(Home page)

Forma comunal y forma liberal de la política:

DE LA SOBERANIA SOCIAL A LA IRRESPONSABILIDAD CIVIL

Raquel Gutiérrez

O. Preliminares

Como dice Foucault, la capacidad del poder no está en la fuerza del NO. La prohibición y el límite no son, de ninguna manera, los mecanismos principales de su ejercicio. De ser así, los modelos de dominación se reducirían a organizarse alrededor de un cierto “efecto de obediencia” cuando, al menos en la sociedad moderna, sus hilos son mucho más tenues y sutiles, extendidos, difusos y complejos.

Existe un modelo para la comprensión del poder, esencialmente jurídico, que se centra en el enunciado de la ley y, después, en el funcionamiento de la prohibición. Esta imagen del “Poder-ley” ha de ser abandonada si queremos realizar “un análisis del poder según el juego concreto e histórico de sus procedimientos”.

La tarea, por tanto, está en construir “una analítica del poder que ya no tome al derecho como modelo y como código”, sino que “comprenda la multiplicidad de las relaciones de fuerza” ejercidas en la sociedad, que examine el dominio de su producción y su organización constitutiva y que, por tanto, abandone la concepción de lo social como acuerdo contractual.

Sobre estas ideas, intentaremos avanzar en la lógica del poder, indagando sobre los aspectos más abstractos de su surgimiento y consolidación dentro de las relaciones sociales; colocándonos en medio de ellas, no buscando entenderlo como algo exterior. “El poder no es una institución, es una situación estratégica compleja en una sociedad dada1”. Con esta ubicación, entremos al análisis.

  1. La universalidad de las relaciones de poder y las formas de la política

  • La universalidad de las relaciones de poder al interior de las relaciones humanas.

Consideremos cualquier tipo de relación humana: relaciones de pareja, familiares, de parentesco, de paisanaje, de compadrazgo, de compra-venta, de negocios, laborales, etc. Inicialmente ninguna de estas relaciones, por más horizontal u homogénea que sea se produce en lo concreto como relación de equilibrio y simetría perfectos. En las relaciones humanas siempre está presente un factor de desequilibrio: sea por la diferencia de edad, género y responsabilidad dentro de las relaciones familiares, sea por el grado de instrucción entre las partes, por la capacidad económica o de influencia de cada una, etc., jamás podemos hablar de equilibrio estable y simetría perfecta.

Es, pues, la desigualdad concreta en la que se desenvuelven las relaciones sociales entre las personas, la que da pié, necesariamente, a un desequilibrio radical que ha de atravesarlas. Sobre esa asimetría, justamente, es que puede buscarse parte de la genealogía material e histórica de las relaciones de poder.

Ahora bien, no es únicamente a partir de dicho desequilibrio donde se fundan las relaciones de poder. Hay dos hechos categóricos y transhistóricos que fundamentan positivamente su existencia: la necesidad y la capacidad específicamente humanas. El ser humano por sobre todo, es un ser natural portador de necesidades frente a la naturaleza y a los suyos; es un ser naturalmente incompleto que tiene que superar esa incompletitud a través del metabolismo entre él y la naturaleza realizado socialmente a través de las relaciones entre el y los suyos. En ese sentido, es portador de necesidades y de potencias dirigidas a satisfacer esos requerimientos que lo empujan a materializarlos a través del vínculo con los demás seres humanos. Y para ello tiene que desplegar estrategias, procesos de ocupación, de negociación, de adscripción o repulsa con las potencias y necesidades de otros. El campo definido por este flujo de posiciones entre las capacidades y las necesidades de unas personas respecto a otras, de unos grupos humanos respecto a otros, es el espacio de las relaciones de poder.

Si definimos la “relación de poder” como la “capacidad de dirigir (influir o determinar) la conducta de otro”, encontramos inmediatamente que toda relación humana es, al mismo tiempo, una “relación de poder “en la medida en que toda relación no es otra cosa que el despliegue de ciertas capacidades en función de determinadas necesidades de unas personas respecto a otras y que, para realizarse, necesitan gestionar, regular, neutralizar, afectar o destacar las capacidades y las necesidades de otros, esto es, “las conductas de otros”. Las relaciones de poder hemos de comprenderlas a partir de aquí, como prácticas fluidas y contradictorias por prescribir un tipo de comportamiento para el otro.

