(Home page)

El Desarrollo Local desde una perspectiva

de Transformación1

Antonio Romero Reyes (*)

aromrey@ec-red.com

Desarrollo Local y Globalización

En los últimos años, dentro de la literatura especializada del desarrollo, constatamos la aparición del Desarrollo Local (DL) como una corriente de ideas y de opinión en torno a las reales posibilidades de desarrollo en ámbitos socio-espaciales y geográficos históricamente determinados al interior de un país o Estado, llámense cuencas, valles, áreas urbanas y rurales, comunidades, ciudades intermedias, corredores económicos, o según la división político-administrativa del país que se trate (distritos, provincias y departamentos-regiones en el caso peruano).

En este contexto, cuando se habla de lo “local” generalmente se alude a espacios “pequeños” o de tamaño “mediano”, aunque los criterios no sean siempre claros. Al respecto, Paul Maquet identifica hasta seis criterios para definir el espacio territorial donde tiene lugar el desarrollo local: los enfoques político-administrativo, geopolítico, ecológico, económico, urbano y social.2

Usualmente esta situación se resuelve apelando a los límites de las jurisdicciones administrativas de un Estado. Como lo afirma Francisco Alburquerque, “desarrollo local no es equivalente a desarrollo municipal. El conjunto de actividades de una cadena productiva o de un sistema productivo local no se detiene en las fronteras político-administrativas del municipio.”3 Dada entonces la ambigüedad sobre los alcances territoriales de lo local y, por ende, de los espacios económicos comprendidos por el desarrollo local, el DL ha sido asimilado al concepto de Desarrollo Territorial. Sin embargo, en esta parte nos vamos a referir indistintamente a uno u otro como términos equivalentes.

El porqué de dicha ambigüedad obedecería -aunque no es una justificación – a que el DL es asumido como un proceso de desarrollo desde abajo, siendo una de las características más destacadas por la literatura. Esto, además, en razón de que lo “local” aparecía inicialmente formando parte de una relación de polarización frente a las fuerzas de la globalización, lo cual implicaba que se la viera a esta última como una amenaza, en el sentido de profundizar la marginación de territorios y localidades que no son aprovechados / explotados por las inversiones transnacionales.

Bajo estas condiciones, había -y existe todavía- la preocupación de que la globalización de los mercados y capitales profundice las brechas existentes entre ricos y pobres, o las relaciones centro-periferia entre los países, trayendo consigo el resurgimiento más exacerbado de los localismos y particularismos, aún de los fundamentalismos religiosos (las tensiones entre Occidente y el mundo árabe-musulmán constituyen el caso más patético que podemos mencionar), y que fuera advertido por autores occidentales como Ulrich Beck.4

No obstante lo anterior, esa visión “pesimista” de la globalización ha sido rápidamente desplazada por una perspectiva más optimista, difundida sobre todo desde los organismos que regulan el comercio y las finanzas internacionales (Banco Mundial, FMI), así como por los ideólogos del mainstream. Utilizando un lenguaje hoy en boga proveniente del planeamiento estratégico y a partir de una concepción aparentemente neutra y empirista sobre la globalización, definida como expansión de los mercados en general, se ha consagrado la idea de que aquella representa sobre todo una oportunidad para alcanzar el desarrollo. Esta idea contiene además otras connotaciones: i) Que la globalización es un fenómeno irreversible; ii) La globalización es sinónimo de modernización;

Fuera de la economía de mercado no existen alternativas (expresión consagrada por la “dama de hierro” Margaret Thatcher).

Como corolario de estas premisas, se afirma de manera recurrente -a manera de una espada de Damocles- que quienes no se asimilen a los mercados están (auto)condenados al ostracismo, al estancamiento secular, al subdesarrollo y la pobreza (estas últimas se han convertido inclusive en “malas palabras” para el lenguaje oficial sobre el desarrollo).

La globalización, entonces, es colocada por las corrientes predominantes del desarrollo como una oportunidad y un reto para que los espacios locales / territoriales accedan a niveles asequibles de bienestar socio-económico en términos de ingresos, consumo y empleo, en el marco de una relación de complementariedad más que de conflicto con los mercados internacionales, que en el caso de los países con menor desarrollo relativo pasa necesariamente por la mediación del Estado en sus distintos niveles de gestión.

Ello comporta que, al interior del espacio nacional, el desarrollo local tenga que operar teniendo como parámetros las reglas del manejo económico y los arreglos institucionales pre-establecidos que, en países como el Perú, se refieren concretamente a la orientación de la política macroeconómica y la descentralización.

