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El fin del Consenso de Washington

Michael Hudson y Jeffrey Sommers

CounterPunch - Rebelión

Traducción: Germán Leyens

La catástrofe financiera de Wall Street marca el fin de una era. Lo que ha terminado es la credibilidad del Consenso de Washington – la apertura de los mercados a los inversionistas y programas de austeridad de restricción monetaria (altos tipos de interés y recortes de los créditos) para “curar” déficits de balanzas de pagos, déficits presupuestarios interiores e inflación de precios. En el aspecto negativo, este modelo no ha producido la prosperidad que promete. Los aumentos de tasas de interés y el desmantelamiento de aranceles protectores y subsidios empeoran en lugar de ayudar a los balances comerciales y de pagos, agravan en lugar de reducir los déficits presupuestarios internos, y aumentan los precios. ¿El motivo? Los intereses constituyen un coste de la realización de negocios mientras que la dependencia del comercio exterior y la depreciación de la moneda aumentan los precios de las importaciones.

Pero aún más impactante es el lado positivo de lo que es factible como alternativa al Consenso de Washington. El rescate de 700.000 millones de dólares de los préstamos incobrables de Wall Street por el Tesoro de EE.UU. el 3 de octubre, muestra que EE.UU. no tiene la menor intención de aplicar ese modelo a su propia economía. La austeridad y la “responsabilidad fiscal” valen para otros países. EE.UU. actúa implacablemente en su propio interés económico en cualquier momento dado. Gasta libremente más de lo que gana, inundando la economía global con lo que ahora ha aumentado a 4 billones de dólares de deuda del gobierno de EE.UU. a bancos centrales extranjeros.

Ese monto es impagable, considerando el crónico déficit comercial de EE.UU. y sus gastos militares en el extranjero. Pero plantea un problema interesante: ¿Por qué no pueden hacer lo mismo otros países? ¿Es la asimetría política actual algo natural, o es sólo voluntaria y el resultado de ignorancia (incitada, sin duda, por un intensivo programa de propaganda ideológica globalista)? ¿Necesita India, por ejemplo, privatizar sus bancos de propiedad estatal, como se había planificado anteriormente o tiene razón al echar marcha atrás? De un modo más específico: ¿han tenido éxito los programas neoliberales impuestos a la antigua Unión Soviética en la “americanización” de sus economías y en el aumento de la capacidad de producción y de los niveles de vida prometidos? ¿O fue todo un sueño o, por cierto, una pesadilla?

Los tres países bálticos, por ejemplo – Letonia, Estonia y Lituania, han sido elogiados en la prensa occidental como grandes historias de éxito. El Banco Mundial los clasifica entre los países más “amistosos para los negocias”, y sus precios de propiedades inmobiliarias han aumentado vertiginosamente, alimentados por hipotecas en monedas extranjeras de los bancos escandinavos vecinos. Su industria ha sido desmantelada, su agricultura está en ruinas, su población masculina bajo la edad de 35 años está emigrando. Pero los precios de los bienes raíces agregaron al activo neto en sus balances nacionales durante casi una década. ¿Ha llegado una nueva “hora de la verdad”? Sólo porque el sistema económico soviético culminó en una cleptocracia burocrática, ¿ha sido realmente tanto mejor el modelo neoliberal? Y lo más importante de todo ¿fue en algún momento una alternativa mejor?

Contamos con que las economías post-soviéticas seguirán el camino de Islandia, al entrar en deudas con el extranjero sin medios visibles de pagarlas con exportaciones (la misma situación en la que se encuentra EE.UU.), o incluso más ventas de activos. Las remesas de emigrantes se están convirtiendo en un soporte principal de su balanza de pagos, reflejando su contracción económica a manos de los “reformadores” neoliberales y de la dependencia internacional de libre mercado que promueve el Consenso de Washington. De modo que, exactamente como esta crisis ha llevado al gobierno de EE.UU. a cambiar de velocidad, ¿es hora de que otros países traten de ajustarse más al carácter de “economías mixtas”?

Después de todo, ha sido el camino emprendido por toda economía exitosa en la historia. Los mercados de sector privado total (en la práctica, mercados dirigidos por los bancos y los gerentes monetarios) han demostrado que son tan destructivos, antieconómicos y corruptos y, por cierto, centralmente planificados como los de gobiernos totalmente “estatistas” desde la Rusia de Stalin a la Alemania de Hitler. ¿Está a punto de volver a oscilar el péndulo político hacia un mejor equilibrio público-privado?

