claramente a su tesis de «pocas salidas, demasiadas entradas» y que, como veremos en las partes segunda y tercera de este artículo, no aciertan a detectar las causas más fundamentales del devastador asalto contra el dólar que se produjo en 1979-1980.

24 R. Brenner, La expansión económica y la burbuja bursátil, cit., pp. 61-62; pp. 35-36.

25 Ibid., pp. 62 y 79-80; pp. 36 y 54-55.

26 Ibid., pp. 79 y 83-84; pp. 54 y 59-60.

27 Ibid., pp. 84-85; pp. 60-61.

28 Ibid., pp. 110-113; pp. 89-93.

29 Ibid., pp. 143-144; p. 127.

30 Ibid., pp. 147; pp. 130-131.

31 Ibid., p. 147-148; p. 31.

32 Ibid., pp. 144; p. 127.

33 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., pp. 251, 255, 257-261.

34 Ibid., p. 261.

35 Ibid., p. 262; cursiva en el original.

36 R. Brenner, La expansión económica y la burbuja bursátil, cit., pp. 156-158; pp. 139-141.

37 Ibid., pp. 159-162; pp. 143-146.

38 Ibid., pp. 162-163, 166-167; pp. 146-147 y 151-152.

39 Ibid., pp. 220-227, 255-260, 267-270; pp. 209-217, 248-253, 261-264.

40 Ibid., pp. 274-275, pp. 281-282; pp. 269, 276 y 277-278; cursiva en el original.

41 Ibid., pp. 282-287; pp. 278-282.

42 Ibid., p. 131; p. 113; R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit, p. 152; cursiva añadida.

43 Ibid., pp. 151-152.

44 Como he señalado antes, algunos han considerado un «mito» la Gran Depresión de 1873-1896 porque se caracterizó por una disminución de la tasa de crecimiento más que por un colapso de la producción, el comercio y la inversión, que sí tuvo lugar, en cambio, durante la auténtica Gran Depresión de la década de 1930. Lo que sí se hundió durante las décadas de 1870 y 1880 fue la rentabilidad, y permaneció deprimida hasta comienzos de la década de 1890. Brenner no presta atención a la ambigüedad semántica del término depresión, pero es ciertamente algo a tener en cuenta para dar sentido a su frecuente uso del término.

45 Durante el largo declive del último cuarto del siglo XIX se produjo no sólo el comienzo de la «segunda Revolución Industrial», sino también la aparición en Estados Unidos de la moderna empresa multidivisión verticalmente integrada, que se iba a convertir en el modelo dominante durante el siglo XX. «Estas empresas integradas, casi inexistentes a finales de la década de 1870, llegaron a dominar la mayoría de las industrias vitales [de Estados Unidos] en menos de tres décadas»: Alfred CHANDLER, The Visible Hand: The Managerial Revolution in American Business, Cambridge (MA), 1977, p. 285 [ed. cast.: La mano invisible, Madrid, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, 1988]. Conviene señalar que la idea de «competencia excesiva» que apareció en Japón durante la crisis de rentabilidad de finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970, y que Brenner emplea ocasionalmente para caracterizar la situación del largo declive de 1973-1993, fue utilizada anteriormente en círculos empresariales, especialmente estadounidenses, a finales del siglo XIX. Véanse Terutomo OZAWA, Multinationalism, Japanese Style: The Political Economy of Outward Dependency, Princeton, 1979, pp. 66-67; Th. Veblen, Theory of Business Enterprise, cit., p. 216 y Martin SKLAR, The Corporate Reconstruction of American Capitalism, 1890-1916: The Market, the Law and Politics, Cambridge, 1988, pp. 53-56.

46 Véase mi The Long Twentieth Century, Londres, 1994 [ed. cast.: El largo siglo XX, Madrid, Cuestiones de Antagonismo, Ediciones Akal, 1999]; G. ARRIGHI y Beverly SILVER, Chaos and Governance in the Modern World System, Minneapolis, 1999 [ed. cast.: Caos y orden en el sistema-mundo moderno, Madrid, Cuestiones de Antagonismo, Ediciones Akal, 2001] y G. ARRIGHI y B. SILVER, «Capitalism and World (Dis)Order», Review of International Studies, 27 (2001).