Sostenemos entonces, que cualquier relación humana, sea esta de amistad, de cooperación, comercial, laboral, o directamente de mando, va a estar atravesada por la recíproca búsqueda de influencia y conducción, dentro de la tensión entre necesidades tanto individuales como colectivas, y las distintas capacidades puestas en juego para satisfacerlas. Esto es, dentro de toda relación humana va a existir una elástica tirantez entre las personas que la conforman por definir el curso que ella ha de adquirir: he ahí la relación de poder que mucho más que por la prohibición, estará atravesada por sistemas de prescripción.

Así, las relaciones de poder son múltiples y dinámicas. Constituyen un sistema de fuerzas en equilibrio inestable donde continuamente se desenvuelven y definen, en base a distintas estrategias de convencimiento o coerción, los cursos materiales-prácticos de tal relación, la forma concreta en la que va a llevarse a cabo.

Estamos hablando de sistemas de fuerzas en los cuales las partes involucradas no siempre tienen posiciones antagónicas o contradictorias. Esto dependerá de la situación concreta de diferencia, de los niveles materiales de desequilibrio y asimetría, del antagonismo de las necesidades o de la irreductibilidad de las capacidades de unos en las de los otros, que definan dicha relación. Dos posibilidades se presentarán, de manera general, como devenir de las relaciones de poder:

  1. Que dentro del juego de fuerzas por “dirigir la conducta del otro” existan mecanismos flexibles y móviles de regulación, no simétricos pero sí al alcance de ambas partes, en donde el desequilibrio pueda ser mutuamente trabajado a fin de disminuirlo, limitarlo o darle un cauce. La relación de poder, en este caso, está en movimiento y continuamente redefiniéndose: podemos hablar aquí de un principio de “autorregulación”.
  2. Que a partir de la cristalización de tal relación de fuerzas, el desequilibrio se perpetúe e incluso se amplíe. La tensión por “dirigir la conducta del otro” se vaya consagrando entonces, como capacidad práctica y material de hacerlo; la relación se volverá rígida, el desequilibrio se ampliará y aparecerán técnicas sociales concretas para ejercer, mantener, proteger y ampliar tal “dirección ajena de la conducta”. En este caso, cuando los niveles de desequilibrio se vuelven irreversibles y crecientes, la relación de poder irá convirtiéndose en “estado de dominación”. En este caso, el campo de las relaciones de poder adquirirá la FORMA de un campo de dominio y las relaciones entre las personas que darán lugar a esa modalidad del campo, tomarán la forma de relaciones coercitivas de disciplinamiento y subordinación.

  • La doble dimensión del poder: “capacidad de dirigir la conducta de otro” y aceptación por parte de ese otro de dicha dirección.

Ahora bien, dentro del esquema de las relaciones de poder que hemos bosquejado, es muy claro que existe en ellas un carácter dual: si ha de ser posible que alguien dirija la conducta de otro, esto sucede porque este otro, de alguna manera acepta y es compelido a aceptar dicha dirección. En cualquier relación de poder estamos entonces, obligadamente, ante una doble relación: de dirección y de aceptación de ella.

Sin embargo, aun considerando márgenes significativos de desequilibrio entre las partes de la relación, para que una de ellas tenga la capacidad de dirigir la conducta del otro, tiene necesariamente que existir aceptación desde ese otro. Que esa aceptación sea lograda por el convencimiento, por la adhesión voluntaria o por la interiorización de una imposición forzosa, no anula el fondo común de que para que haya relaciones de poder se requiere que se pongan en juego estrategias de aceptación que coopten, que incorporen la voluntad de aquel cuya conducta es objeto a influenciar. La sustancia del poder trabajada por las relaciones de poder es precisamente la voluntad, la energía práctica de quien es influido.