En otros términos, puesto que la ejecución de planes de desarrollo en los ámbitos locales implica gasto público, éste tiene que ser compatible -en el agregado- con el mantenimiento de la estabilidad macroeconómica. Así, según la legislación vigente: «El Poder Ejecutivo elabora y aprueba los planes nacionales y sectoriales de desarrollo, teniendo en cuenta la visión y orientaciones nacionales y los planes de desarrollo de nivel regional y local, que garanticen la estabilidad macroeconómica.»5

Como sabemos, en países con economías pequeñas como el nuestro, con problemas de gobernabilidad y débil institucionalidad democrática, la llamada estabilidad macroeconómica corresponde -en última instancia- a lo que algunos autores han denominado pugna distributiva; es decir, los recursos públicos se asignan y/o distribuyen de acuerdo con la capacidad de presión que presentan los grupos de poder económico, la fuerza de las demandas sociales y los lobbies en las altas esferas de gobierno que es donde incide también el capital transnacional; todo ello bajo las condicionalidades impuestas por las cartas de intención, los acuerdos stand by y los compromisos de pago de la deuda externa, instrumentos de gestión de la política económica por antonomasia, a través de los cuales se fijan metas macroeconómicas relativas al déficit fiscal, balanza en cuenta corriente, estabilidad de precios internos y crecimiento del PBI, principalmente.

Se puede apreciar entonces que las posibilidades del desarrollo económico en los espacios locales se hallan fuertemente condicionadas por la estabilidad de las finanzas públicas, que a su vez se organizan y reordenan en función de las limitaciones externas. A los escollos estructurales que son específicos a los espacios locales (pobreza, subempleo y desempleo, baja productividad, informalidad, entre otros) tenemos que añadir la escasez de recursos financieros para impulsar el DL por parte de los gobiernos subnacionales (municipalidades distritales y gobiernos regionales). Hay que considerar, además, que la inversión privada, en la cual se cifran las mayores expectativas del desarrollo, viene atraída en primer lugar por un conjunto de facilidades e incentivos que es capaz de ofrecer el Estado a través de la política macroeconómica sobre la cual los espacios locales tienen poca o ninguna incidencia.

En otras palabras, las grandes decisiones de inversión en países como el Perú, públicas y privadas, se toman primordialmente en términos de afirmar una orientación pro-exportadora del país, por un lado, y de garantizar una rentabilidad para el capital, por el otro; no necesariamente en función de atender las necesidades económicas y sociales existentes en los diferentes territorios. Esta es una responsabilidad que reciben las municipalidades para lo cual se les transfiere un conjunto de atribuciones y funciones, junto con un presupuesto limitado.

En este contexto, puede decirse que existen dos maneras de enfocar el DL en términos económicos como estrategia de desarrollo:

1) El desarrollo económico local (DEL) siguiendo una lógica externa, vertical, buscando directa o indirectamente la articulación / asociación con el gran capital y los mercados internacionales en general;

2) El DEL que se asume más bien con una lógica territorial u horizontal es decir, priorizando el desarrollo de los sistemas productivos locales.

Cada uno de estos enfoques tiene detrás una determinada manera de entender el desarrollo local, y es dable reconocer que entre los dos pueden existir situaciones intermedias. El primero de los enfoques mencionados se inscribe abiertamente en las propuestas neoliberales de “libre mercado” que da por sentado los beneficios que trae consigo la libre competencia donde “todos ganan”, pero haciendo abstracción de las condiciones sociales de desigualdad y heterogeneidad estructurales, así como de las relaciones de poder monopólico con que opera el capital.

El segundo enfoque, en cambio, tiene en la mira al desarrollo nacional como proyecto de largo plazo, donde la intervención del Estado en sus distintos niveles se considera fundamental, asumiendo los nuevos roles de facilitador, promotor y concertador de procesos locales de desarrollo que se van articulando/integrando territorial y progresivamente en el tiempo.

De ahí la importancia que se da a la descentralización. Esto concuerda con el enfoque (neo) estructuralista del desarrollo que es promovido por instituciones como CEPAL e ILPES, y confluye con el de otros organismos de las Naciones Unidas como el PNUD (aunque con distinta denominación: “desarrollo a escala humana”).