47 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., p. 20. En otros lugares Brenner menciona la inmigración –«a menos [...] que se vea restringida por medios políticos»– como otro mecanismo que puede socavar el poder de los trabajadores (ibid., p. 18). Pero insiste sobre todo en la movilidad del capital.

48 Ibid., p. 23.

49 Ibid., p. 18.

50 Véase en Beverly SILVER, Forces of Labour: Workers’ Movements and Globalization since 1870, Cambridge, 2003, pp. 131-138, un conjunto de respuestas a estas preguntas [de próxima publicación en Cuestiones de Antagonismo, Ediciones Akal].

51 Como señala Göran Therborn, la Europa del siglo XIX en general y Gran Bretaña en particular disfrutaron de salidas migratorias prácticamente ilimitadas para su fuerza de trabajo. Hasta el centro inglés de la industria global era un área de emigración neta [...]. Una estimación prudente asegura que durante el periodo 1850-1930 emigraron del continente aproximadamente 50 millones de europeos, lo que equivale a un 12 por 100 de la población total en 1900», G. THERBORN, European Modernity and Beyond: The Trajectory of European Societies, 1945-2000, Londres, 1995, p. 40.

52 Eric HOBSBAWM, Nations and Nationalism since 1780: Programme, Myth, Reality, Cambridge, 1991, p. 132 [ed. cast.: Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1991, p. 142].

53 G. ARRIGHI y B. SILVER, «Labour Movements and Capital Migration: the US and Western Europe in World-Historical Perspective», en Charles BERGQUIST (ed.), Labour in the Capitalist World- Economy, Beverly Hills, 1984, pp. 183-216.

54 B. Silver, Forces of Labour, cit., pp. 125-131, 138-161.

55 Aristide ZOLBERG, «Response: Working-Class Dissolution», International Labour and Working- Class History, 47, 1995, pp. 28-38. Evidentemente, las reformas «respetuosas con los trabajadores» puestas en práctica al establecerse la hegemonía estadounidense –como las políticas macroeconómicas favorecedoras del pleno empleo– fueron de la mano con una feroz represión de los sectores del movimiento obrero que pretendían una transformación social más profunda que la ofrecida por el contrato social de posguerra. Aun así, esas reformas debidas a la presión de la agitación laboral y al avance de la revolución comunista representaron una transformación significativa con respecto al régimen de laissez-faire característico del periodo de hegemonía británica (G. Arrighi y B. Silver, Caos y Orden en el sistema- mundo moderno, cit., pp. 207-211; B. Silver, Forces of Labour, cit., pp. 157-158).

56 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., pp. 52-54, 58-63.

57 E. H. PHELPS BROWN, «A Non-Monetarist View of the Pay Explosion», Three Banks Review, núm. 105, 1975, pp. 3-24.

58 Véanse, entre otros, Makoto ITOH, The World Economic Crisis and Japanese Capitalism, Nueva York, 1990, pp. 50-53; Philip ARMSTRONG, Andrew GLYN y John HARRISON, Capitalism since World War II: The Making and Breakup of the Great Boom, Londres, 1984, pp. 269-276 y Philip ARMSTRONG y Andrew GLYN, Accumulation, Profits, State Spending: Data for Advanced Capitalist Countries 1952-83, Oxford, 1986.

59 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., pp. 120-121.

60 B. Silver, Forces of Labour, cit., pp. 161-163.

61 Aunque hoy día se haya olvidado por completo, la conexión entre los acontecimientos de mayo y el brusco fin de la defensa francesa del patrón oro tampoco mereció mucha atención en su momento. Recuerdo muy vívidamente, sin embargo, los informes periodísticos sobre aquel fin repentino en mayo de 1968 del apoyo francés al patrón oro como instrumento para desafiar la supremacía del dólar.

62 Como he indicado anteriormente, durante la Gran Depresión de 1873-1896 los salarios reales crecieron. Aunque durante las décadas de 1880 y 1890 ese incremento puede atribuirse a la resistencia obrera contra los recortes de los salarios nominales, en un primer momento se debió enteramente a la competencia intercapitalista que hacía bajar los precios más rápidamente que los salarios.