Esto significa que no hay poderes absolutos: “sobre un ser humano encadenado e inmóvil se ejerce fuerza no poder”. Para que el poder funcione se requiere incitar, desencadenar los mecanismos de elección del sujeto influenciado. Afirmamos pues, con esto, que las víctimas absolutas no existen. Quienquiera que se asuma como víctima en una relación de poder que le es adversa es, a su vez, cómplice de tal estado de cosas pues siempre existe cuando menos una otra alternativa aparte de la de aceptar la dirección ajena: este límite, a decir de Foucault, lo constituye la muerte.

Quizá la experiencia histórica en nuestro medio que mejor refleje la imposibilidad del dominio absoluto es la de aquellas mujeres aymaras que en plena guerra contra los españoles, viéndose cercadas por el ejército de Segurola y ante la fatal disyuntiva de ser aniquiladas por los realistas, o salvar sus vidas pero quedar nuevamente sometidas al abuso colonial, prefieren lanzarse al barranco ante la atónita mirada de sus perseguidores2. Si bien el dominio puede utilizar la fuerza para imponer las condiciones de su realidad, para que estas sean perdurables y autoconsistentes requieren trabajar la voluntad (la rendición, la tregua, el pacto, la indiferencia, la seducción), porque la finalidad del dominio es precisamente la conversión de las capacidades de los otros, de su voluntariedad dirigida a un fin, en capacidad y voluntad dirigida a fines externos, a los fines del sujeto que domina, quien, en cuanto tal, se presenta como el depositario del poder.

Existe pues un límite al poder como dominación, pues la fuente de sí está en la capacidad de aquellos a sujetar, que es ilimitada en el rango de sus posibilidades. Y si bien la coerción, la exacerbación de la necesidad, el monopolio de los medios para satisfacer tal necesidad, pueden inducir a actitudes fijas y limitadas, no pueden anular el aspecto de libre albedrío potencialmente presente. La muerte elegida es, quizá, el extremo fatal de este ámbito de libertad, aunque en torno a ella el sujeto de dominación siempre podrá construir opciones que escapen a la determinación exterior, a la acción de imposición de fuerza. La subordinación por tanto, se erige sobre cierta permisibilidad del subordinado.

Precisemos los supuestos de esta construcción: partimos de que el atributo que consideramos distintivo del ser humano –mujer o varón- es su posibilidad de determinación soberana de sí mismo, en el contexto histórico concreto en el que existe. Esto es, el rasgo específico y privativo del ser humano es su capacidad de trascender sus circunstancias, de trabajar lo que existe hacia fines propios, de imprimir en la objetividad que lo rodea, incluido el espacio de las relaciones de poder que lo circundan, el sello de sus propias intencionalidades, de su potencial humano autodeterminativo. Es decir, ningún ser humano es meramente un producto de la exterioridad que lo envuelve. El ser-para-otro (Hegel) nunca es la afirmación fundamentada del ser. Su realidad histórica pasa por el ser-para-sí; aun el ser que está definido por negatividad, para afirmarse en ese devenir, ha de introyectar para-sí esa su negatividad. De ahí entonces que sea la voluntad, entendida como íntima capacidad humana para totalizar prácticamente sus circunstancias en dirección a un fin, la sustancia sobre la cual ha de operar el poder.

El ser humano es, en tanto especie, antes que nada, soberano en sus elecciones y acciones en un contexto dado. Es por ello que, si soberanamente elige delegar, aceptar, permitir, entregar, hipotecar su soberanía, si a fin de cuentas escoge ser esclavo, no es entonces una víctima sino un PARTICIPE, un productor –aunque enajenado- del resultado material que se produzca. Es justamente por esa patética complicidad del dominado con su dominación, que la posibilidad de la superación de la dominación se halla fundada positivamente en la propia acción del dominado. Eludir la permisibilidad en la que incurre el dominado con las condiciones de su subordinación es la única manera de erosionarlas. Y si bien la retórica de la denuncia se muestra en ocasiones como algo eficaz, en los hechos es una nueva manera de adular las condiciones de dominación desde el mismo momento en que arrebata el protagonismo histórico, el atributo de constructores de la realidad (incluida la realidad de la dominación) a los propios dominados, que es precisamente el efecto que busca la dominación.