El cuadro idealizado de Washington de cómo operan los libres mercados (como si algo semejante hubiera existido alguna vez) prometía que países afuera de EE.UU. se enriquecerían más rápido, acercándose a niveles de vida al estilo de ese país si permitían que inversionistas globales compraran sus industrias clave y su infraestructura básica. Durante medio siglo, este modelo neoliberal ha sido, en el mejor de los casos, un ejercicio hipócrita en política deficiente y, en el peor, de engaño para convencer a otras economías para que impusieran políticas financieras y tributarias autodestructivas, posibilitando que inversores de EE.UU. se abatieran y compraran sus recursos clave a precios de remate. (Y que la economía de EE.UU. pagara esos flujos hacia el exterior mediante más y más pagarés del Tesoro de EE.UU., produciendo un rendimiento bajo o incluso negativo cuando eran denominados en monedas duras.)

En la práctica el sistema global neoliberal nunca ha sido abierto. EE.UU. nunca se impuso el tipo de terapia de choque que el Secretario del Tesoro del presidente Clinton (y ahora asesor de Obama) Robert Rubin promovió en Rusia y en el resto del antiguo bloque soviético, desde los países bálticos en el noroeste a Asia Central en el sudeste. ¡Al contrario! A pesar de que la propia balanza comercial y de pagos de EE.UU. asciende, que los precios al consumidor aumentan y que los mercados financieros y de propiedades se derrumban, no hay llamados por parte de su elite del poder para que se permita que el sistema se auto-corrija. El Tesoro subvenciona los mercados financieros de EE.UU. para salvar a su clase financiera (menos algunos chivos expiatorios) y para apoyar los precios de los activos. Las tasas de interés son reducidas para volver a inflar los precios de los activos, no para estabilizar el dólar o reducir la inflación de precios en el interior.

Las implicaciones políticas van mucho más allá del propio EE.UU. Si EE.UU. puede crear tanto crédito tan rápida y libremente – y si Europa puede seguir su ejemplo, como lo ha hecho en los últimos días: ¿por qué no lo van a hacer todos los países? ¿Por qué no se pueden enriquecer siguiendo el camino que realmente tomó EE.UU., en lugar de hacer sólo lo que sus diplomáticos económicos les dicen que hagan usando una dulce retórica interesada? La propia experiencia de EE.UU. provee el mejor motivo según el cual el libre mercado, dirigido por instituciones financieras que adjudican crédito, es un mito, un mapa falso de la realidad como sustituto para cañoneras a fin de obligar a otros países a abrir los mercados de sus activos a inversores de EE.UU. y sus mercados alimentarios a los agricultores de EE.UU.

Al contrario, el modelo financiero y comercial promovido por los oligarcas de EE.UU. y sus aliados es un doble rasero. El caso más tristemente célebre fue cuando estalló la crisis financiera asiática de 1997, el FMI exigió que los gobiernos extranjeros vendieran sus bancos y sus industrias a precios de liquidación por incendio a extranjeros. Las firmas de capital buitre de EE.UU. fueron especialmente rapaces al apoderarse de activos asiáticos y otros globales. Pero el rescate financiero de EE.UU. está en fuerte contraste con lo que las instituciones del Consenso de Washington impusieron a otros países. No existe la menor intención de permitir que inversionistas extranjeros compren parte de las principales joyas de EE.UU., excepto a precios exorbitantes. Y en cuanto a la industria, EE.UU. ha violado una vez más las reglas del comercio internacional al ofrecer dinero especial de rescate y subsidios a sus propios Tres Grandes fabricantes automotrices de EE.UU. (General Motors, Ford y Chrysler) pero no a los fabricantes automotrices de propiedad extranjeras en EE.UU. Al favorecer así a su propia industria nacional y tomar medidas punitivas para afectar las inversiones de propiedad extranjera, EE.UU. suministra una vez más una lección objetiva en política económica nacionalista.

Más importante aún es que el rescate de EE.UU. suministra un modelo que es muy preferible al Consenso- de-Washington-para-la-exportación. Muestra que los países no necesitan pedir créditos a bancos extranjeros. El gobierno podría haber creado su propio dinero y sistema crediticio en lugar de dejar que acreedores extranjeros acumulen cobros por intereses que ahora representan un drenaje permanente y aparentemente irreversible de la balanza de pagos. EE.UU. ha mostrado que cualquier país puede monetizar su propio crédito, por lo menos el crédito interior. Una gran parte del problema para las economías del Tercer Mundo y post soviéticas es que nunca experimentaron el exitoso modelo de capitalismo administrativo que ocurrió antes del modelo neoliberal, propugnado desde los años ochenta por Washington.