63 B. Silver, Forces of Labour, cit., especialmente los caps. 2 y 3. Tanto Brenner como Silver hacen uso del modelo del ciclo de la estandarización del producto de Raymond VERNON, «International Investment and International Trade in the Product Cycle», Quarterly Journal of Economics, vol. 80, núm. 2, 1966, pp. 190-207. Brenner («The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., p. 18) lo emplea para apuntalar en virtud de razones a priori los supuestos de su propio modelo, mientras que Silver (Forces of Labour, cit., pp. 77-97) lo utiliza para mostrar empíricamente los límites de la relocalización industrial llevada a cabo para desbordar la resistencia obrera.

64 Esta mayor capacidad se refleja en el hecho de que los flujos migratorios a finales del siglo XIX fueron proporcionalmente mayores que los de hoy, pese a los avances tecnológicos en los transportes que se han producido desde entonces. Véase David HELD, Anthony MCGREW, David GOLDBLATT y Jonathan PERRATON, Global Transformations, Stanford (CA), 1999, capítulo 6. Además, los trabajadores inmigrantes fueron los protagonistas en algunas de las luchas obreras más militantes y exitosas en Estados Unidos en la década de 1990 como demuestran, por ejemplo, las campañas de Justice for Janitors [Justicia para el Personal Subalterno]; véase Roger WALDINGER, Chris ERICKSON et al., «Helots No More: A Case Study of the Justice for Janitors Campaign in Los Angeles», en Kate BRONFENBRENNER et al., Organizing to Win, Ithaca, 1998, pp. 102-119.

65 Véanse G. ARRIGHI, El largo siglo XX, cit. y G. ARRIGHI y B. SILVER, Caos y orden en el sistema- mundo moderno, cit.

66 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., p. 23; cursiva en el original.

67 Ibid., p. 9.

68 Utilizando datos más completos del Banco Mundial, su participación conjunta en el PIB «mundial» parece haber permanecido prácticamente constante, aumentando apenas del 53,1 por 100 en 1960 al 53,6 por 100 en 1999 (calculado a partir de World Tables, vols. 1 y 2, Washington DC, 1984, y World Development Indicators, CD ROM, Washington DC, 2001). Este PIB «mundial» excluía a los antiguos países comunistas de la Unión Soviética y Europa oriental y a otros países para los que no se cuenta con datos comparables ni para 1960 ni para 1999, pero todas las pruebas disponibles sugieren que el efecto de esa exclusión elevaría como mucho las verdaderas cifras en uno o dos puntos porcentuales.

69 Alice AMSDEN, The Rise of «The Rest», Nueva York, 2001. En un artículo más reciente, Amsden ofrece datos que muestran que la participación en el valor añadido generado en el sector industrial de los países «en vías de desarrollo» (lo que yo llamo Sur) excluida China se elevó del 10,7 por 100 en 1975 al 17,0 por 100 en 1998: A. AMSDEN, «Good-bye Dependency Theory, Hello Dependency Theory», Studies in Comparative International Development, vol. 38, núm. 1, primavera de 2003, cuadro 1. Al hacer nuevos cálculos a partir de sus porcentajes para incluir a China, obtengo un aumento de la participación del Sur del 11,9 por 100 en 1975 al 21,8 por 100 en 1998. Como hemos mostrado en otro texto, ese aumento de la participación del Sur en el valor añadido generado en el sector industrial refleja una fuerte convergencia Norte-Sur en cuanto al grado de industrialización, acompañado no obstante por una absoluta falta de convergencia en cuanto a la renta. Véanse Giovanni ARRIGHI, Beverly SILVER y Benjamin BREWER, «Industrial Convergence and the Persistence of the North- South Divide» y «A Reply to Alice Amsden», ambos en Studies in Comparative International Development, vol. 38, núm. 1, primavera de 2003.

70 A. Amsden, «Good-bye Dependency Theory, Hello Dependency Theory», cit., cuadro 2.

71 R. Brenner, «The Economics of Global Turbulence: A Special Report on the World Economy, 1950-98», cit., p. 97; La expansión económica y la burbuja bursátil, cit., pp. 122-123 y 137; pp. 102, 119.

