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Chile- LGE: Lío General en Educación

Manuel Riesco*

La reforma educacional parece enredada en un lío sin remedio. El sistema público continúa bajo el acoso de una minoría privilegiada cegada por sus prejuicios. Durante la dictadura lo desmantelaron con saña revanchista. Amarraron su continuado deterioro mediante la LOCE. Hoy se aferran a mantener el mismo marco con otro nombre. Su masivo intento de reemplazarlo por un mercado educacional impuesto a la fuerza produjo resultados de baja calidad, alta segregación y elevado costo para las familias. El sistema en su conjunto ha entrado en crisis y no puede continuar como está. La abrumadora mayoría del país es partidaria de reconstruir un sistema público que garantice una educación gratuita y de calidad en todos los niveles. Está en lo cierto. Esa es la solución más rápida y eficaz para alcanzar rápidamente los niveles de calidad y cobertura que han logrado los líderes mundiales. Así lo hicieron ellos. Para proyectar el desarrollo nacional, el sistema educacional público no puede continuar como rehén de los designios de esta minoría.

A lo largo de buena parte del siglo XX, el Estado chileno, bajo gobiernos de signos muy diversos que compartieron una misma estrategia, logró construir un sistema público de alcance nacional. En 1973 ofrecía educación gratuita de reconocida calidad a 30 de cada cien chilenos de todas las edades, y su presupuesto alcanzaba al 7% del Producto Interno Bruto (PIB). Fue el instrumento principal del gran cambio social, que transformó en ciudadanos a un pueblo cuya abrumadora mayoría eran inicialmente campesinos analfabetos.

Pinochet lo desmanteló brutalmente. Expulsaron profesores y alumnos. Centenares fueron víctimas de las peores formas de represión. Pusieron uniformados de rectores. Quemaron libros, prohibieron asignaturas, cerraron facultades. Expulsaron de la universidad al Instituto Pedagógico. Redujeron el presupuesto a la mitad y los sueldos de los profesores a la tercera parte. En 1982 había menos alumnos que en 1974. Desperdigaron las universidades por las regiones y los colegios por los municipios. Intentaron forzar un mercado educacional, subsidiando a privados al tiempo que ahogaban los públicos. Pretendieron eternizarlo mediante la LOCE.

Los gobiernos democráticos cometieron el error de mantener el esquema. Al mismo tiempo, hacían esfuerzos importantes por recuperar los deteriorados niveles de gasto público y remuneraciones del magisterio.

No lograron impedir el continuado desmantelamiento del sistema público. Hoy tiene un millón de alumnos menos que hace treinta años. En condiciones peores. El magisterio no logra recuperar su nivel salarial anterior al Golpe. El presupuesto educacional alcanza a menos del 3,5% del PIB, la mitad de la proporción de entonces.

Los establecimientos privados se multiplicaron mientras los públicos se desmantelaban. Han absorbido a 9 de cada 10 alumnos adicionales a partir de 1990, y casi la mitad del incremento del presupuesto. Hoy representan la mitad de los alumnos y profesores. La mitad del gasto educacional es desembolsado por las familias. Sin embargo, la mezcla de establecimientos públicos deteriorados y privados con fines de lucro ha resultado de calidad deficiente, onerosa para las familias y escandalosamente segmentada por niveles de ingreso y posición social.

Al término de la dictadura, el número de estudiantes respecto de la población total se había reducido a 25%, y hoy no supera el 27%. Es decir, proporcionalmente, hay menos chilenos estudiando en establecimientos públicos y privados que antes del Golpe. Paralelamente, una disminución de la proporción en edad escolar ha permitido aumentar la cobertura en todos los niveles, y en el terciario extenderla a sectores que antes no la tenían. Sin embargo, el disminuido esfuerzo general ha retrasado la cobertura de este último nivel. De haberse mantenido las tasas de crecimiento logradas hasta 1973, Chile habría sobrepasado a Argentina, que hoy lo supera ampliamente en este aspecto, y alcanzado a los países líderes, que exhiben cobertura terciaria completa.

La solución es bastante clara. Consiste sencillamente en dotar a cada barrio - empezando por los más pobres - de un colegio público gratuito de excelencia, donde los vecinos puedan enviar a sus hijos en la seguridad que serán muy bien educados. Al mismo tiempo, cada región debe contar con universidades y otros establecimientos superiores, públicos y gratuitos, que aseguren el acceso a este nivel a todos los jóvenes, y ofrezcan una base sólida y estable a la investigación científica, innovación tecnológica y creación intelectual y artística.