Es así que para estudiar las relaciones de poder en su doble significado, tan importante es abordar el aspecto de cómo se dirige la conducta de otro, es decir, de a través de que medios materiales y simbólicos se ejerce la dominación; como su contraparte, relativa al cómo y por qué se acepta la conducción ajena, es decir, cómo y por qué se entrega la capacidad soberana.

  1. De las relaciones de poder capaces de autorregularse a los Estados de dominación

Si toda relación social es una relación de poder, existiendo en algunas de ellas posibilidades fluidas de autorregulación y convirtiéndose otras en rígidos estados de dominación, es imprescindible analizar las distintas tecnologías sociales que, a modo de matrices de posibilidades, encaminan los términos de la relación en una u otra dirección.

El paso de un sistema autorregulado a un estado de dominación no es ni intempestivo ni abrupto. En la mayoría de las relaciones humanas, atravesadas todas ellas por relaciones de poder, las partes que conforman la relación, y en especial “aquella cuya conducta pretende ser dirigida”, tienen la posibilidad de conseguir nuevos estados de equilibrios, redefiniendo el estado de fuerzas interno. Esto es así, cuando menos en términos teóricos, a causa del carácter dual de las relaciones de poder que combinan dentro de sí, de manera tensa y compleja, actitudes y prácticas que buscan “dirigir la conducta de otro” frente a otras actitudes y prácticas que “aceptan” tal dirección, ejerciendo a su vez, influencias subordinadas. Lo que está en juego entonces es la tensión entre dos (o más) voluntades que buscan la influencia recíproca.

Pese a que en ciertos momentos la relación de poder puede alcanzar peligrosos desequilibrios, mientras se conserve vigente la posibilidad de redefinir la relación de fuerzas, el juego de influencias mutuas, podemos hablar de relaciones con capacidad de autorregulación.

Ahora bien, cuando internamente la relación de poder se desliza hacia un cada vez mayor desequilibrio que comienza a postularse como irreversible, anulando los mecanismos de autorregulación por la vía del sometimiento de la voluntad soberana de la parte influenciada, estamos ante el surgimiento de un “estado de dominación”. En la medida en que paulatinamente sean construidos diversos dispositivos materiales para la perpetuación de dicho orden de cosas, presenciamos su consolidación y la lenta consagración de un estado de dominación.

Un estado de dominación, entonces, es una relación de poder cristalizada, rígida; es una relación de fuerzas donde no existe ya la posibilidad de recomponer la situación de equilibrio sino donde va quedando fijada de manera rígida, la capacidad de “dirigir la conducta de otro” monopolizada por una de las partes.

El rasgo principal de un “estado de dominación” es su carácter de ambicionar la irreversibilidad: dicha relación de poder ha perdido su capacidad de autorregularse, redefiniendo los márgenes de desequilibrio. En un “estado de dominación”, el polo dominante trabaja únicamente para su auto-conservación, consolidación y expansión. Y esto lo hace a través de técnicas sociales concretas que podemos designar como dispositivos de orden, es decir, mecanismos concretos destinados a reforzar y ampliar los ordenamientos jerarquizados existentes al interior del estado de dominación.

Los dispositivos de orden operan sobre las posibilidades de autonomía del polo dominado, encierran sus posibilidades de elección y se esfuerzan por conducir sus energías trascendentes, su voluntad. Tales dispositivos abarcan, entonces, múltiples aspectos de la relación social. Para fines analíticos podemos distinguir entre las instituciones de poder, las técnicas de dominación y las normatividades disciplinarias. Todos ellos conformando los modos concretos de “dirección de la conducta” ajena: los primeros en tanto aparatos materiales de control, los segundos en tanto preceptos positivos acerca de cómo deben ser llevadas a cabo las conductas, construyendo las definiciones de lo que es válido y de lo que no lo es, diseñando criterios restrictivos acerca de lo permitido y organizando discursos sobre lo verdadero y lo bueno. Finalmente, y quizá esta sea la parte más sutil, extensa y difícil de percibir dentro de un estado de dominación, la normatividad disciplinaria es el ejercicio de un control individualizado, constante, de cuyos efectos se lleva un registro exhaustivo y que se ejerce, no tanto sobre el resultado de una acción sino sobre su desenvolvimiento, sobre el modo en el que ella se desarrolla.