72 G. Arrighi, El largo siglo XX, cit., pp. 360-371 y 385-387.

73 Riccardo PARBONI, The Dollar and its Rivals, Londres, 1981, pp. 47 y 89-90.

74 G. Arrighi, El largo siglo XX, cit., pp. 373-378, 381-385. Como veremos, el llamado primer «shock del petróleo» en 1973-1974 fue un factor decisivo en la espiral inflacionista a escala mundial que conecta la crisis de hegemonía estadounidense que tuvo lugar a finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970 con el devastador asalto contra el dólar que se produjo a finales de esta última.

75 Citado en Michael MOFFITT, The World’s Money: International Banking from Bretton Woods to the Brink of Insolvency, Nueva York, 1983, p. 178.

76 Sobre las oleadas de colonización y descolonización, véase Albert BERGESEN y Ronald SCHOENBERG, «Long Waves of Colonial Expansion and Contraction, 1415-1969», en A. BERGESEN (ed.), Studies of the Modern World-System, Nueva York, 1980.

77 Geoffrey BARRACLOUGH, An Introduction to Contemporary History, Harmondsworth, 1967, pp. 153-154.

78 B. R. TOMLINSON, «India and the British Empire, 1880-1935», The Indian Economic and Social History Review, vol. 12, núm. 4, 1975, p. 341.

79 Considerando conjuntamente Asia y África, Gran Bretaña emprendió no menos de 72 campañas militares entre 1837 y 1900: Brian BOND (ed.), Victorian Military Campaigns, Londres, 1967, pp. 309-311. Según un recuento diferente, entre 1803 y 1901 Gran Bretaña llevó a cabo 50 guerras coloniales importantes: Anthony GIDDENS, The Nation-State and Violence, Berkeley, 1987, p. 223.

80 David WASHBROOK, «South Asia, the World System, and World Capitalism», Journal of Asian Studies, vol. 49, núm. 3, 1990, p. 481.

81 Marcello de CECCO, The International Gold Standard: Money and Empire, Nueva York, 21984, pp. 62-63.

82 Sobre el persistente déficit comercial británico, véanse, entre otros, Andre GUNDER FRANK, «Multilateral Merchandise Trade Imbalances and Uneven Economic Development», Journal of European Economic History, vol. 5, núm. 2, 1978, pp. 407-438; y M. de Cecco, The International Gold Standard: Money and Empire, cit.

83 G. Arrighi, El largo siglo XX, cit., pp. 389-390.

84 Esos porcentajes se han calculado partir del Banco Mundial (1984) y World Development Indicators (2001). Las cifras para la totalidad del mundo incluyen todos los países para los que había datos disponibles correspondientes a 1960, 1980 y 1998. El valor añadido es el del PIB.

85 R. Brenner, La expansión económica y la burbuja bursátil, cit., p. 101; p. 79.

86 Ibid., pp. 91-93; pp. 68-70; cursiva en el original.

87 Greta KRIPPNER, «What is Financialization?», ponencia presentada en el Congreso de la Asociación Sociológica Americana celebrado en Chicago, 16-19 de agosto de 2002. El análisis de Krippner se basa en datos extraídos de las siguientes fuentes: Federal Reserve Flow of Funds Accounts, Bureau of Economic Analysis National Income and Product Accounts, IRS Corporation Income Tax Returns, Balance of Payments e IRS Corporate Foreign Tax Credit.

88 Anwar SHAIKH, «Explaining the Global Economic Crisis», Historical Materialism, núm. 5, invierno de 1999, pp.140-141. Un problema importante en el uso de sus dos indicadores, o de cualquier otro, para calibrar el «exceso de capacidad» de Brenner es que, como se ha señalado previamente, Brenner siempre utiliza ese término junto con el de «exceso de producción », y nunca nos dice cómo distinguir los dos conceptos. Esto nos impide saber cuál podría ser un indicador válido para el exceso, bien de capacidad, bien de producción. Pero a menos que la expresión «exceso de capacidad» sea totalmente redundante y carezca de un significado propio, es razonable suponer que el aumento del exceso de capacidad de Brenner se refleje en una disminución de la utilización de la capacidad y viceversa.

89 Este aspecto de la competencia intercapitalista ha representado la señal más clara de continuidad entre las distintas formas organizativas asumidas por el capitalismo histórico antes y después de la Revolución Industrial. Véase G. Arrighi, El largo siglo XX, cit., pp. 263-287.