Ambos enfoques comparten la economía de mercado como substrato fundamental de sus respectivas propuestas y lo que los diferencia es una cuestión de grado con respecto a la integración en los mercados mundiales. En el primero subyace una integración directa y sin cortapisas, donde no todos los territorios ni todas las actividades están en condiciones de insertarse competitivamente; en el segundo se plantea -al menos implícitamente- una incorporación gradual y sin efectos traumáticos.

En este último sentido, si hacemos el ejercicio de cambiar el orden de los enfoques mencionados anteriormente, el DEL podría ser visto como una secuencia planificada de acciones y estrategias que se van cristalizando en el tiempo, donde primero sería el desarrollo endógeno (en función del cual se tomarían las decisiones de inversión) y después la incorporación plena a la globalización en condiciones beneficiosas para el país que se trate. Esto no conlleva ninguna ruptura con el sistema, sino una postura negociadora de defensa de los “intereses nacionales”. ¿Cómo están definidos estos intereses y quiénes los encarnan? En el caso peruano, en lugar de seguirse un proceso similar al descrito, se observa la combinación de uno y otro enfoque, según sea la posición y ubicación de los actores en la estructura social y de poder, donde quienes van predominando y sacando ventajas son los partidarios del libre mercado a ultranza.

Examinemos brevemente la siguiente definición de Desarrollo Económico Local:

    « [...] se trata de un proceso de transformación de la economía y la sociedad de un determinado territorio orientado a superar las dificultades y exigencias del cambio estructural en el actual contexto de creciente competitividad y globalización económica, así como de mayor valorización de la sostenibilidad ambiental, a fin de mejorar las condiciones de vida de la población de ese territorio.»6

Podría decirse que esta definición ocupa un lugar intermedio con respecto a los dos enfoques anotados, aunque toma más elementos del segundo enfoque que del primero, lidiando tanto con el cambo estructural (interno) como con las exigencias de competitividad externas (la globalización). Como ésta hay muchas hipótesis y proposiciones similares sobre el DEL, por lo que vamos a considerarla representativa y en la cual se trabaja además con determinadas categorías claves (económicas, sociales, institucionales y ambientales) que sustentan la formulación de políticas y estrategias más específicas:

    (a) Actividades y/o sistemas productivos locales;

    (b) Micro, pequeñas y medianas empresas;

    (c) Cadenas productivas;

    (d) Entornos territoriales;

    (e) Innovaciones tecnológicas, en métodos de gestión, sociales e institucionales;

    (f) Capital natural, capital social, capital humano y capital económico.

    (g) Concertación y participación.

Las políticas específicas correspondientes, con base en el territorio, pueden ser resumidas como políticas de fomento productivo e innovación empresarial. La idea de innovación recibe aquí un papel de la mayor trascendencia, ya que permitiría la articulación de distintos niveles y ámbitos de desarrollo: entre lo interno y lo externo, entre los sectores público y privado, entre lo macro y lo micro, entre los territorios (locales) y los mercados (globales). La sustentación de que esto sea así nos la proporciona el mismo Alburquerque (op. cit, p. 16):

«En definitiva, lo que la visión del desarrollo económico local postula es que para atender adecuadamente y a largo plazo los desafíos de la mayor competitividad en los mercados derivada de la apertura externa y la globalización creciente de las economías, hay que asegurar la introducción de innovaciones (tecnológicas, de gestión, sociales e institucionales) en los sistemas productivos locales. De este modo, la visión del desarrollo local considera que la agenda del ajuste estructural debe conceder mayor importancia a las políticas de nivel microeconómico definidas territorialmente, así como a las adaptaciones a nivel mesoeconómico para el desarrollo institucional y la creación de capacidad de intermediación, que aseguren la introducción de las innovaciones en la base productiva y el tejido empresarial de cada ámbito territorial.»

En otras palabras, mediante la introducción de innovaciones en los territorios podría asegurarse no solamente la competitividad sino también el crecimiento, la acumulación y por ende la capacidad de generación y retención de excedentes a ser reinvertidos a favor del desarrollo de las economías locales.

Espacio y Territorio en la globalización: ¿Pérdida de soberanía del

estado-nación?

El desarrollo local ha pasado a constituirse en uno de los temas más frecuentemente abordados por las ciencias sociales latinoamericanas, siendo también el objeto de masivas intervenciones a través de planes y proyectos de la cooperación pública y privada. El territorio materia de intervención y su entorno, ciudades pequeñas, medianas o grandes, comunidades y cuencas geográficas, áreas naturales sometidas a la presión humana y/o a los impactos de la explotación de recursos, jurisdicciones político administrativas; en suma, toda forma del espacio construido dentro de los límites de un Estado, que recibe la influencia de procesos más complejos y que podemos sintetizar en dos grandes fuerzas: i) la globalización de las relaciones de producción comandadas por el capital, y ii) los cambios en las funciones y tamaño del Estado mediante reformas estructurales.