El objeto a moldear sistemáticamente es la capacidad humana de totalizar las circunstancias en dirección a un fin, determinando los cauces “permitidos”, “válidos”, “lícitos” “aceptables” y “verdaderos” para ello.

Resulta así que en los estados de dominación, el despliegue de la capacidad de “dirigir la conducta de otros” no es un evento meramente “ideológico”, espiritual o intangible. Los dispositivos de orden son los medios materiales, organizativos, culturales y tecnológicos, a través de los cuales la dominación se ejerce de manera concreta, buscando restringir al mínimo cualquier posibilidad de autonomía del dominado.

La parte que monopoliza la capacidad de decisión dentro de un estado de dominación en términos generales, de manera continua reconstruye y afianza sus diferentes dispositivos de orden que no tienen otro fin que perpetuar la relación de poder cristalizada que le dio origen. Es decir, todos los movimientos emprendidos por el polo dominante dentro de un estado de dominación tienden a afianzar y hacer perdurable la relación de fuerzas. Pero más aún, las luchas de resistencia a la dominación por parte de aquellos que conforman los polos dominados, si no son resistencias expansivas y que pongan en cuestionamiento el estado mismo de dominación, es decir, el atributo básico de que la capacidad de decisión ha resultado enajenada, tienden a constituirse en factores que contribuyen a fortalecer la estabilidad de la relación de fuerzas en su conjunto. Esto es así porque, si no cuestionan la capacidad de dirigir la conducta común monopolizada por el polo dominante, esto es, si no cuestionan el cimiento básico y fundante de la enajenación de la soberanía, aún en caso de tener éxito conducen al reforzamiento de la calidad de gestor monopólico y ajeno del asunto común, del polo dominante; fortalecen su capacidad ajena de dirigir la conducta común, aunque aparentemente influyan en el modo cómo eso se lleva a cabo.

La insubordinación o insurgencia del dominado en estas circunstancias no puede radicar en la “captura” de los dispositivos de orden para usarlos “a su favor”. Es necesaria su derogación, su erosión al tiempo que se levantan nuevos dispositivos reguladores que no sólo consagren la nueva relación de poder sino que anulen la conversión de las relaciones de poder en estado de dominación. La conservación de la capacidad de autorregulación pues, es imprescindible, si de emancipación hemos de hablar.

  1. La soberanía como la capacidad autónoma de decidir en medio de unas circunstancias determinadas para trascenderlas. Transformación del Poder Público en Estado moderno.

Pasemos ahora a un nivel más complejo de la exposición. Consideremos la red de relaciones humanas, es decir, de relaciones de poder, que se establecen en una sociedad moderna y que conforman lo que llamamos el espacio público. Estamos hablando de un conjunto denso y múltiple de relaciones de poder definidas en el espacio de la regulación de los asuntos generales que competen a la vida de una colectividad. Las relaciones de poder, ahí, se imbrican, se superponen y se enredan tejiendo una especie de madeja caótica. Lo que por lo general llamamos “política”, esto es, el modo como los individuos se hacen cargo de la gestión del asunto común, es la resultante, inestable y cambiante, de ese complejo sistema de fuerzas constituido por múltiples relaciones sociales de poder.

La manera que proponemos para orientarnos en el laberinto social de las relaciones de poder que determinan el asunto público, es decir, en la “política” es a través de una sencilla y recurrente pregunta: ¿dónde reside la soberanía?, es decir, en cada circunstancia concreta, ¿dónde está la capacidad de decidir sobre los asuntos comunes? ¿cómo se decide acerca de aquello que a todos concierne? Esta pregunta, si nos fijamos, no es sino una derivación de la definición de poder que venimos sosteniendo ¿quién tiene la capacidad de dirigir la conducta de otro? ¿cómo construye mecanismos para que la voluntad ajena circule por los cauces postulados por el polo dominante consolidándolo?

Las respuestas a la pregunta ¿dónde reside la soberanía? nos permiten distinguir entre dos formas básicas de la política: liberal la una y, la otra, comunitaria.