El modelo administrativo de capitalismo, que predominó durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial hasta los años ochenta (con antecedentes en el mercantilismo británico del Siglo XVIII, y el proteccionismo estadounidense del Siglo XIX), produjo un gran crecimiento. Planificadores de la posguerra, como John Maynard Keynes en Inglaterra y Harry Dexter White en EE.UU., privilegiaron la producción por sobre las finanzas. Como dijo sarcásticamente Winston Churchill: “Las naciones hacen típicamente lo correcto [pausa], después de agotar todas las demás opciones.” Pero costó dos guerras mundiales, entremezcladas con una depresión económica provocada por deudas en exceso de la capacidad de pago, para dar el empujón final requerido para promover la manufactura sobre las finanzas y terminar por “hacer lo correcto.”

Las finanzas fueron subordinadas al desarrollo industrial y al pleno empleo. Cuando esta filosofía económica llegó a su clímax a comienzos de los años sesenta, el sector financiero representaba sólo un 2% de los beneficios corporativos de EE.UU. ¡Actualmente es un 40%! Los gastos incidentales sobre la deuda de EE.UU., que crece exponencialmente, desvían ingresos de la compra de bienes y servicios para pagar a acreedores, quienes utilizan el dinero sobre todo para volver a prestar a prestatarios para hacer subir los precios de propiedades inmobiliarias y acciones. La inversión tangible de capital es financiada casi enteramente con beneficios corporativos retenidos – y estos también son desviados para pagar intereses sobre crecientes deudas industriales. El resultado es deuda-deflación – una contracción del poder adquisitivo a medida que el superávit económico es “financializado,” una palabra nueva agregada sólo recientemente al vocabulario económico mundial.

Desde los años ochenta, el sistema tributario de EE.UU. ha fomentado la búsqueda de rentas [rent-seeking] y la especulación con crédito para no dejar pasar la oportunidad de la inflación del precio de activos. Esta estrategia aumentó los balances mientras los precios de los activos aumentaban más rápido que las deudas (es decir, hasta el año pasado). Pero no aumentó la capacidad industrial. Y mientras tanto, las reducciones de impuestos hicieron que la deuda nacional aumentara vertiginosamente, llevando al vicepresidente de EE.UU., Dick Cheney, a comentar: “Reagan demostró que los déficits no importan.”

En el frente internacional, mientras mayor el déficit comercial y de pagos de EE.UU., más dólares eran invertidos en el extranjero. Los bancos centrales extranjeros los reciclaban de vuelta a la economía de EE.UU. en la forma de bonos del Tesoro y, cuando las tasas de interés cayeron casi a cero, en paquetes de hipotecas titularizadas. El actual Secretario del Tesoro, Henry Paulson, garantizó a inversionistas chinos y otros del extranjero que el gobierno respaldaría a Fannie Mae y a Freddie Mac como agencias privatizadas de empaquetamiento de hipotecas, garantizando un suministro de hipotecas de 5,2 billones de dólares. Esto equivalía en tamaño a la deuda pública de EE.UU. en manos privadas.

Mientras tanto, el Tesoro cerró tratos especiales con los saudíes para reciclar sus ingresos del petróleo en inversiones en Citibank y otras instituciones financieras de EE.UU. – inversiones en las que han perdido muchas decenas de miles de millones de dólares. Para colmo, el hecho de que el petróleo del mundo fuera cotizado en dólares mantuvo más fuerte a la moneda de EE.UU. de lo que justificaban los fundamentos económicos subyacentes. La economía de EE.UU. pagaba sus importaciones con deuda gubernamental que nunca tuvo la intención de pagar, incluso cuando podía hacerlo (lo que hoy en día no puede hacer al nivel de 4 billones de dólares, mencionado anteriormente). La economía estadounidense, por lo tanto, ha tenido un aumento de su déficit comercial y de los precios de sus activos según leyes económicas que ninguna otra nación puede emular, lo que corona con la capacidad de hacer libremente deudas internacionales ilimitadas.

El capitalismo administrativo movilizó el creciente patrimonio neto corporativo y el valor de las acciones para crecer en la economía real. Pero desde los años ochenta, una nueva clase de administradores financieros ha comprometido activos como colateral para nuevos préstamos para readquirir acciones corporativos e incluso para pagar dividendos. Esto ha hecho subir los precios de las acciones corporativas y, con ellas, el valor de las opciones en acciones que los administradores corporativos se otorgan a sí mismos. Pero no ha estimulado una formación tangible de capital.