Ambos procesos se caracterizan por su exterioridad a los espacios locales, es decir, provienen de fuerzas económicas y políticas mundializadas, asociadas o en alianza estratégica con los grupos de poder interno en cada país.7

En este contexto, y visto desde la perspectiva de su “exterioridad”, tanto la globalización como las reformas estructurales están produciendo cambios de largo plazo en los patrones tradicionales de acumulación de nuestros países y en las relaciones sociales mismas, en función de las nuevas necesidades de valoración del capital y la consiguiente extracción de plusvalor en beneficio del centro.8 Lo cual se materializa en la cristalización de “nichos de mercado” que atraen inversiones, la negociación de acuerdos comerciales entre los países centrales y periféricos, así como en el papel que juegan las políticas macroeconómicas para las condiciones de reproducción y el crecimiento. En virtud de lo anterior, se han ido construyendo y ya vienen operando las líneas maestras de un nuevo modelo de acumulación y dominación, que está en trance de ser consolidado, y cuya máxima expresión vienen a ser los acuerdos globales de comercio como el TLC con los Estados Unidos.

La novedad del modelo radica en que los estados de la periferia son progresivamente incorporados como socios menores, y además en condiciones de subordinación, en la gestión de los intereses del capital a escala global, siendo la política macroeconómica el instrumento por excelencia para esa gestión.

No es gratuito entonces el debate académico y político que se ha generado alrededor de las cuestiones de la pérdida relativa de soberanía de los estados, en la determinación de sus políticas de desarrollo, o en la forma como deben resolver las crisis cíclicas y coyunturales, así como sobre el tema más amplio de la validez del estado nación.

La globalización ha desencadenado también tendencias socio espaciales contradictorias que corroen al Estado como actor económico y político relevante en el mundo actual, especialmente respecto al Estado en la periferia del sistema.

Por un lado, es observable la «territorialización» de regiones y espacios económicos determinados, que son incorporados a los procesos de producción y reproducción ampliada del capital, ya no al nivel de una sola empresa, o de empresas aisladas, como fue en el pasado, sino al de los grandes conglomerados y corporaciones. Se trata de una tendencia centrípeta que opera con escalas y en ámbitos distintos:

1) en las llamadas mega-ciudades o grandes metrópolis que es donde operan los centros direccionales de la economía global, conformando «redes globales de nodos urbanos»9;

2) en los nuevos espacios industriales o medios de innovación tecnológica, según patrones de localización territorialmente constituidos por la concurrencia de la alta tecnología (microelectrónica, informática) y el capital de riesgo, junto con condiciones sociales e institucionales 10; y

3) en aquellas áreas geográficas que aún exhiben rentas diferenciales con predominio de actividades extractivas de recursos, como la minería y el petróleo.

En contrapartida, la reducción del tamaño del Estado así como de su rol en la economía, mediante reformas estructurales de primera y segunda generación, para servir con la mayor prioridad a los intereses del capital mundializado, ha producido progresiva y paralelamente la «desterritorialización» de espacios y regiones que quedan al margen de la acumulación global, y que constituyen la mayor parte del territorio de un Estado. Si bien éste mantiene su unicidad y formalidad como territorio delimitado por fronteras “nacionales” -hacia fuera- y por jurisdicciones político administrativas -hacia dentro-, en la práctica el estado periférico es territorialmente fragmentado en espacios locales, desconectados entre sí y que compiten por la transferencia de recursos y atribuciones que se descentralizan, así como por atraer a la inversión extranjera. Como sostiene José Luis Coraggio:

«Lo local está hoy atravesado por fuerzas del mercado global, si bien puede haber segmentación, abandono o aislamiento relativo por falta de interés del capital en los recursos o mercados de muchos lugares, y en su interior puedan coexistir o ampliarse dualismos inaceptables desde la perspectiva del desarrollo humano. Como siempre, el desarrollo libre del capital es un desarrollo desigual de las oportunidades entre comunidades, sociedades completas y sus territorios.» 11

En estas condiciones el Estado en América Latina se encuentra tensionado por la presión de dos fuerzas con un poder extraordinariamente desigual: las fuerzas provenientes de la globalización de la economía, que son hegemónicas sobre –y disolventes de- toda soberanía; y las demandas sociales por mayor atención provenientes de las localidades y regiones, territorialmente dispersas y fragmentadas, sin un proyecto “nacional” que las articule. Mirando las cosas de esta manera, la gobernabilidad no pasa de ser un discurso sobre el equilibrio que tiene que lograr el ejercicio del poder, cuando en los hechos el Estado periférico y dependiente opera realmente como la “correa de transmisión” y en función de los intereses globalizados del gran capital.