  1. La soberanía delegada y la IRRESPONSABILIDAD CIVIL: Forma liberal de la política

Si la capacidad de decisión individual y colectiva sobre el asunto común no radica directamente en la colectividad sino que ésta es compelida a abdicar a esta posibilidad para que sea delegada, mediante algún mecanismo social, para su ejercicio autónomo y privado por parte de algunos de sus miembros -sobre asuntos concernientes al conjunto-, estamos hablando de la forma liberal de la política.

La forma liberal de la política, es la forma de gestión del asunto común iniciada en Europa en medio de la lucha contra el absolutismo en los siglos XVI-XVIII y consagrada como forma predominante por la Revolución Francesa. Esta forma liberal, al menos en términos de fundamento teórico se construye alrededor de un modelo de intercambio contractual: la capacidad soberana que cada individuo detenta es cedida (intercambiada), total o parcialmente, para construir un poder político que lo deglute, una soberanía abstracta.

La característica principal de esta forma de conducción de la vida pública está en el hecho de aceptar la soberanía popular, es decir, el derecho del conjunto de los habitantes de un país para decidir sobre el modo de gestionar y conducir sus asuntos comunes; y en instituir, simultáneamente, los mecanismos de RENUNCIA y delegación de esa soberanía en unos “representantes” quienes, a partir de su elección, monopolizan la capacidad de decisión y conducción de la cosa pública. El momento de la delegación de la soberanía es también el momento en el cual el representante se convierte en mandante y al representado se lo circunscribe al papel de obediente.

Así, la forma liberal de la política se sostiene en la noción de que la soberanía social, que nace y anida en la sociedad llana tiene, obligadamente, que escindirse en su ejercicio hipotecándose en un tipo de delegación que separa a representados y representantes convirtiéndolos en gobernados irresponsables e impotentes por debajo de gobernantes incontrolables y todopoderosos.

Estamos pues frente a un hecho básico de enajenación de la soberanía social en el representante-mandante que se convierte él mismo en soberano a partir del momento de su elección-designación. El conjunto social queda, mientras tanto, sumido en la impotencia temporal o absoluta –según el mecanismo mediante el cuál ha delegado tal soberanía-.

Es importante, antes de continuar, hacer la distinción precisa entre representación y delegación. La característica principal de la forma liberal de la política no es su carácter representativo, sino el hecho de que al designar al representante (sea cual sea el mecanismo a través del cual resulte nombrado), éste se convierte en encarnación autonomizada de la decisión común de sus representados. El punto crucial entonces no es la representación sino la d e l e g a c i ó n en una persona o un grupo de ellas, de la soberanía común.

Ahora bien, en lo relativo a la representación existe una noción generalizada: se habla de su necesidad a partir de cierto umbral. Son necesarios los representantes pues, a partir de algún límite, es el propio encuentro humano el que exige la implementación de mecanismos de representación. Efectivamente. Sin embargo, el problema está en si tal representación expropia la capacidad de decidir y de ejecutar materialmente la decisión. Entonces estamos ante la delegación. Por otro lado, si estamos ante un modo de representación que sólo significa un mecanismo para la interunificación de las soberanías sociales locales en una soberanía más amplia, la energía social no se habrá enajenado ni autonomizado y el representante no se habrá convertido en el monopolizador soberano de la voluntad general.

Ahora bien, la forma liberal de la política parte de un “sujeto libre” que, en calidad de portador de su soberanía individual, pacta socialmente las condiciones de su entrega. A partir de ahí no hablaremos más de su capacidad de decidir y ejecutar, sino de las condiciones de su sujeción. La calidad de sujeto, en el doble sentido de la palabra, brota del hecho material de dominación inicial, que ha instituido la delegación como mecanismo de autoperpetuación.

En otras palabras, el ejercicio político liberal se construye a partir de unas PRACTICAS sociales que no sólo expresan una correlación de fuerzas inicial, donde un grupo de la sociedad se hizo de la capacidad de decisión a través de un acto de fuerza; sino que renuevan, reproducen y refrendan los circuitos de delegación de la capacidad de decisión autónoma individual y social. Se produce algo parecido a un mecanismo automático: elección, delegación de la soberanía al representante, impotenciación social.

La delegación de la soberanía social en un representante que pasa a convertirse, a partir de su designación, en el “mandante”, requiere de ciertas instituciones de poder, de específicos dispositivos sociales que organicen de determinada manera la convivencia social y la gestión del asunto común.