Una burbuja de los bienes raíces en todos los países ha sido alimentada por la creciente deuda hipotecaria. Para comprar una nueva casa, los compradores deben contraer una deuda para toda una vida. Esto ha hecho que muchos empleados teman declararse en huelga o incluso presionar por mejores condiciones de trabajo, porque basta “un cheque para que pierdan su casa,” o la embarguen. Mientras tanto, las compañías han subcontratado y reducido su fuerza laboral, eliminado prestaciones, impuesto horas de trabajo más largas, e introducido más mujeres y niños a la fuerza laboral.

La “nueva economía” actual no se basa en nueva tecnología e inversión de capital, como pregonó el ex presidente de la Fed, Alan Greenspan a fines de los años noventa, sino en una inflación de los precios que generó ganancias de capital (sobre todo en los precios de bienes raíces, ya que los terrenos siguen siendo el mayor activo en las economías de EE.UU. y otros países industriales). El superávit económico es absorbido por los pagos de servicio de la deuda (y atención sanitaria a precios más altos), no por inversión en la producción o en la repartición de aumentos de productividad con la fuerza laboral y los profesionales. Los salarios y los estándares de vida están estancados para la mayor parte de la gente, mientras la economía trata de enriquecerse por “el milagro del interés compuesto,” mientras las ganancias de capital que emanan del sector financiero proveen un fundamento para nuevos créditos que hacen aumentar los precios de los activos, tanto más en una máquina de crédito-y-deuda que al parecer está en movimiento perpetuo. Pero el efecto ha sido que el 1% más rico de la población ha aumentado su parte de la extracción de intereses, dividendos y ganancias de capital de un 37% hace diez años a 57% hace cinco años, a cerca de un 70% en la actualidad. Los ahorros siguen siendo altos, pero sólo el 10% más acaudalado está ahorrando – y este dinero es prestado al 90% inferior, de modo que no existe un ahorro neto.

También a escala internacional, la economía global se ha polarizado en lugar de converger. Tal como la independencia llegó a muchos países del Tercer Mundo sólo después que sus antiguas potencias coloniales europeas habían establecido modelos poco equitativos de posesión de la tierra (latifundios de propiedad de oligarquías interiores) y producción orientada a la exportación, la independencia de Rusia de los países post soviéticos ocurrió después que el capitalismo administrativo fue reemplazado por un modelo neoliberal que veía la “creación de riqueza” simplemente como el aumento de precios para bienes raíces, acciones y bonos. Asesores occidentales y ex emigrantes llegaron a esos países para convencerlos de que jugaran el mismo juego que otros países – excepto que la deuda de bienes raíces de muchos de esos países estaba denominada en moneda extranjera, ya que no se había desarrollado una tradición bancaria nacional. Esto llegó a ser crecientemente peligroso para economías que no establecieron suficiente capacidad de exportación a fin de cubrir el precio de importaciones y el creciente volumen de deuda en moneda extranjera adosada a sus bienes inmuebles. Y casi todos los países post soviéticos acumularon un déficit comercial estructural, ya que los modelos de producción fueron perturbados por el desmembramiento de la URSS.

Las ganancias de bienes raíces y capital resultantes de la inflación del precio de activos (no de la formación de capital industrial) fueron promovidas como el camino a la prosperidad futura en países cuyos beneficios de la manufactura eran bajos y los salarios estancados. El problema es que esta alquimia no es sostenible. Se pudo mantener una ilusión de éxito mientras Washington inundaba el globo con dinero barato. Esto llevó a los suecos y a otros europeos a obtener ganancias de capital otorgando préstamos para alimentar a países vecinos desde Islandia a Letonia, sobre todo a través de sus mercados inmobiliarios. Para algunos exportadores (sobre todo Rusia), el aumento de los precios de las exportaciones de petróleo y metales se convirtió en la base de los flujos de capital hacia los mercados financieros del Tercer Mundo y post-soviéticos.

Parte de la contracorriente, por ejemplo, desembocó en los florecientes sectores de la banca offshore y de los bienes raíces del mundo – sólo para detenerse abruptamente al reventar la burbuja de la propiedad inmobiliaria.

Bajo estas circunstancias, ¿qué hacer? Primero, los países afuera de EE.UU. tienen que reconocer lo disfuncional que ha sido la economía mundial neoliberalizada, y decidir qué suposiciones subyacentes al modelo neoliberal deben ser descartadas. Sus políticas tributarias y financieras favorecen a las finanzas por sobre la industria y, por lo tanto, a las maniobras financieras y la inflación de los precios de activos por sobre la formación de capital tangible. Sus políticas de austeridad contra los trabajadores y la no imposición de impuestos a los bienes raíces, las acciones y los bonos desvían recursos lejos del crecimiento y del aumento de los niveles de vida.