El Desarrollo Local en el marco de la problemática de la Transición

Si lo que se quiere es la reconstitución de la soberanía y del Estado nación, bajo otras condiciones, en términos de una democracia inclusiva y participativa, trascendiendo de la declamación que encandila a las masas pobres y necesitadas, la cuestión del desarrollo local debe ser planteada entonces en otros términos y con una perspectiva estratégica. No basta con hacer del desarrollo un objetivo en sí mismo, aun siendo enfocado en sus distintas dimensiones o con distintos adjetivos (humano, sustentable, etc.) si no se tiene claridad acerca de la trayectoria del nuevo curso por el que los actores locales y sus aliados se van a enrumbar. Se trata de establecer una suerte de «carta de navegación» sobre los procesos que van a ser desencadenados de manera conciente, con sus consecuencias e implicancias. Para ponerlo con otras palabras, si el fin último -determinado mediante un horizonte de largo aliento- es la democratización del Estado o su transformación radical, «desde abajo y desde adentro», el desarrollo local tiene que ser asumido como la plataforma de una transición compleja, difícil y diversa, con todos los riesgos, potencialidades e incertidumbres que encierra. Coraggio es también bastante más explícito al respecto:

    «El desarrollo local supone la delimitación de un ámbito (local), pero éste usualmente es insuficiente para lograr la organicidad, riqueza de recursos y emerge como resultante de las fuerzas del mercado. Es preciso avanzar en armar redes interlocales, urbano-rurales, y allí se afirma la necesidad de ámbitos regionales y otras identidades colectivas para promover el desarrollo y recomponer el Estado nacional sobre bases democráticas.»12

La cuestión de la transición fue inicialmente planteada, para América Latina, a partir de las experiencias revolucionarias que atravesaban los países pequeños y periféricos como Nicaragua y Cuba, sometidos además a la agresión militar externa y el bloqueo económico por parte de los Estados Unidos de Norteamérica.13 Esta problemática implicaba plantear un conjunto de tareas que recaía en el nuevo Estado y el grupo o partido dirigente, principalmente en torno a la transformación productiva, la democratización de la sociedad y la participación revolucionaria del pueblo organizado en la arena pública, pues estaba claro que: “La revolución política no culmina con el derrocamiento de un régimen opresor interno. La cuestión del poder está lejos de haber quedado resuelta”. Esta revolución política debía ser continuada, ampliándola además hacia la “revolución social”.14

La idea de la transición venía fuertemente asociada con revolución (la misma idea tenía un sentido histórico desde sus orígenes: transición al Socialismo), sin encontrar eco en el resto de América Latina, donde la mayoría de las fuerzas políticas de izquierda de la región atravesaban por reflujos provenientes de las sucesivas derrotas de los movimientos y protestas populares; habiendo optado más bien por estrategias de participación en las instituciones existentes (elecciones, parlamento, municipalidades) con orientación hacia las reformas y el cambio “en democracia”. Era una izquierda en retirada que, tras la caída del Muro de Berlín, terminó desagregándose aún más hasta disgregarse en grupos casi imperceptibles; muchos ex-dirigentes de izquierda, sea por cuestión de simple sobrevivencia u oportunismo político, terminaron siendo reciclados en partidos centristas o de centro derecha en el mejor de los casos, y otros se retiraron a la cátedra universitaria.

Retomando entonces lo dicho antes, el Estado en la periferia del sistemamundo-capitalista, particularmente la periferia latinoamericana, atraviesa por una encrucijada, como resultado de lo cual estimamos que la problemática de la transición vuelve a cobrar actualidad y vigencia. A diferencia de los procesos de transformación a partir de una revolución política, y mirado el asunto desde la larga duración, tarde o temprano las cuestiones del poder así como del tipo de sociedad y Estado que se quiera para nuestros países, no podrá ser soslayado esta vez desde las localidades y espacios más abarcativos (regiones).