90 Joseph SCHUMPETER, The Theory of Economic Development, Nueva York, 1961, p. 126.

91 Citado en Peter HUGILL, World Trade since 1431: Geography, Technology and Capitalism, Baltimore, 1993, p. 305.

92 Alec CAIRNCROSS, Home and Foreign Investment, 1870–1913, Cambridge, 1953, pp. 3 y 23. Como señalaba Peter Mathias, la inversión exterior británica «no consistía únicamente en “capital ciego”, sino en “capital ciego” de rentistas organizado por financieros y hombres de negocios muy atentos al comercio que iba a fluir cuando la empresa comenzara a funcionar ». La construcción de vías férreas por parte de empresas británicas en Estados Unidos, y a fortiori en países como Australia, Canadá, Sudáfrica y Argentina, «fue decisiva para abrir esas vastas extensiones de tierra y para el desarrollo de sectores exportadores de materias primas [...] para Gran Bretaña» (Peter MATHIAS, The First Industrial Nation: An Economic History of Britain 1700-1914, Londres, 1969, p. 329); véase también Stanley CHAPMAN, Merchant Enterprise in Britain: From the Industrial Revolution to World War I, Nueva York, 1992, pp. 233 y ss. La abundante liquidez que se acumulaba o pasaba por manos británicas era un potente instrumento en la lucha competitiva, no sólo en los mercados de bienes, sino también en la carrera de armamentos. Desde mediados de la década de 1840 hasta la de 1860 la mayoría de los avances tecnológicos en el diseño de buques de guerra procedieron de Francia. Sin embargo, «cada avance francés provocaba inmediatas contrarréplicas en Gran Bretaña» que Francia no podía responder, de forma que era «relativalmente fácil para la Royal Navy alcanzar técnicamente y sobrepasar numéricamente a Francia cada vez que los franceses cambiaban las bases de la competición» (William McNeill, The Pursuit of Power: Technology, Armed Force, and Society since AD 1000, Chicago 1982, pp. 227-228 [ed. cast., La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 d.C., Madrid, Siglo XXI, 1988, p. 252]). Existe una similitud poco observada entre esta pauta de comportamiento en la carrera de armamentos del siglo XIX y la que se produjo entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría. El principal avance tecnológico fue el lanzamiento del Sputnik soviético en octubre de 1957, pero una vez que Estados Unidos inició en 1961 su propio programa espacial, superó los avances soviéticos al cabo de pocos años.

93 Las empresas estadounidenses se convirtieron en multinacionales casi inmediatamente después de completar su integración continental: Stephen HYMER, «The Multinacional Corporation and the Law of Uneven Development», en Jagdish BHAGWATI (ed.), Economics and World Order, Nueva York, 1972, p. 121. En 1902 los europeos ya hablaban de una «invasión estadounidense», y en 1914 las inversiones directas de Estados Unidos en el extranjero equivalían al 7 por 100 de su PIB; el mismo porcentaje que en 1966, cuando los europeos se sintieron de nuevo amenazados por el «desafío americano»; véase Mira WILKINS, The Emergence of Multinational Enterprise, Cambridge, 1970, pp. 71, 201.

94 Esta diferencia fue subrayada por un grupo de estudio creado a comienzos de la década de 1950 bajo el patrocinio de la fundación Woodrow Wilson y la Asociación Nacional de Planificación. Contraviniendo la suposición «de que con medios esencialmente similares a los empleados en el siglo XIX podría alcanzarse un sistema económico mundial suficientemente integrado», ese grupo de estudio señalaba que Estados Unidos –aunque era una «acreedor maduro» como Gran Bretaña en el siglo XIX– mantenía una relación totalmente diferente con el mundo. Gran Bretaña estaba «totalmente integrada en el sistema económico mundial, que en gran medida hacía posible su funcionamiento exitoso debido a su dependencia del comercio exterior, la influencia dominante de sus instituciones comerciales y financieras y la coherencia básica entre su política económica nacional y las requeridas por la integración económica mundial». Estados Unidos, por el contrario, está «sólo parcialmente integrado en el sistema económico mundial, con el que también compite en parte y cuya forma y ritmo habituales de funcionamiento tiende periódicamente a perturbar. No existe ninguna red de instituciones comerciales y financieras estadounidenses que una y gestione las operaciones cotidianas del comercio mundial»: William ELLIOTT (ed.) The Political Economy of American Foreign Policy: Its Concepts, Strategy, and Limits, Nueva York, 1955, p. 43. Como hemos argumentado en otro trabajo, esta diferencia resulta importante para explicar por qué, incluso en el punto culminante de su cruzada liberal de las décadas de 1980 y 1990, Estados Unidos no se adhirió unilateralmente a los preceptos del credo liberal, como sí lo hizo Gran Bretaña a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Véase B. SILVER y G. ARRIGHI, «Polanyi’s “Double Movement”: The Belle Époques of British and US Hegemony Compared», Politics and Society, vol. 31, núm. 2, junio de 2003.