En este sentido se puede decir que la forma liberal es una doble enajenación social. Por un lado, sustituye la voluntad soberana de los miembros de la sociedad por el criterio arbitrario de unas personas que institucionalizan su función convirtiéndola en estructuras políticas jerárquicas y burocráticas. Constantemente promueve, además, esta recurrente entrega de la capacidad social de gestión autónoma mediante dispositivos de elección-delegación.

Por otro, sobre esta renuncia social tales estructuras adquieren un funcionamiento maquinal autonomizado, independientemente de las personas que las copan (piénsese en la administración pública actual); además, amplían y reproducen a escala mayor y en otras esferas de la vida social las condiciones de su existencia, esto es, refuerzan las pautas de la delegación social, como noción del “sentido común” organizador de la convivencia, como hábito cotidiano de búsqueda de gestor y conductor del asunto propio, individual y social –el hábito social a obedecer inculcado a través de múltiples dispositivos de disciplinamiento.

Llegado a este punto se puede hablar de una “subsunción real” de la soberanía social a la lógica liberal del Estado Moderno, en tanto aquella ha quedado incorporada en el mecanismo material técnico-organizativo de las instituciones políticas: la reiteración de la enajenación de la soberanía social como condición y “alimento” de estabilidad del sistema político.

Lo “político” entonces, en tanto capacidad de gestionar el asunto común, comienza a quedar reducido a mera competencia por el mandar, el gobernar, presuponiendo que siempre tendrá que haber quienes (los pocos) manden y gobiernen y por tanto, quienes (los muchos) obedezcan y sean gobernados. Esta premisa es el cimiento de la forma liberal de política.

  1. La soberanía social no enajenada O AUTODETERMINACION SOCIAL: Forma comunitaria de la política

Si la capacidad de decisión individual y colectiva sobre el asunto común radica directamente en la colectividad y si, a pesar de que tal capacidad soberana se ejerza a través de representantes, el límite de la actividad de estos es la propia voluntad colectiva que CONTROLA MATERIALMENTE LOS MEDIOS DE DICHA SOBERANIA, de modo tal que la función de representación se limita a buscar los modos de dar curso a la voluntad común, entonces, estamos ante la forma comunitaria de la política.

En la forma comunitaria de política la soberanía social no se delega sino que se ejerce directamente. No se parte de un hecho contractual de entrega (e hipoteca) de la voluntad individual, sino que los mecanismos de gestión del asunto común se construyen a partir de los acuerdos entre sujetos concretos que comparten actividades y destinos.

Dentro de esta forma política también existe la representación, pero la diferencia es que aquí, el representante no es quien monopoliza el derecho de decidir NI HA AUTONOMIZADO TECNICAMENTE ESA CAPACIDAD DE DECIDIR. La soberanía no se delega sino que se mantiene en su fuente de surgimiento: la voluntad social desplegada, la energía colectiva que confirma la disposición práctica de pertenencia a un colectivo que emprende proyectos en común. El representante, en esta forma de política, no es de ninguna manera el designado para mandar sino simplemente para organizar el curso de la decisión común Y COORDINAR CON OTROS los pasos concretos hacia objetivos colectivos. En este sentido, el que “manda” dentro de esta forma de política, “manda porque obedece”, porque se sujeta a lo que es la decisión común; y sólo en tal sentido adquiere su calidad de representante.

La voluntad individual aquí, no es un bien transable –ni enajenable- sino una actitud práctica de ratificación de la disposición a ser-en-común: es una acción de reinvención de la pertenencia que define al conjunto social.

Existen, en esta forma política, como en toda relación humana, relaciones de poder que atraviesan el conjunto de vínculos sociales. El devenir de tales relaciones de poder discurre por la reiterada negociación del sentido colectivo de las construcciones comunes. Múltiples mecanismos de autorregulación se ponen continuamente en marcha, de manera más o menos conflictiva, en la búsqueda de mutua influencia dentro de la ratificación del sentido de pertenencia.