El programa económico y político del neoliberalismo, que es la ideología más fundamentalista del capital, ve al Estado como un estorbo para el despliegue pleno y óptimo de las “fuerzas libres del mercado” en la sociedad, pero también es considerado un “mal necesario” con el cual hay que contar para el ejercicio de la dominación, en tanto que medio eficaz de control y represión de toda forma de sedición o rebeldía. Ello sin embargo, no ha sido un obstáculo para socavarlo y debilitarlo, desde las privatizaciones hasta estrategias hemisféricas como la del Consenso de Washington o, más recientemente, a propósito de las negociaciones y acuerdos de comercio como el TLC. En cambio, un proyecto de desarrollo en la transición, que se aborda como un largo y contradictorio proceso de transformaciones, buscando la reconstrucción del Estado sobre bases verdaderamente nacionales y democráticas, es decir, desde los intereses y aspiraciones de las mayorías postergadas, podría transitar por varios caminos no necesariamente excluyentes.15

Entre las propuestas más recientes de la literatura sobre el desarrollo latinoamericano, destacamos tres:

    1) La desconexión selectiva de la llamada cadena imperialista, o desarrollo autocentrado;

    2) La vía del desarrollo humano y sustentable; y

    3) El desarrollo de una economía del trabajo, popular y/o solidaria.

La segunda de las mencionadas es la que goza de mayor popularidad y aceptación entre propios y extraños (es decir, incluidas las clases dominantes), debido posiblemente a la generalidad y ambigüedad que ha llegado a adoptar; la última ha venido ganando adhesiones en los últimos años, particularmente en el ámbito de las ONG, aunque circunscrita todavía a pequeñas experiencias focalizadas; en tanto que la primera podría decirse que es la menos conocida de todas, si bien ha sido prácticamente desechada debido probablemente a un malentendido (se le identificó con autarquía), pero más aun por el reconocimiento de que la globalización es un proceso ineluctable e irreversible.

Las tres propuestas comparten -con distintos grados e intensidad- la tesis de un Estado promotor del desarrollo (diferente al paradigma del Estado desarrollista del pasado) al que se le requieren determinadas políticas y estrategias. Mientras el desarrollo autocentrado plantea un conjunto de reorientaciones de la política macroeconómica que acompañen ese proceso, las otras dos toman las políticas sociales como eje junto con aspectos parciales de la política económica (principalmente la gestión del gasto público y de la tributación).

Las tres también tienen como punto de partida y objeto de desarrollo a los espacios locales; asumen la necesidad de procesos de concertación o alianzas entre fuerzas políticas y sociales heterogéneas, tanto al nivel de distintas escalas territoriales como con el Estado mismo. La dificultad estriba en que tienen al frente un Estado en crisis, más preocupado por mantener los equilibrios macroeconómicos y las finanzas públicas “en orden”, así como por satisfacer las condicionalidades impuestas a toda la economía desde fuera para garantizar el pago de la deuda al exterior.

Es una crisis también de gobernabilidad por el debilitamiento de los partidos políticos en general, la inoperancia de los regímenes que se suceden en el poder para atender a la sociedad y sus necesidades, y la corrupción generalizada que corroe a todas las esferas del Estado y la gestión gubernamental. De ahí también la limitación para la praxis que implica poner en práctica una u otra propuesta, ya que se carece de actores políticos relevantes, así como de sujetos sociales y/o colectivos que las encarnen.

El Estado ha sido prácticamente capturado por los actores de la globalización y los grupos de poder internos: la política relevante se hace ahí, mediante lobby’s y negociaciones secretas, so pretexto de asuntos “técnicos”, dejando para el consumo de la opinión pública los discursos sobre los supuestos beneficios para el país de temas tales como las privatizaciones y los acuerdos comerciales en curso (el TLC).

La problemática de la transición aparece claramente en el debate sobre las alternativas cuando se hacen preguntas como las siguientes: ¿Con qué reemplazamos al mercado?, o ¿qué hacer con el mercado como mecanismo de asignación de recursos?; ¿en base a qué condiciones (re)fundar el estado nacional? Durante mucho tiempo a la hegemonía del mercado se le opuso el fortalecimiento del Estado, o el intervencionismo estatal en la economía, es decir, una dicotomía que consideramos es falsa ya que la historia de nuestros países demuestra que las fuerzas del mercado nunca han podido prescindir del Estado. Sin embargo, el pensamiento sobre el desarrollo latinoamericano terminó envuelto y atrapado dentro de esos tradicionales parámetros, como ha querido siempre el paradigma dominante del desarrollo, y aún se continúa siendo prisioneros entre uno y otro.