Igualmente destructivos a largo plazo son el interés compuesto y las ganancias de capital. La economía real puede crecer sólo unos pocos puntos porcentuales por año en el mejor de los casos. Por ello, es matemáticamente imposible que el interés compuesto siga constante y que las ganancias de capital crezcan muy por sobre la tasa subyacente de crecimiento económico. Históricamente, las crisis económicas anulan esas ganancias cuando van más allá del crecimiento económico real por un margen demasiado elevado. La moral es que el interés compuesto y las esperanzas de ganancias de capital no pueden garantizar ingresos para sus jubilados o seguir atrayendo capital extranjero. Durante el período de una vida, las inversiones financieras pueden no producir ganancias significativas. En el caso de EE.UU., los mercados necesitaron cerca de veinticinco años, desde 1929 hasta mediados de los años cincuenta, para recuperar su valor anterior.

El desesperado intento actual de EE.UU. de volver a inflar precios después del crac no puede curar el problema de las deudas incobrables. Los intentos extranjeros de hacerlo solamente ayudarán a banqueros e inversionistas financieros extranjeros, no a la economía nacional. Los países tienen que invertir en su economía real, aumentar la productividad y los salarios. Los gobiernos deben castigar la especulación y las ganancias de capital que sólo reflejan la inflación de los precios de los activos, no un valor real. De otro modo, los poderes productivos de la economía real y los niveles de vida serán deteriorados y, en el modelo neoliberal, cargados de deuda. Las políticas deben alentar a la empresa, no a la especulación. La inversión busca mercados en crecimiento, que tienden a ser frustrados por objetivos macroeconómicos como la baja inflación y los presupuestos equilibrados. No argumentamos que se pueda ignorar la inflación y los déficits, sino que la inflación y los déficits no son creados por igual en todos los casos. Algunas variantes dañan la economía, mientras otras reflejan saludables inversiones en la producción real. La distinción entre los dos efectos es vital, si las economías han de progresar para lograr la auto-dependencia.

En suma, se puede crear una economía mucho mejor rechazando el modelo financiero de Washington de programas de austeridad, liquidaciones para privatizar y dependencia comercial, financiados con créditos en moneda extranjera. La prosperidad no puede ser lograda creando un clima favorable para el capital extranjero extractivo, o limitando el crédito y equilibrando presupuestos, una década tras otra. El propio EE.UU. ha rechazado siempre estas políticas, y los países extranjeros también deben hacerlo si desean seguir las políticas mediante las cuales EE.UU. se enriqueció realmente, no las que los asesores neoliberales de EE.UU. dicen que deben implementar otros países para complacer a los bancos de EE.UU. y a los inversionistas extranjeros.

También hay que rechazar la política tributaria neoliberal contraria a los trabajadores (fuertes impuestos a empleados y empleadores, bajos o cero impuestos a las propiedades inmobiliarias, las finanzas o las ganancias de capital), y políticas antilaborales en el lugar de trabajo, que van desde la falta protección de seguridad y de atención sanitaria a malas condiciones de trabajo. La economía de EE.UU. llegó a ser dominante como resultado de reformas reguladoras de la Era Progresista antes de la Primera Guerra Mundial, reforzadas por las populares reformas del Nuevo Trato que tuvieron lugar en la Gran Depresión. La economía neoliberal fue promovida como un medio para deshacer esas reformas. Al deshacerlas, el Consenso de Washington negó a los países extranjeros la estrategia de desarrollo que ha tenido más éxito en la creación de prósperos mercados internos, aumentando la productividad, la formación de capital y los niveles de vida. El efecto ha sido que se han desacoplado los ahorros de la formación de capital tangible. Tienen que ser reacoplados, y esto puede ser logrado sólo mediante la restauración del tipo de economía mixta mediante la cual Norteamérica y Europa lograron su crecimiento económico.

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Michael Hudson es profesor de Economía en la Universidad de Missouri (Kansas City) y principal asesor económico del representante Dennis Kucinich. Ha asesorado a los gobiernos canadiense, mexicano y letón, así como al Instituto de Naciones Unidas para Entrenamiento e Investigación (UNITAR). Es autor de numerosos libros, incluyendo: Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire (nueva edición: Pluto Press, 2002). Para contactos, visite su sitio en la Red: mh@michael-hudson.com.

Jeffrey Sommers es profesor en Raritan Valley College, Nueva Jersey, catedrático invitado en la Escuela de Economía Estocolmo en Riga, ex becado Fullbright en Letonia, y miembro en el Instituto de Estudios Globales de Boris Kagarlitsky en Moscú. Para contactos: jsommers@sseriga.edu.lv.

http://www.counterpunch.org/hudson12122008.html



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