Lo político deja de SER lo relativo a la capacidad de gobernar, de decidir de manera PRIVATIVA y de buscar los mecanismos para imponer dicha decisión a la colectividad. Lo político, y sobre todo la función de representación política, pasan a ser la habilidad para expresar y ejecutar lo decidido por el conjunto social, a partir del modo concreto de buscar equilibrios entre capacidades y necesidades sociales. No hay delegación de la soberanía ni autonomización de la capacidad de decisión: hay ejercicio directo de la decisión común, representación que se limita a llevar adelante lo comúnmente decidido y mecanismos autorreguladores del sistema de relaciones de poder que impongan los marcos de pertenencia al colectivo.

  1. Las formas liberales de la política como síntesis de los estados de dominación

Podríamos proponer, a manera de hipótesis y en base a los elementos anteriores, que las formas liberales de política conducen, necesariamente, a estados de dominación. En todo caso, de hacerlo así estaríamos planteando el problema sin salir del marco de racionalidad liberal que remite su comprensión a un momento fundador contractual donde se decide socialmente, hacia el futuro, el modo en el qué ha de ser gestionado el asunto común; es decir, la manera en la que ha de conducirse la “cosa pública”, el mecanismo político al cual han de ceñirse los sujetos –objetos de sujeción a tal acuerdo-.

Si las cosas sucedieran así, la argumentación para demostrar que las formas liberales de política conducen necesariamente a estados de dominación sería trivial: en la medida en que el cimiento de la forma liberal de política es que la capacidad soberana de los individuos se delega, se entrega a un conjunto de mandantes que se constituyen en depositarios de tal soberanía; es evidente que el juego de relaciones de poder que surgen a partir de tal acción, inmediatamente ha de construir los mecanismos de su perpetuación.

Sin embargo, los sucesos históricamente suceden al revés. Es un acto de fuerza fundador, inicial, el que instituye el predominio de un grupo social sobre otros. Dicho acto de fuerza inaugural, que inicia una nueva situación estratégica en la relación de fuerzas compone un sistema de relaciones de poder que, a la larga, tenderán a institucionalizarse hallando y puliendo los mecanismos de la delegación como la garantía de su perpetuación.

Se trata entonces, ciertamente, de entender las cosas a través de la hipótesis nietzschiana (Foucault) acerca de la política como continuación de la guerra por otros medios. A saber, la continuación en el ámbito de la gestión de las libertades (la política) de la correlación de fuerzas que a se ha gestado en el territorio de la gestión de las necesidades (la economía). Es la sorda e ininterrumpida conflagración por determinar los rumbos de la vida social, por prescribir el sentido que han de tomar los acontecimientos, por la ocupación de los puestos de mando, de usufructo y reproducción de la posesión y control respecto a los bienes materiales que permiten la satisfacción de necesidades, de sus resultados y sus efectos, lo que luego vuelve inteligible el campo de posibles en el que las relaciones de poder políticas habrán de desplegarse.

En este caso, el sujeto irresponsable postulado en la concepción liberal, que abdica de su soberanía bajo la fachada de un contrato comercial con sus “representantes”, debe ser permanentemente constituido en base a un vaciamiento de la responsabilidad moral con y frente a los suyos; debe carecer de fidelidades que vayan mas allá de su propiedad y de las ansias por ampliarla. Esto es, deberá ser un sujeto en estado de desolación y definido exclusivamente por la propiedad privada de algún bien mercantilizable. Se trata, por tanto, de un sujeto mutilado en sus capacidades en la medida en que éstas sólo adquieren importancia social en tanto son medidas y funcionan como valor-mercantil. El que este tipo de sujeto social se agolpe en los pórticos de la ciudadanía no es un dato, sino un resultado del modo como se labra el sentido común a partir de una determinada relación de fuerzas.

  1. Foucault Michel, Genealogía del Racismo, Editorial Altamira, La Plata, Argentina, 1996. También, Hermenéutica del Sujeto, La Piqueta, Madrid, 1994. La vida de los hombres infames, Editorial Altamira, La Plata, 1996.
  2. Vicente de Ballivián y Roxas, Colección de documentos relativos a la Historia de Bolivia, 1872. Casa Municipal de la Cultura, La Paz, 1977.


(Volver a página inicial)