Para la construcción de una economía política que tenga en cuenta la problemática de la transición, se hace necesario entonces superar y trascender el marco ideológico de la contraposición falaz del Mercado versus Estado en que nos han encerrado. Mientras ello no ocurra, toda propuesta concreta de desarrollo desde los espacios locales y sectores populares, se verá limitada por un clásico listado de reivindicaciones y demandas sociales, que podrían lograr la movilización para presionar al Estado centralista, a un determinado gobierno regional o municipal, pero no necesariamente llevará -por el camino de la transición- hacia una alternativa de poder, como tampoco permitirá el empoderamiento de los actores del cambio social y estructural.

En consecuencia, al hablar de la transición se quiere indicar el tránsito a una nueva sociedad “que debe constituirse como proceso concreto de transformación a partir de una sociedad nacional históricamente determinada, con características propias, lo que impide acudir a una secuencia ineluctable de fases o a un destino común a plazo fijo.”16 Este tránsito para que sea conciente, endógeno y autónomo necesita de líderes y actores, de una teoría crítica del sistema de dominación existente pero también orientadora de la sociedad, de condiciones subjetivas, institucionales y culturales, así como de instrumentos y metodologías que vayan de la mano con las situaciones concretas de la realidad que se busca transformar a distintas escalas territoriales.

La dicotomía mercado vs. Estado, en cuanto a dónde poner el énfasis del desarrollo, esconde asimismo la separación entre estado y sociedad. Ocurre que el estado capitalista es un organismo exterior, distante y desentendido de las necesidades más apremiantes de la sociedad, mientras que ésta es percibida y manejada como una constelación de individuos y grupos que compiten por recursos escasos, atravesada además por procesos de alienación, disgregación y heteronomía.

De allí el mayor reto para toda estrategia de transición: la socialización del poder, la apropiación por la sociedad democráticamente organizada de las funciones del estado y no al revés. La transición consiste -nada más y nada menos- en un proceso de socialización y democratización lo que implica, entre otras cosas, la participación social en las decisiones, el control, la fiscalización y la capacidad de revocación.

«Para la tradición oficial, en suma, el Estado es el alfa y omega del proceso de socialización, que funciona principalmente como un proceso de absorción consensual; para Marx, por el contrario, la socialización se completa precisamente cuando la sociedad misma... reabsorbe las funciones públicas. No se trata de hacer ‘más eficiente’ la comunidad ilusoria del Estado, sino de hacer real comunidad la disgregada sociedad atomizada de los individuos aislados, que deben liberarse simultáneamente de la explotación clasista y de la gestión política separada.»17

De lo dicho anteriormente, la transición desde el desarrollo local tiene ante sí una perspectiva más compleja que apunta hacia un proyecto de país, de transformaciones, de democracia y desarrollo nacional; entretejiéndose desde el principio dentro de una trama contradictoria dada por las estructuras de opresión imperantes y por las desigualdades en el desarrollo. Si la utopía del neoliberalismo, que encierra la ideología más exacerbada y el programa político más radical del capital, es deshacerse del Estado o reducirlo al mínimo, en aras de las “fuerzas del mercado” y la libre concurrencia; el proyecto alternativo y transformador de las condiciones existentes pasa por la supresión del Estado clasista y su reemplazo por un Estado nacional y democrático, es decir, de las mayorías, que en virtud de la socialización del poder va dejando asimismo de ser Estado.

La transición es un movimiento histórico, un proceso social y político donde se va configurando la nueva sociedad, y que requiere necesariamente de conducción por parte de actores organizados y líderes populares, no de vanguardias iluminadas y sectarias.

(*) Economista peruano. Consultor e investigador en desarrollo regional; especialista en planificación y proyectos de desarrollo económico local. E-mail: aromrey@ec-red.com

__________

Notas

1 Originalmente publicado en la revista Socialismo y Participación Nº 100. Lima: CEDEP, enero 2006, p. 201-211.

2 Paul Maquet, “Gestión integrada del territorio y desarrollo local: lineamientos para un debate.” En: Desarrollo Económico Local y Microempresa (Luis Gálvez, compilador). Lima: CENCA, 2000, pp.

10-31.

3 Francisco Alburquerque, “Introducción” a Desarrollo económico local y descentralización en América Latina: Análisis comparativo (Fco. Alburquerque y Patricia Cortés, compiladores). Santiago de Chile: CEPAL / GTZ, 2001, p. 15.