95 Se puede calibrar la importancia de esta reorientación a partir del cambio experimentado por la balanza de pagos por cuenta corriente estadounidense. En el quinquenio 1965-1969, todavía presentaba un superávit de 12.00 millones de dólares, lo que constituía casi la mitad (el 46 por 100) del superávit total de los países del G-7. En el quinquenio 1970-1974 el superávit se contrajo a 4.100 millones de dólares y al 21 por 100 del superávit total de los países del G-7. En el quinquenio 1975-1979 el superávit se convirtió en un déficit de 7.400 millones de dólares, que fue luego aumentando hasta niveles antes inimaginables: 146.500 millones de dólares en 1980-1984; 660.600 millones de dólares en 1985-1989; cayó a 324.400 millones de dólares en 1990-1994, antes de casi triplicarse hasta 912.400 millones de dólares en 1995-1999 (cifras calculadas a partir de los datos del Fondo Monetario Internacional, en Internacional Financial Statistics Yearbook, Washington DC, varios años).

96 Véase en la n. 92 un paralelismo con el papel que desempeñaron los mayores recursos financieros en el resultado de la carrera de armamentos a mediados del siglo XIX entre Francia y Gran Bretaña.

97 Para un análisis preliminar de las ventajas comparativas de Asia oriental y las correspondientes desventajas del África subsahariana en el nuevo entorno global de las décadas de 1980 y 1990, véase mi artículo «La crisis africana. Aspectos derivados del sistema-mundo y aspectos regionales», en NLR 15, julio-agosto de 2002

98 Robert WADE, «East Asian Economic Success: Conflicting Perspectives, Partial Insights, Shaky Evidence», World Politics, 44, 1992, p. 312.

99 Franz SCHURMANN, The Logic of World Power: An Inquiry into the Origins, Currents and Contradictions of World Politics, Nueva York, 1974, pp. 44, 68.

100 Ann-Marie BURLEY, «Regulating the World: Multilateralism, International Law, and the Projection of the New Deal Regulatory State», en John RUGGIE (ed.), Multilateralism Matters: The Theory and Praxis of an Institutional Form, Nueva York, 1993, pp. 125-126 y 129-132.

101 F. Schurmann, The Logic of World Power, cit., pp. 5, 67, 77.

102 Así es como lo expresaba James O’CONNOR en The Fiscal Crisis of the State, Nueva York, 1973 [ed. cast.: La crisis fiscal del Estado, Barcelona, Península, 1978].

103 Sobre el papel decisivo del keynesianismo militar en el despegue de la expansión, véanse, entre otros, Fred BLOCK, The Origins of International Economic Disorder: A Study of the United States International Monetary Policy from World War II to the Present, Berkeley, 1977, pp. 103-104; Thomas MCCORMICK, America’s Half-Century: United States Foreign Policy in the Cold War, Baltimore, 1989, pp. 77-78; G. Arrighi, El largo siglo XX, cit., pp. 354-357. Sobre las variantes en el Norte y el Sur del keynesianismo social, véanse G. Arrighi y B. Silver, Caos y orden en el sistema-mundo moderno, cit., pp. 207-215, y B. Silver, Forces of Labour, cit., pp. 149-161.

104 George Frost Kennan, diplomático e historiador estadounidense. Desde 1927 ocupó varios puestos diplomáticos en Europa, entre ellos en Berlín, Praga y Moscú. En 1947 formaba parte del personal encargado de la planificación del Departamento de Estado, y desde ese puesto desarrolló el concepto de «contención» como estrategia para impedir la extensión de la influencia de la Unión Soviética y mantener el statu quo [N. del T.].