Esto es lo que han construido los países desarrollados. También aquellos que han logrado salir del subdesarrollo y se proyectan como líderes en el siglo que se inicia. En toda Europa, hasta en los barrios más modestos y pueblos más pequeños, se aprecian los magníficos edificios de colegios y universidades públicas. Más del 92% de los alumnos estudia en ellos. Una proporción similar del gasto educacional proviene del presupuesto fiscal. Algo parecido se verifica en todo el mundo desarrollado.

Chile puede transitar rápidamente hacia algo similar. A partir de todo lo construido a lo largo de un siglo, también lo más reciente. Un plan nacional de educación pública puede alcanzar estos objetivos, contando con las instituciones y recursos correspondientes, los cuales se encuentran disponibles. Se pueden establecer organismos que aseguren una administración moderna del conjunto, con grados adecuados de centralización y descentralización, asegurando la participación de todos los niveles del poder democrático y la comunidad escolar. Los establecimientos públicos existentes pueden hacer de cabeza en sus comunas y regiones, dotados de los recursos presupuestarios -esa es la forma adecuada de distribuirlos en el sector público- que permitan transformarlos en breve tiempo en colegios y universidades de primera.

El magisterio y académicos son los actores claves. Han fracasado una y otra vez la serie de intentos basados en el absurdo de concebir a colegios y universidades públicas como empresas privadas y a los docentes como empleados. En el mundo desarrollado, la base del sistema es el funcionario público docente y académico, que tiene aseguradas una carrera profesional de por vida, remuneraciones y jubilaciones decentes, y una posición social respetable. En el marco de un plan nacional de reconstrucción, magisterio y académicos chilenos van a apoyar resueltamente los cambios que garanticen su transformación en un cuerpo estable y de excelencia.

La reconstrucción del sistema de educación pública no excluye establecimientos particulares de excelencia en todos los niveles. Se puede mantener el actual sistema de subvenciones por alumno, pero solo para este sector, donde ha demostrado ser adecuado. Sin embargo, los subsidios deberán condicionarse a su incorporación al plan nacional, agregando su oferta a la de los establecimientos públicos en cada lugar.

Se puede ofrecer a los particulares subvencionados la opción de transformarse voluntariamente en establecimientos públicos, si sus respectivas comunidades optan libremente por esta alternativa. Esto ha ocurrido en España, por ejemplo, donde muchos colegios que inicialmente fueron privados hoy día forman parte del sistema público.

La participación de la empresa privada en el sistema puede ampliarse significativamente, como proveedores de servicios anexos a la educación, incluyendo locales, mientras la función docente se reserva al sistema público.

Finalmente, la experiencia de las universidades particulares con financiamiento estatal del Consejo de Rectores puede extenderse a otras universidades privadas, a las cuales por otra parte, se les puede ofrecer asimismo la opción de incorporarse al sistema público si sus comunidades optan por esta alternativa.

La reconstrucción sobre bases como éstas es perfectamente posible en breve tiempo. Las mismas se corresponden a las mejores prácticas de los países desarrollados y a la de Chile en el siglo XX. Evidentemente resulta el camino más directo hacia el desarrollo nacional y la integración social en beneficio de todos los sectores. ¿Que nos impide abordarla de inmediato?

El problema principal es que la elite social y económica chilena continúa presa de una mentalidad llena de prejuicios contra el sector público. Se originan en su pasado latifundista, superado gracias al rol progresista del Estado, en una transformación que culminó en forma revolucionaria, y en el cual el sistema educacional jugó un rol preponderante. Ello explica su desmantelamiento en niveles que sólo han experimentado países asolados por guerras civiles e invasiones.

Dicha actitud se potencia con el lobby de la industria educacional. La Iglesia suele jugar un papel no menor. Encuentran oídos dispuestos en una capa tecnocrática formada bajo la hegemonía del pensamiento neoliberal, cuya principal distorsión consiste en la convicción que los mercados resuelven todos los problemas. Estas maneras de pensar no van a cambiar pronto, probablemente no antes de un recambio generacional.

Con tales limitaciones ¿es posible abordar hoy el gran desafío? Ciertamente. La situación se parece a los años veinte del siglo pasado, cuando la oligarquía agraria desde el parlamento impedía iniciar el camino desarrollista que se tornaba imperioso. Sin embargo, a poco andar se establece un nuevo bloque en el poder, capaz de impulsar la nueva estrategia a lo largo de varias décadas. Algo parecido va a ocurrir necesariamente, ciertamente con actores y objetivos diferentes, adecuados a la realidad social y económica de hoy.

Ojalá que el cambio se produzca esta vez sin los estallidos sociales que ocurren de tanto en tanto. Las trancas del sistema político, que mantienen a la educación y al país como rehenes de un sector minoritario, no auguran nada bueno.

Mientras tanto, seguiremos presenciando el lío general de educación.

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*Manuel Riesco es director del CENDA

13 junio 2008



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