4 Ulrich Beck, ¿Qué es la Globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización.

Barcelona: Paidós, 1998.

5 Ley de Bases de la Descentralización, Ley N° 27783, Artículo 18°, inciso 18.1.

6 F. Alburquerque, op. cit., p. 12.

7 Para pensadores de la realidad latinoamericana y del país como Aníbal Quijano, las llamadas reformas estructurales de primera generación (léanse: privatizaciones) han significado el “control virtualmente privado del Estado” así como una mayor profundización en la concentración de los recursos de producción y acumulación por parte de los capitalistas globales y las grandes corporaciones: “[…] el control del capital, en cada uno de los sectores productivos, primarios, secundarios y terciarios, se desplazó largamente a la burguesía internacional o global. Ésta es ahora dueña, sobre todo, del control del capital financiero, del que opera en los servicios básicos y del que opera en la producción primaria, salvo en el petróleo de Venezuela, de donde acaba de ser desalojado, y en el cobre de Chile. El control del capital en América Latina es, predominantemente, internacional o global. Las burguesías locales no son solamente subordinadas en las transacciones financieras y comerciales, sino, ante todo, tienen un lugar secundario en el control del capital en la región.” A. Quijano, «El desafío de América Latina: ¿Hay otras salidas?», Actualidad Económica del Perú www.actualidadeconomica-peru.com), noviembre 2003.

8 Por “centro” se entiende de aquí en adelante tanto a los grupos monopólicos de los países

industrializados, como a la red de relaciones que establecen en los países de la periferia.

9 “Por encima de su larga historia como centros de comercio y finanzas internacionales, estas ciudades funcionan ahora de cuatro nuevas formas: primero, como puntos direccionales de la organización de la economía mundial, altamente concentrados; segundo, como localizaciones clave para finanzas y firmas de servicios especializados; tercero, como lugares de producción, incluyendo la producción de innovación en estos sectores avanzados (de servicios); y cuarto, como mercados para los productos e innovaciones producidos.” [Saskia Sassen citada por Jordi Borja y Manuel Castells, Local y global. La gestión de las ciudades en la era de la información. Madrid, Taurus (4ta. ed.), 1999, pág. 41.]

10 Borja y Castells, op. cit., pp. 43-49. Cabe destacar que un medio de innovación es mucho más dinámico que el distrito industrial, y por tanto no son sinónimos: “Lo que caracteriza la nueva lógica de localización industrial es su discontinuidad geográfica construida sobre la base de complejos territoriales de producción espacialmente distantes. El nuevo espacio industrial se organiza en torno a flujos de información que, a la vez, separan y reúnen sus distintos componentes territoriales, según los ciclos y según las empresas. Y esta lógica espacial de las industrias de las tecnologías de información se difunde en el conjunto de la industria en la medida en que la producción y gestión se organiza sobre la base de dichas tecnologías. El resultado es la emergencia de un nuevo espacio industrial caracterizado por una multiplicidad de redes industriales globales...” (Ibíd., pág. 49).

11 J.L. Coraggio, «La relevancia del desarrollo regional en un mundo globalizado». Ponencia al Seminario Taller Internacional: Cultura y desarrollo: la perspectiva regional/local, Quito, marzo 2000, pp. 10-11.

12 Op. cit., pp. 15-16.

13 José Luis Coraggio y Carmen Diana Deere (coordinadores), La Transición Difícil. La

autodeterminación de los pequeños países periféricos. México, Siglo XXI, 1986.

14 Op. cit., Introducción, pág. 18.

15 “Así, tres décadas de neoliberalismo en América Latina han creado las condiciones, y los sujetos sociales de un horizonte de conflictos sociales y políticos que podrían no agotarse solamente en la protesta y la oposición a la continuación del neoliberalismo, o sólo en la disputa por la distribución de ingresos y de recursos de sobrevivencia. En términos de sobrevivencia, la propia de América Latina ya está en riesgo. Y los nuevos sujetos sociales que emergen no solamente están ya en la escena del conflicto, sino que tienen todas las condiciones de crecer precisamente por las propias determinaciones de la crisis. Todo eso implica ya, o podría implicar, que el propio patrón de poder actual podría llegar a ser, finalmente, el foco mismo del conflicto.” (A. Quijano, op. cit.)

16 J.L. Coraggio, Territorios en Transición. Crítica a la planificación regional en América Latina.

Quito: Centro de Investigaciones Ciudad, 1987, pág. 142.

17



(Volver a página inicial)