105 Bruce CUMINGS, «The Origins and Development of the Northeast Asian Political Economy: Industrial Sectors, Product Cycles, and Political Consequences», en Frederic DEYO (ed.), The Political Economy of the New Asian Industrialism, Ithaca, 1987, p. 60; B. CUMINGS, «The Political Economy of the Pacific Rim», en Ravi PALAT (ed.), Pacific-Asia and the Future of the World-System, Westport (CT), 1993, p. 31. Véanse también Jerome COHEN, Japan’s Postwar Economy, Bloomington (IN), 1958, pp. 85-91; Takafusa NAKAMURA, The Postwar Japanese Economy, Tokio, 1981, p. 42; y M. Itoh, The World Economic Crisis and Japanese Capitalism, cit., p. 142. La promoción estadounidense de la reconstrucción y mejora del aparato industrial alemán se produjo a través de canales diferentes pero igualmente eficaces: Alemania fue por supuesto uno de los principales beneficiarios del Plan Marshall y del gasto militar estadounidense en el extranjero; sin embargo, la contribución más importante fue el patrocinio estadounidense de la unidad económica de Europa occidental. Como declaró John Foster Dulles en 1948, «una Europa sana» no podía «dividirse en pequeños compartimentos». Tenía que organizarse en un mercado «lo bastante grande para justificar métodos modernos de producción barata para el consumo de masas». Una Alemania reindustrializada era un componente esencial de esa nueva Europa (citado en Th. McCormick, America’s Half-Century: United States Foreign Policy in the Cold War, cit., pp. 79-80).

106 Robert MCNAMARA, «The True Dimension of the Task», International Development Review, vol. 1, 1970, pp. 5-6.

107 Eugène VERSLUYSEN, The Political Economy of International Finance, Nueva York, 1981, pp. 16-22; Marcello de CECCO, «Inflation and Structural Change in the Euro-dollar Market», European University Institute Working Papers, 23, 1982, p. 11; Andrew WALTER, World Power and World Money, Nueva York, 1991, p. 182.

108 Alfred CHANDLER, Scale and Scope: The Dynamics of Industrial Capitalism, Cambridge (MA), 1990, pp. 615-616 [ed. cast: Escala y diversificación: la dinámica del capitalismo industrial (2 vols.), Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 1999].

109 Véase, entre otros, Susan STRANGE, Casino Capitalism, Oxford, 1986, pp. 11-13.

110 M. Itoh, The World Economic Crisis and Japanese Capitalism, cit., pp. 53-54, 60-68 y 116; De Cecco, «Inflation and Structural Change in the Euro-dollar Market», cit., p. 12; S. Strange, Casino Capitalism, cit., p. 18.

111 David CALLEO, The Imperious Economy, Cambridge (MA), 1982, pp. 137-138.

112 Véase, entre otros, Karl MARX, Das Kapital, vol. III, pp. 245-246 [ed. cast: El Capital, Madrid, Ediciones Akal, 2000].

113 G. Arrighi, El largo siglo XX, cit., p. 390

114 G. Arrighi y B. Silver, Caos y orden en el sistema-mundo moderno, cit., capítulo 1 y conclusión.

115 Ibid., capítulos 1 y 3 y conclusión.

116 Respondiendo a una crítica de James Crotty, Brenner reconoce que la política monetaria restrictiva exacerbó los problemas de realización en 1969-1970; véase James CROTTY, «Review of Turbulence in the World Economy by Robert Brenner», Challenge, vol. 42, núm. 3, mayo junio de 1999, pp. 108-118, así como la réplica de Brenner, pp. 119-130. Curiosamente, sin embargo, Brenner apenas menciona los problemas de realización mucho más serios que han creado las políticas monetarias más estrictas, persistentes y generalizadas de las décadas de 1980 y 1990.

117 Citado en Charles BOXER, The Dutch Seaborne Empire 1600-1800, Nueva York, 1965, p. 291.

118 David CALLEO, Beyond American Hegemony: The Future of the Western Alliance, Nueva York, 1987, p. 142.

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